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Especial Oscars 2013: La maldición de ganar un Oscar
José Hernández, 10/02/2013
El próximo 25 de febrero, unas treinta y tantas personas habrán ganado un Oscar. En algunos casos no será el primero, pero en otros sí. Y eso te cambia la vida. Ganar el mayor premio del mundo del cine (o al menos el más mediático) supone saltar a otro nivel en sus profesiones. Para un novato, supone lanzarle de inmediato al estrellato. Para un veterano, la confirmación de su buen hacer. Para alguien que intentaba construir su prestigio, la eclosión de sus esfuerzos. Para alguien que quería cambiar su trayectoria, la oportunidad para abrir otro camino. Es pequeño hombre desnudo cubierto por una espada es la llave para un futuro más brillante, más prometedor, más feliz. Es la llave para la posteridad.
Excepto cuando es todo lo contrario, y quien lo gana acaba por los suelos mendigando un trabajo, haciendo el ridículo o cayendo en una espiral imparable de sueños rotos y trabajos alimenticios. Porque algunos Oscars serán llaves patatín patatán, pero otros están malditos.

La supuesta maldición de los Oscar, que afecta principalmente a los actores, se remonta a los comienzos de estos galardones. Viajemos 83 años atrás en el tiempo, hasta la segunda edición, en 1930. Ese año, Warner Baxter ganó el Oscar a mejor actor y Mary Pickford hizo lo propio con el de mejor actriz. Por poco que uno conozca la historia del cine le sonará el nombre de ella, ya que fue una de las actrices más famosas del cine mudo. Si hoy en día venden Sandra Bullock, Angelina Jolie y Kristen Stewart, entre las tres no logran ni llegarle a las rodillas a lo que fue la Pickford en aquella época. Con su estatuilla por Coqueta, su primera cinta sonora, la recién formada Academia de Cine norteamericana (de la que ella fue uno de los miembros fundadores) le abría los brazos para recibirla en el nuevo paradigma del medio. Ella fue la más grande sin necesidad de palabras, y ahora podía dejar sin palabras hasta a los más grandes. Pero no pudo ser. En el tumulto causado entre los estudios por el cambio al cine sonoro, la Pickford se hizo mayor. Tenía 38 años cuando ganó el Oscar, y en lugar de acompañar a su estrella favorita en su progresión hacia papeles más adultos y maduros, el público la abandonó. Desagradecidos como son a veces los espectadores, solo querían ver más de la ingenua, la joven dinamita, la heroína pizpireta, y ella ya no podía darles eso. Después de ganar el Oscar, solo rodó tres películas más: Forever Yours (que nunca llegó a estrenarse, ya que la Pickford ordenó destruir todos los negativos), Kiki y Secretos. Sus fracasos provocaron que se retirara del cine en 1933, cuando apenas había cumplido 41 años.
Un caso puntual, dijeron. Una tragedia atribuible a la crisis del sonoro que tantas estrellas mudas mutiló, escribieron. Ella no era para tanto y la gente se dio cuenta, diría algún espabilado. El caso es que nadie pensaba que el Oscar tuviese algo que ver. Una mera casualidad.

Y entonces, Luise Rainer hizo historia. Se convirtió en la primera mujer en ganar dos Oscars, en el primer intérprete en ganar más de un premio y, además, en la primera persona en ganar dos estatuillas de forma consecutiva: en 1937 lo hizo por El Gran Ziegfeld y en la edición siguiente por La Buena Tierra. Por entonces solo había rodado tres películas en su Alemania natal y una más, aparte de las dos premiadas, en Hollywood: Escapade. ¿Qué podían hacer dos premios de la Academia por ella sino lanzarla a lo más alto del firmamento de Hollywood? Una cosa así te debería convertir en la favorita del público de la noche a la mañana. Y así, con El Gran Vals (1938) logró un gran éxito. Pero la maldición volvió a atacar, y las otras cuatro películas que rodó entre 1937 y 1938 (Los Candelabros del Zar, Big City, The Toy Wife y Dramatic School) se estrellaron con la crítica y el público de forma estrepitosa. Tanto fue así que Louis B. Mayer, dueño del estudio MGM con quien tenía contrato, se propuso como meta personal destruir su carrera impidiéndole el acceso a buenos papeles. También influía que Rainer le caía a Mayer como una verruga en la planta del pie, porque fue una de las primeras actrices que plantó cara a los estudios para intentar mejorar sus condiciones laborales. Ente una cosa y otra, a la artista alemana no se la volvió a ver hasta 1943, cuando rodó la cinta bélica Hostages para la Paramount. Fue una especie de estertor de su carrera, porque inmediatamente abandonó el cine. En los 50 se la pudo ver esporádicamente en series de televisión y en teatro, rodó otra película en Alemania, y ya en 1997 volvió puntualmente de su retiro para hacer un pequeño papel en The Gambler. Y ya está. La maldición se volvió cruel, aunque teniendo en cuenta la feliz vida que ha tenido alejada del candelero, y que a sus 103 años sigue viva cuando sus coetáneas más famosas hace tiempo que son polvo, es posible que ella la considere una bendición.
El caso de Hattie McDaniel fue un mero reflejo de los tiempos que corrían. En 1940 ganó como mejor secundaria por su papel de Mammy en Lo que el Viento se Llevó, y si este rol ya le había dado gran notoriedad, el convertirse en la primera persona de color en obtener un estatuilla la convirtió en un icono. Fue un momento de orgullo y de esperanza para toda la raza negra. Lamentablemente, ni Hollywood ni mucho menos la sociedad estadounidense estaban todavía preparados para rodar una película en la que uno de los protagonistas fuese negro. Apenas diez años antes, los personajes de color los hacían blancos con la cara pintada, así que un paso de esta envergadura era impensable. Por eso, Hattie siguió haciendo después del Oscar exactamente lo mismo que antes de él: papeles secundarios y casi siempre anecdóticos de criada negra. Cuando se retiró, diez años después, todavía quedaba otra década para que los afroamericanos pudiesen aspirar a algo más.
La enemiga de Mary Astor fue ella misma. Tras una carrera exitosa en el cine mudo que logró trasladar al sonoro con gran dificultad, tras un periodo hospitalizada por una crisis de estrés, y tras sobrevivir a un escándalo en el que durante su divorcio se hizo pública su extensa vida sexual, le llegó el Oscar en 1942 por La Gran Mentira. Su carrera en esos momentos estaba más centrada en papeles de reparto y coprotagonistas en repartos extensos, y el premio le ofrecía la oportunidad de regresar con más fuerza que nunca a la primera línea de las estrellas. Pero ella declinó. No se veía psicológicamente preparada para poner sobre sus hombros la responsabilidad de toda una película, así que rechazó papeles de peso y se conformó con roles secundarios. Su carrera acabó en la pequeña pantalla apenas diez años después.

En el año 1944 hubo doblete. Secundario habitual en cintas importantes y protagonista en películas de serie B, Paul Lukas le robó el Oscar al mismísimo Humphrey Bogart (Casablanca) con su papel en Alerta en el Rhin. Tal desfachatez le debió de pasar factura, porque a raíz de ello sus papeles se fueron haciendo más pequeños o sus películas más lejanas en el abecedario, hasta que acabó, como muchos, en televisión. Fue también el primero de los ‘malditos’ en romper de alguna manera el mal de ojo, ya que en los 60 vivió una breve resurrección artística. El húngaro no fue el único extranjero en conseguir una estatuilla ese año, ya que la griega Katina Paxinou se hizo con el Oscar a mejor secundaria por la adaptación de ¿Por Quién Doblan las Campanas? Dama del teatro en su país, fue su primera película y su mayor éxito. Su edad (tenía ya 43 años) y sus rasgos raciales la encasillaron en papeles de ‘madre de’ o en roles anecdóticos antes de que pudiera rentabilizar su premio en algún sentido. Curiosamente, ambos formaron parte del reparto de la anteriormente mencionada Hostages junto a Luise Rainer. Así que algo se les debió de pegar durante ese rodaje.
La historia de James Dunn fue una de esas que, cuando llega la noche de los Oscar y logra el galardón, ilusionan al público. Trabajador incansable durante más de 20 años, había empezado como extra y escalado posiciones hasta rodar más de 40 películas. Su rostro era conocido por comedias familiares, muchas de ellas protagonizadas por Shirley Temple. Incluso había ganado una batalla contra el alcoholismo, por lo que cuando ganó el Oscar como mejor secundario en 1945, por su desgarrador papel de padre bebedor y soñador empedernido en Lazos Humanos, era como si la Academia le diese un premio a su carrera y le animase a seguir por esa senda recién abierta gracias a su lucha previa. Sin embargo, cuando los focos de la gala se apagaron, la dura realidad le golpeó con saña. En Hollywood no se interesaron por él. Siguió malviviendo en papeles menores y películas de serie B cada vez más escasas, y para 1950 estaba sin trabajo, en bancarrota y había vuelto a la bebida. El resto de su carrera fue una lucha por la supervivencia aceptando cualquier cosa que surgiese, encontrando refugio, una vez más, en televisión.
Pasamos por alto al exsoldado Harold Russell, actor no profesional que ganó como mejor secundario en 1947 por Los Mejores Años de Nuestra Vvida y nunca volvió a rodar otra película (cosa entendible, ya que hay pocos papeles posibles para personas que perdieron ambas manos en la guerra), y llegamos a 1950. ¿Recordáis a Warner Baxter, que ganó el mismo año que Mary Pickford? Pues por esta época, él que en los años 30 había sido el actor mejor pagado de la Meca del Cine, un Tom Cruise en toda regla, se había quedado en algo estilo Christian Slater. Los únicos trabajos que le daban eran series de poca enjundia, lo que viene a demostrar que a veces la maldición llega con retraso pero con intereses.

El caso es que en 1950, Olivia de Havilland ganó su segundo Oscar por La Heredera, algo que no solo debió de fastidiar bastante a su hermana/enemiga Joan Fontaine, sino que debería de haberla catapultado a un nivel estratosférico de estrellato. ¿Olivia? La actriz del momento, la más grande, la que todas quieren ser y todos quieren amar. A sus 34 años, ¿qué podía ir mal? Quién sabe si fue por el cansancio acumulado tras su prolífica y variada carrera, o porque ya no la motivaba la interpretación como antes, Olivia se dejó ver de forma bastante esporádica a partir de entonces. En los siguientes cinco años solo rodó un filme (Mi Prima Raquel), y de la docena escasa de películas que hizo en los siguientes 25 años, apenas se recuerdan hoy en día una o dos. Sus papeles memorables habían quedado atrás, y muchas de las películas que protagonizó en esta época fueron fracasos de crítica y/o taquilla. Una caída desde lo más alto en toda regla. O quizás estaba dándole a su hermana la oportunidad de cazarla.
El año siguiente fue el de Judy Holliday. Tras un papel pequeño pero agradecido en La Costilla de Adán, la rubia especializada en jóvenes ingenuas y aparentemente tontas, pero con más inteligencia de la que aparentan, encontró su vehículo perfecto en Nacida Ayer. La Academia estuvo de acuerdo, y de la noche a la mañana nació una estrella… fugaz. Intentando compaginar el teatro con el cine, acabó por trabajar en solo media docena de películas y otras tantas obras hasta 1963, cuando se retiró de la profesión. Aunque sus filmes funcionaron más o menos bien, ninguno logró replicar el éxito que la había lanzado, y hoy en día solo los recuerdan los más completistas. Esta aparente dificultad para encontrar nuevos vehículos tuvo mucho que ver con las sospechas lanzadas sobre ella por la loca cruzada anticomunista del senador MacCarthy, en la que ella fue acusada de ‘roja’, aunque finalmente fuera absuelta. Conforme se acercaban los 60, los problemas de salud que en 1965 le robarían la vida fueron los que se interpusieron en su progresión. Por unas o por otras, nunca llegó a eclosionar del todo.
El reparto de ¡Qué Bello es Vivir! nos dejó dos damas ‘malditas’. La primera de ellas fue Gloria Grahame, quien se hizo con el premio a la mejor secundaria por Cautivos del Mal en 1953. Hasta ese momento no había tenido muchas oportunidades para brillar, pero las que había tenido las había aprovechado. La época en la que ganó la estatuilla fue su mejor momento, encadenando una serie de proyectos importantes que le dieron un nombre en Hollywood. Sin embargo, durante los años siguientes se encasilló como femme fatale en cintas noir, y cuando quiso salirse de ese rol (con el musical Oklahoma!, en 1955), fracasó de forma catastrófica. En el set de rodaje fue conflictiva, antipática y ególatra, ganándose el odio de todos sus compañeros, y su actuación dejó mucho que desear, en parte porque nadie se la podía creer como chica de pueblo cantarina, en parte porque la cirugía plástica (cosas que uno hace cuando el éxito se le sube a la cabeza) había reducido al mínimo su expresividad facial. Poco más se supo de ella después de esta debacle.
Por su parte, la bella Donna Reed ha pasado a la historia por su papel de esposa de James Stewart en el mencionado clásico navideño, pero también como la prostituta de buen corazón en De Aquí a la Eternidad. Este último rol le dio el Oscar en 1954, pero prácticamente marcó el final de su etapa más gloriosa en la gran pantalla. La actriz, que por entonces acababa de cumplir 33, no obtuvo a partir de entonces más que papeles de reparto y algún protagonista tan vergonzoso como el de Horizontes Azules, que incluso en su día fue motivo de mofa por pintarrajear a una actriz blanca de ojos azules para hacerla pasar por india americana. En 1958, solo cuatro años después de ganar el premio, la artista dijo basta y se montó su propia sitcom televisiva, que duró en antena ocho años. Poco más hizo tras ello, ya que se retiró durante una década y cuando volvió no se enteró nadie. Pero más cruel fue la forma de terminar su carrera: cuando Barbara Bel Geddes se fue del culebrón Dallas, Reed se hizo con su personaje de Ellie Ewing. Por si ser sustituta de una actriz de menor talla no fuese suficiente, al año siguiente Bel Geddes accedió a volver a la serie y los productores no tuvieron contemplaciones en despedir a Reed.

Un cambio de look supuso un cambio de vida para Dorothy Malone: como morena solo conseguía papelitos menores, como rubia le llegó un caramelito con forma de Oscar en Escrito Sobre el Viento, en 1957. A diferencia de algunas ‘malditas’, sus siguientes películas no fueron un desastre. De hecho, durante un par de años se mantuvo con papeles interesantes en cintas aceptadas por crítica y público, si bien ninguna de ellas ha pasado a la posteridad. Pero la racha no le duró más, y su falta de carisma como actriz principal la condujo a la tele en 1961, de donde ya solo salió esporádicamente. Hasta su papel más señalado en este medio, en el culebrón Peyton Place, solo llegó a ser un secundario con poca chicha, lo que la hizo quejarse públicamente… y ser despedida por ello. Curiosamente, en los 80 rechazó ser la sustituta de Barbara Bel Geddes en Dallas, así que su orgullo al menos no sufrió tanto como el de Donna Reed.
Con solo una película a sus espaldas, la cantante Miyoshi Umeki ostenta todavía hoy el honor de ser la única actriz asiática en haber ganado un Oscar, en 1958 por Sayonara. Su carrera fue obviamente fugaz: Hollywood no sabe ahora qué hacer con los actores orientales, cuando menos en aquellos años. Su trayectoria en cine fue tan fugaz que solo rodó cuatro películas más, casi todas como secundaria. Después se pasó a la televisión y, tras varios papeles esporádicos (uno de ellos, en la serie de Donna Reed), logró un papel fijo durante tres temporadas en The Courtship of Eddie's Father (1969-1972). Uno podría pensar que no le interesaba mucho esta profesión y que prefería centrarse en su carrera musical, pero en realidad su último disco lo grabó en 1959, así que se puede decir que el Oscar acabó con ella no en uno, sino en varios frentes. Es posible que las guerras de Vietnam y Corea la ayudasen bien poco a vencer la maldición.

A la quinta fue la vencida para Susan Hayward, que ganó como mejor actriz en 1959 por Quiero Vivir. A punto de cumplir 42 años, la estatuilla suponía el reconocimiento que merecía una de las actrices con más talento y más trabajadoras de los 40 y los 50. Sin embargo, en la Meca del Cine nunca han tenido ningún aprecio por las mujeres maduras. Cuando alcanzan la ‘mágica’ cifra, la máquina de sueños se convierte en una trituradora inclemente que deja de lado hasta a las diosas de su particular Olimpo. Por ello, los años 60 fueron duros para Hayward, cuando gracias al galardón deberían de haber sido los más vivos y luminosos. Solo diez películas cayeron en su regazo, y de ellas solo Mujeres en Venecia estuvo a la altura. Pese a ello, la actriz nunca atribuyó a la maldición su caída. Prueba de ello es que su última aparición pública, muy enferma por un tumor cerebral terminal, fue en la gala de los Oscar de 1974, en la que Charlton Heston tuvo que ayudarla para que pudiese presentar el premio de mejor actriz.
En 1962 se produjo un combo maldito. West Side Story triunfó, y con ella sus dos actores secundarios, Rita Moreno y George Chakiris. Dejemos que sea la propia actriz la que hable de su experiencia, en una reciente entrevista con The Miami Herald: “No volví a hacer una película hasta siete años después de ganar el Oscar. Antes de WSS siempre me ofrecían los típicos papeles de latina. Las Conchitas y Lolitas en las cintas de oeste. Siempre estaba descalza. Era material humillante, vergonzoso, pero lo hacía porque no había nada más. Tras WSS, era lo mismo: muchas historias de bandas”. Una perfecta definición de por qué su carrera en cine ha sido esporádica y anecdótica, y de por qué sus mejores papeles le llegaron en televisión cuando ya había cumplido los 50 y el mundo había cambiado (un poco) para las minorías. De hecho, si se convirtió a finales de los 70 en la primera persona en ganar Oscar, Tony, Grammy y Emmy fue gracias a este rechazo a bajarse los pantalones en Hollywood, que le obligó a diversificar su carrera en direcciones improbables, como hacer un programa para niños (The Electric Company) o rascar secundarios en Broadway (The Ritz). A su manera, pero logró vencer la maldición.
Chakiris no ha tenido tanta suerte, o quizá le ha faltado talento para ello. El amor mostrado por la Academia hacia su película no se tradujo en mejores papeles para él, y durante los siguientes años se vio abocado a una serie de mediocridades que han quedado en el olvido. Para encontrar el único filme destacable de su filmografía posterior hay que viajar a Francia, donde rodó Las Señoritas de Rochefort. La maldición se cebó tanto en él que en los 70 no solo acabó en televisión, sino que ni siquiera logró ningún papel estable, limitándose a apariciones estelares en episodios de series tan ‘prestigiosas’ como La Mujer Maravilla o Santa Barbara.
Cuando la maldición afectó a Patty Duke, mejor secundaria en 1963, se cebó sobre todo con su vida personal. Tras El Milagro de Anna Sullivan, la joven de 16 años se convirtió en una estrella, y sus managers (John y Ethel Ross) le consiguieron una serie de TV a mayor gloria suya donde interpretaba a la perfecta adolescente americana. Mientras tanto, entre bambalinas, ella sufría una vida miserable por culpa de los Ross, que la maltrataban, le impedían el acceso a su dinero mientras ellos lo manejaban a su antojo, le daban alcohol y drogas para mantenerla a raya e incluso abusaron sexualmente de ella. A todo esto se unía un trastorno bipolar que no le fue diagnosticado hasta 1982. Cuando la serie fue cancelada y logró librarse de los Ross, lo que hizo fue volcar sus traumas y problemas en El Valle de las Muñecas, cinta de culto del cine trash en la que su excesiva interpretación pegaba como un guante, pero que acabó con la poca carrera que le quedaba, porque ya nadie volvió a verla con los mismos ojos. Desde entonces ha vivido a base de telefilmes y papeles invitados en series de TV, aunque a su favor hay que decir que en los años 80, ya estabilizada psicológica y socialmente, llegó incluso a presidir el Screen Actors Guild. Así que alguna luz ha tenido en su particular túnel.
En comparación con esta muñeca rota, lo de Patricia Neal casi paree normal. Tras una década de papeles destacados, pero que nunca llegaban a auparla al estrellato, la actriz logró su Oscar por El Más Salvaje Entre Mil en 1964. Aunque le pilló ya con 38 años, aún podía ser el inicio de una fructífera trayectoria que dejase huella en la historia. Sin embargo, en 1965 sufrió tres aneurismas cerebrales durante el embarazo que la dejaron tres semanas en coma y con la salud delicada durante años. Debido a ello, sus apariciones se volvieron muy esporádicas, e incluso tuvo que rechazar el papel de la señora Robinson en El Graduado. Su nominación al Oscar por Una Historia de Tres Extraños, en 1968, se puede atribuir a la alegría provocada por su regreso al panorama actoral. Sin embargo, el resto de su carrera se vio relegada a papeles cada vez más anecdóticos y menos remarcables en televisión. Parece que eso de abrazar a los caídos para darles apoyo solo se hace de cara a la galería. La mentira del séptimo arte, en forma de hipocresía cínica.
Lo de Lila Kedrova fue el típico caso de estrella fugaz de una sola película. Antes de interpretar a la excéntrica Madame Hortense en Zorba el Griego, su carrera se limitaba a papeles muy secundarios en películas europeas de poco calado. Tras ganar el Oscar a mejor secundaria en 1965 por este rol, lo único que sacó en claro es un personaje breve en Cortina Rasgada, un filme menor de Hitchcock. Apenas dos años después ya había vuelto a Europa y a los papeles sin enjundia, y solo vio momentáneamente recuperado su lustre veinte años después, con el revival de Zorba en Broadway.

Aunque a estas alturas queda claro que la maldición afecta principalmente a las mujeres, en 1969 le tocó a un hombre, ya que Cliff Robertson ganó por su papel de discapacitado intelectual en Charly. Tenía ya 46 años y su carrera nunca había despegado del todo, con lo que el premio le venía como anillo al dedo para obtener réditos en su madurez. Eso es lo que le debió de pasar por la cabeza, pero no le pasó a nadie más. De hecho, hay que irse hasta 1975 para encontrar la siguiente cinta destacada de su filmografía, Los Tres Días del Cóndor, en la que ocupaba un segundo plano frente a Robert Redford y Faye Dunaway (a quien pronto le llegará el turno). Que en la vejez obtuviese casi la misma popularidad que en su mejor momento por su breve intervención como tío Ben del Spider-Man de Sam Raimi dice mucho de los derroteros que tomó su trayectoria.
Para que no parezca que discrimina por edad, la maldición se cebó en Tatum O'Neal, la niña de 10 años que encandiló a Hollywood en 1974 con Luna de Papel, convirtiéndose en la persona más joven en ganar un Oscar (como mejor secundaria, aunque fuese la protagonista). ¡Qué bonita pareja formaba con su padre Ryan! Sí, el mismo que, celoso de que la cría acaparase todas las miradas y premios, ni siquiera acudió a la ceremonia con ella para verle alzar la estatuilla. La tensa relación con él empeoró a raíz de este premio, lo que convirtió su infancia y su adolescencia en un infierno que la abocó a las drogas (a los 12 años comenzó con la heroína gracias al camello que le pasaba el material a su padre, según cuenta) y a casarse con John McEnroe. A día de hoy se ha curado de lo segundo, pero lo primero sigue siendo un auténtico calvario: hace un par de años la arrestaron con una bolsa de crack y otra de cocaína. ¿Y su carrera? Hizo algunas películas más de niña que no obtuvieron ni de lejos el mismo éxito, pero sus abismos personales fueron más fuertes que ella y la alejaron de cualquier actividad productiva antes de que cumpliese la mayoría de edad.

Liza Minnelli también es ‘hija de’, en concreto de Judy Garland y Vincente Minnelli. Tal pedigrí le granjeó en 1973 (un año antes que Tatum) el Oscar a mejor actriz por Cabaret en el que era solo su tercer papel de importancia. Por entonces ya era una cantante conocida, y al parecer el ganar la estatuilla le despojó de todo interés por el mundo de la interpretación, a juzgar por sus esporádicas apariciones en la gran pantalla desde entonces. De hecho, sus dos películas más destacadas post-Cabaret son New York, New York, descomunal fracaso crítico y financiero de Martin Scorsese (1977); y la comedia Arthur, el Soltero de Oro (1981). En los últimos 25 años solo ha rodado cinco filmes, la mayoría en pequeños papeles, y por tres de ellos ha sido nominada al Razzie.
Llegamos a otro año infausto para las mujeres, 1976. Aunque su carrera había sido bastante olvidable hasta esa fecha, pocos dudaron en darle el Oscar a Louise Fletcher por su maquiavélica enfermera Ratched de Alguien Voló Sobre el Nido del Cuco. De lo que no debió de darse cuenta la actriz en ese momento, ocupada como estaba en saborear el dulce éxito que posiblemente ya había perdido la esperanza de conseguir, es de la enorme sombra que proyectaría esta villana sobre su futuro. La mayoría de sus papeles posteriores beben de alguna forma de su icónico rol, dado que el público (o más bien los ejecutivos de Hollywood) parecía incapaz de separar a la actriz del personaje. Como resultado, nunca ha llegado a demostrar nada más como intérprete de lo que hizo en la cinta de Milos Forman. Sencillamente, no la han dejado.
Ese mismo año también ganó como secundaria Lee Grant por Shampoo. Era un reconocimiento a una vida muy peculiar: nominada por su primera película (Brigada 21), poco después entró en la lista negra de Hollywood al negarse a testificar contra su marido ante el comité macarthiano. Pese a estar repudiada durante 12 años, logró mantenerse activa en televisión y poco a poco fue regresando al cine. Los 50 años que tenía cuando ganó la estatuilla no fueron obstáculo para que, gracias al impulso adquirido, al año siguiente fuese nominada de nuevo por El Viaje de los Malditos. Sin embargo, ese fue prácticamente el último filme con algo de aceptación crítica o popular que rodó, y en lugar de convertirse en una secundaria madura de referencia para Hollywood, se hundió en el gueto de la serie B.
Y al fin llegamos a Faye Dunaway, que durante una década fue lo más de lo más. Desde que se reveló al público como la parte femenina de Bonnie y Clyde, contaba sus actuaciones por aplausos de crítica y público, hasta culminar en un Oscar por Network en 1977. Cinco años después, y con solo Ojos entre medias como cinta mencionable, el premio que se llevaba era un Razzie por su grotesca interpretación de Joan Crawford en el clásico camp Queridísima Mamá, una película a la que la actriz atribuye su estrepitosa caída en desgracia. ¿Qué quedó de la joven que conquistó al público y a la Academia en Chinatown? Poca cosa. Una muestra de su trabajo en las décadas posteriores arroja resultados en su mayoría intrascendentes, pero puntuado por vergüenzas como Supergirl, Don Juan DeMarco o Mi Colega Dunston. Tampoco ayuda el que su cara sea un anuncio de advertencia contra la cirugía estética. Y por si fuera poco, tuvo una oportunidad inmejorable para relanzar su carrera, pero dijo que no a Réquiem por un Sueño. Ellen Burstyn se lo agradecerá, pero a ella seguro que le hizo sudar bótox.
Algo se podría decir también de Jon Voight, ganador en 1979 por El Regreso. Porque sí, ha hecho sus películas buenas e incluso ha estado nominado dos veces más. Pero mirando su filmografía, que a principios de los 90 se vio relegada a la tele y que luego resucitó con papeles tan ‘celebrados’ como Anaconda, Tomb Raider, Zoolander o La Búsqueda, habría que plantearse si la maldición no le ha tocado al menos de refilón. Claro que si ponemos su carrera de viejo como ejemplo, también habría que mencionar a Christopher Walken, que ganó ese mismo año por El Cazador y ha acabado en películas de Jack Black, Adam Sandler o Brendan Fraser, entre otros ‘grandes intérpretes’ del cine americano.

Con esto entramos en territorio más familiar: los 80. Fue una década llena de ganadores peculiares, como Linda Hunt (El Año que Vivimos Peligrosamente, 1983), cuyo físico inconfundible ha provocado que se tenga que conformar con papeles menores en donde la mayoría de las veces es el objeto de las bromas. Tenemos también a la única actriz sorda en ganar un Oscar, Marlee Matlin (Hijos de un Dios menor, 1987), que además es la más joven en vencer en la categoría de mejor actriz. Pero claro, Hollywood no suele hacer obras sociales con discapacitados, y donde nosotros podemos ver una mujer bellísima y una intérprete capaz, los ejecutivos (y, por qué no señalarles con el dedo, también buena parte del público) solo se fijan en que su forma de hablar es extraña debido a su falta de audición, así que papeles de enjundia le han llegado poquitos. Otro actor con historia curiosa es Haing S. Ngor, que básicamente se interpretó a sí mismo en Los Gritos del Silencio (1985), su primera película y la única realmente importante que llegó a hacer. Su carrera posterior es prolífica para tratarse de un actor no profesional, aunque nunca llegó a tener ningún rol importante ni a participar en ninguna cinta que mereciese la pena ver. Su final fue tan trágico como su vida: asesinado de un disparo en la puerta de su casa al resistirse a un intento de robo (según la Policía, le querían quitar un reloj de oro que llevaba la foto de su difunta esposa). Posteriormente, su herencia fue motivo de disputas entre familiares, amigos, conocidos y gente aprovechada que aseguraba estar relacionada de alguna forma con él. Una mala forma de irse, desde luego.
A Timothy Hutton (Gente Corriente, 1981) seguramente le perjudicó el ser tan joven, porque tras ganar el Oscar con 20 añitos se encontró con que los papeles para gente de su edad escaseaban más que nunca. O, mejor dicho, eran peores de lo que habían sido hasta entonces. De esta forma, ni pudo crecer como actor ni pudo mantener la fama que le había dado el premio, quedándose desde los 90 para cintas de serie B, telefilmes, papeles secundarios y series de televisión. Por su parte, lo de Louis Gossett Jr. puede que fuese el calentón del momento. Le dieron el Oscar en 1983 por su sargento chusquero de Oficial y Caballero (que luego imitarían Clint Eastwood y R. Lee Ermey), pero parece que en Hollywood inmediatamente pensaron que habían cometido un error: la siguiente película que rodó fue la nefasta Tiburón 3: El Gran Tiburón, y su carrera se quedó estancada en repetir el papel que le había dado la fama en subproductos casposos como Águila de Acero. La única cinta mínimamente decente que ha hecho es Enemigo Mío, y el maquillaje le oculta el rostro. En cuanto al pobre F. Murray Abraham (Amadeus, 1985), su caída fue más rápida si cabe. Exceptuando El Nombre de la Rosa, su filmografía se compone de serie Z y papelitos intrascendentes, muchos de los cuales requieren hacer el ridículo. Su rostro marcado y su ausencia de atractivo le podrían haber convertido en un secundario rudo de los que Hollywood solía tener, como Jack Elam o Ed Begley, pero en lugar de eso se quedó para la morralla.
Mención aparte merece Cher, cuya extensa carrera como cantante se trasladó en los 80 al cine. Durante esta década hizo una serie de películas destacadas que la llevaron a convertirse también en una estrella del séptimo arte con magníficas críticas para su vertiente seria, y que culminaron con su Oscar por Hechizo de Luna en 1988. Se ve que lo que se había puesto como objetivo de su carrera actoral era ganar este premio, porque una vez conseguido, sus apariciones en la gran pantalla han sido esporádicas. Y no porque haya sido más selectiva con sus papeles, porque Burlesque o Sirenas no aparecen en ninguna lista de lo mejor de sus respectivos años (si acaso, entre lo peor). Sencillamente, perdió todo interés. O quizá es que se dio cuenta de que cuantas más operaciones se hacía, menos podía mover los músculos de la cara.

En los años 90, la maldición actuó con especial saña. Véase el año 1998, en el que tres de los cuatro actores premiados la sufrieron en sus carnes. Por ejemplo, Kim Basinger (L.A. Confidential) era una estrella con todas las de la ley cuando ganó, y aunque ya entraba en su madurez, ese papel y ese premio deberían haberle servido para abrir una nueva puerta en su carrera. En lugar de eso, se ha visto relegada a roles secundarios y de poca entidad dramática, o a películas de serie B. En el caso de Robin Williams (El Indomable Will Hunting), lo que en los 80 y los 90 fue una sabia combinación de comedias populares y adoradas, junto a papeles dramáticos con carisma en cintas memorables, se convirtió progresivamente tras el Oscar en una vergüenza tras otra. Véanse subproductos como Hasta que el Cura nos Separe, Voces en la Noche o ¡Vaya Vacaciones!, que uno no le pondría ni a su peor enemigo. Mención especial merece Helen Hunt, que logró eclosionar en pantalla grande con Mejor Imposible tras triunfar en la pequeña con la sitcom Loco por Ti. Se ve que algunos no aceptaron bien que una actriz televisiva pudiese llegar a estas cotas casi a las primeras de cambio, porque al poco empezó una importante campaña de desprestigio hacia su persona, casi siempre remarcando que no se merecía ganar (cosa absurda, ya que además de su gran interpretación, sus rivales eran bastante flojas). Sus siguientes películas no funcionaron bien en ningún sentido, lo que alimentó la bola de nieve, y durante la pasada década la hemos visto solo de forma esporádica, quizá porque intentaba volver a ganar la confianza que los medios le robaron.
Un caso parecido al del mencionado Robin Williams es el de Whoopi Goldberg, que ganó por Ghost en 1991, y para 1995 ya estaba rodando engendros como Dino Rex o Eddie. ¿Y qué decir de Nicolas Cage, que perdió totalmente la cabeza tras ganar el Oscar en 1996 por Leaving Las Vegas? Uno entiende que, tras un papel tan exigente como este, un actor quiera hacer algunas películas más ligeras en las que se pueda divertir y no se esfuerce tanto. Pero tras La Roca, fue cogiendo un ritmo de hacer películas cada vez más desastrosas que nadie se explica. Ha llegado un punto en el que le ha quitado a Ben Kingsley el puesto de mejor ejemplo del Síndrome Ben Kingsley: rodar absolutamente todo lo que cae en sus manos, aunque tenga forma de boñiga. Y a veces le salen buenas películas e incluso buenas interpretaciones, como en El Ladrón de Orquideas o El Señor de la Guerra, pero comparadas con la cantidad de basuras como Next o Bangkok Dangerous que ha hecho, parece que salieron por puro azar. Un caso similar y más reciente es el de Kevin Spacey, que ganó dos Oscars en esta década (Sospechosos Habituales y American Beauty), pero que desde entonces es tan inconsistente que ha acabado dilapidando casi todo el crédito y la buena voluntad logrados por ese periodo brillante que tuvo. Por la parte femenina tenemos a Gwyneth Paltrow (Shakespeare Enamorado), que ha logrado cargar sobre sus espaldas con más proyectos fallidos que cualquiera de sus compañeras de generación, lo cual es todo un dudoso logro. Básicamente, después del Oscar, los únicos momentos que han salvado su carrera han sido sus colaboraciones con Wes Anderson y James Gray, y haber conseguido el papel de Pepper Potts en Iron Man.
Por su parte, Anna Paquin sufrió también la maldición en sus infantiles carnes: eso de ganar un premio tan prestigioso siendo solo una niña (El Piano, 1993) le pone en un brete a cualquiera, sobre todo porque papeles bien escritos para menores de edad se pueden contar con los dedos de un muñón. Así que su carrera posterior ha ido dando tumbos sin llegar nunca a cuajar ni a demostrar que el potencial que vieron los académicos era cierto. Con decir que su mejor momento es ahora, con una serie de vampiros llena de sexo y despelotes… En el otro lado del espectro de edad, ni Mercedes Ruehl (El Rey Pescador, 1992) ni Brenda Fricker (Mi Pie Izquierdo, 1990) han rodado absolutamente nada que merezca la pena destacar tras ganar el Oscar. Uno pensaría que, cuando menos, podían aprovechar este crédito para conseguir papeles secundarios jugosos con los que progresar en su carrera. Fricker podría haber sido una Judi Dench en toda regla, y Ruehl podría haber cogido la senda de Catherine Keener. Sin embargo, sus filmografías son páramos de inocuidad.

Al menos Jack Palance (Cowboys de Ciudad, 1992) tiene la excusa de que le pilló muy mayor y habiendo ya dejado para la posteridad algunas interpretaciones míticas. Así que todavía se le puede perdonar que la siguiente cinta que rodase tras ganar la estatuilla fuese Cyborg 2, y lo que le quedaba de carrera solo estuviese un ligero peldaño por encima de esa ‘cumbre’. Lo que sí le podemos echar en cara al hombre de la cara aplastada es el haber echado la maldición sobre los hombros indefensos de Marisa Tomei. La historia la conocemos todos: Jack estaba borracho y leyó el nombre de Marisa por Mi Primo Vinny (1993) por casualidad; o resulta que, como era la única americana nominada, decidió decir su nombre en lugar del de Judy Davis; o tenía problemas de memoria y/o de vista, y solo se acordaba del último nombre que había leído. En cualquier caso, la estatuilla de la Tomei fue un fraude. Seguro. Y ese estigma totalmente falso e inmerecido le ha perseguido a lo largo de toda su carrera. Los ejecutivos de Hollywood no quisieron pringarse con el rumor y solo le dieron papelitos menores donde ni podía demostrar su talento ni podía convertirse en la estrella que su belleza merecía. Y mira que la pobre Marisa se ha esforzado mucho por buscar algún papel que le librase de este rumor, lo que le ha llevado a estar nominada dos veces más, pero entre cada uno de estos papeles hay montones de basura alimenticia y hasta bochornosa que ha tenido que tragarse porque nadie, aún hoy, parece querer darle un papel protagonista decente. ¡Maldito seas, Jack!
Por muy mal que lo haya pasado, al menos puede decir que no ha hecho el ridículo como Roberto Benigni, ganador por sorpresa en 1999 por La Vida es Bella, que continuó su celebrada película delante y detrás de las cámaras con una versión en imagen real de Pinocho. Con él como protagonista, claro. No, como Gepeto no, como el niño de madera. Una superproducción gigantesca que se estrelló en todos los frentes y que le convirtió en la mofa constante de público y crítica, que ya le tenían ganas después de robarle el premio a Ian McKellen y Nick Nolte. Hoy en día está todavía considerada una de las peores películas de la historia, y el daño que le hizo a su credibilidad es tal que desde entonces, como si de un avestruz se tratase, apenas ha rodado un par de películas que han pasado sin pena ni gloria.

Sin embargo, los dos mejores ejemplos de ascenso y caída de esta maldición son los de Mira Sorvino y Cuba Gooding Jr., que ahora copan las estanterías de subproductos directos a DVD. Ella llegaba con pedigrí familiar, aunque con pocas películas bajo el brazo. Su prostituta ingenua de Poderosa Afrodita (1996) la aupó a la gloria, y gracias a este inmejorable impulso a su carrera consiguió hacer gemas como… Mimic, Romy y Michele o Asesinos de Reemplazo. Que estas tres películas sean incluso más destacables que el resto de su filmografía posterior habla mucho de la cantidad de mierda que ha llegado a rodar. De hecho, no hay que descartar que se pusiese a llorar de alegría cuando la llamaron para un episodio de House. Respecto a Cuba, hay que reconocerle que después de ganar por Jerry Maguire (1997) todavía hizo Hombres de Honor o Mejor Imposible. El problema es que no puedes esperar tener una carrera decente cuando te metes en cosas como Chill Factor, Ratas a la Carrera o Boat Trip, ni cuando tu gran momento ‘voy a recuperar la gloria del Oscar’ es tan bochornoso como Me Llaman Radio. Así pasa lo que pasa: que acabas en películas de acción patillera rodadas con cámaras digitales de grandes almacenes y compartiendo cartel con Christian Slater o Val Kilmer (pero los de después del año 2000, no los de sus buenos tiempos). ¡Con lo bien que nos caía cuando era joven!
Y así llegamos a la última década, más difícil de valorar por estar más cercana y no tener tantos años para valorar la carrera de los actores ‘malditos’. Por de pronto, podemos comprobar que las trayectorias de Jennifer Connelly (Una Mente Maravillosa, 2002), Kate Winslet (The Reader, 2008), Cate Blanchett (El Aviador, 2005) y Jamie Foxx (Ray, 2005) no han seguido la progresión ascendente que llevaban. Se han detenido o, en algún caso, incluso han ido bajando algún peldaño. Es más de lo que pueden decir Julia Roberts (Erin Brockovich, 2001), Catherine Zeta-Jones (Chicago, 2003) y Reese Witherspoon (En la Cuerda Floja, 2006), que todo fue ganar el Oscar y parece que perdieron el favor del público, al menos a las cotas que tenían antes. Sus éxitos son esporádicos, y de ser superestrellas han pasado a ser consideradas algo del pasado. De hecho, Reese parece empeñada últimamente en hacer el ridículo aceptando papeles de mujer explosiva y de belleza incomparable, algo que le pega tan bien como unas zapatillas de felpa a un traje de gala. Tampoco es que a Nicole Kidman (Las Horas, 2003) le haya ido mejor, ya que sus cintas de estudio se han estrellado en taquilla y la mayoría de sus filmes independientes han sido considerados fallidos. Menos mal que tiene Rabbit Hole para consolarse.
Hablar de Adrien Brody es decir inconsistencia total. Nadie discute su Oscar por El Pianista (2003), pero sus elecciones posteriores han sido totalmente esquizofrénicas (un loco en El Bosque, un héroe en King Kong, un torero en Manolete…), y muchas de ellas incluso vergonzosas (Giallo, High School, Predators…). Así ha acabado su carrera, tan perdida como su personaje de Wrecked. En cuanto a Halle Berry (Monster's Ball, 2002), debería estar dando gracias a que se metió en la saga X-Men antes de lograr la estatuilla, porque el Razzie que ganó por Catwoman sabe incluso a poco teniendo en cuenta el agujero negro de inmundicia que es esa ¿película? Y si nos olvidamos de ella por un momento, el resto de sus filmes también han sido bastante mediocres. Más o menos lo que se puede decir de Hilary Swank. Echar un vistazo a su filmografía es deprimente, porque aparte de Boys Don't Cry (2000) y Million Dollar Baby (2005), sus dos Oscars, el resto no vale ni para cromos. Camino de eso lleva Jennifer Hudson, que después de Dreamgirls (2007) ha perdido un montón de kilos, pero cuya trayectoria es cada vez más insulsa y esporádica. Y la palma posiblemente se la lleve Mo'Nique, que tras ganar por Precious (2010) se centró en presentar un talk show que al poco fue cancelado, y que no ha rodado nada desde su premio. Si este artículo lo escribiésemos dentro de 10 años, seguro que venía su foto.
La maldición femenina más clara es la de Renée Zellweger. Su personalidad pizpireta y tierna se fue transformando cada vez más en melosa e irritante conforme se acercaba al Oscar, que logró finalmente por Cold Mountain (2004), más o menos por la misma época en la que su cara dejó de estar agradablemente rolliza para ser un saco de bótox a punto de estallar. Todos estos factores sin duda contribuyeron a que la tirria que ya se estaba formando entre el público en general, y entre la crítica y los cinéfilos en particular, eclosionase en un abierto rechazo a todo lo que toca. Sus películas posteriores se cuentan por fracasos de mayor o menor envergadura, y algunas incluso han recibido estrenos anecdóticos como si el estudio se estuviese intentando deshacer de un fardo molesto (de hecho, es lo que intentan hacer).

En el lado masculino destacan Tim Robbins y Forest Whitaker. El primero ganó por Mystic River (2004), y lo siguiente que hizo es el personaje más criticado y ridiculizado de La Guerra de los Mundos. Ese ha sido el punto más destacado de su carrera posterior, ya que la mitad de sus filmes ni siquiera han llegado a una sala de cine, y la otra mitad han pasado con más pena que gloria. Para un actor tan querido que finalmente alcanzaba el premio que tantas veces habían pedido para él los cinéfilos, caer en la mediocridad más absoluta es casi como tirar la toalla. ¿De verdad que nadie ha querido darle otro papel decente? Respecto a Whitaker, hay que admitir que antes de El Último Rey de Escocia (2007) hizo mucha morralla. Pero es normal. Estamos hablando de un actor de físico muy peculiar que ha tenido que hacer, como todos los secundarios e lujo, lo que buenamente le caía en el regazo para vivir. Uno pensaría que la estatuilla supondría una diferencia para él, como la que supuso para Philip Seymour Hoffman en su día. Y casi que así ha sido. Porque su trayectoria post-Oscar ha sido distinta de la de antes. Ha sido, con mucha diferencia, PEOR. Es el nuevo Cuba Gooding Jr., el nuevo jefe supremo de las estanterías de DVD, con la diferencia de que ni siquiera protagoniza sus propias películas malas, sigue siendo un secundario. Además, las pocas cintas que ha logrado estrenar en cines son totalmente olvidables. Con decir que su momento más destacado ha sido el spin off de Mentes Criminales que no duró ni una temporada…
Hasta aquí los actores malditos a fecha de 2013. Pero no os confundáis: la maldición se extiende a todas las áreas del cine. Véase si no el caso de Michael Cimino, el director que llegó a lo más alto con El Cazador, considerado una de las nuevas voces del cine estadounidense de finales de los 70. Apenas un año después de ganar la estatuilla, rodó La Puerta del Cielo, considerada como el mayor fracaso artístico y económico de la historia del cine. ¿Se redimió de alguna forma? El Siciliano, 37 Horas Desesperadas y Sunchaser dicen que no. Lleva casi dos décadas sin rodar, en parte porque nadie quiere tocarle ni con una vara de quince metros, y ahora mismo está concentrado en escribir y en operarse de cirugía estética hasta parecerse a Yoko Ono.
¿Solo Cimino? No, el italoamericano está en buena compañía: John Schlesinger, William Friedkin, John G. Avildsen, George Roy Hill, Franklin J. Schaffner, hasta cierto punto Francis Ford Coppola, e incluso Kevin Costner, cuya caída en desgracia no solo fue como director, sino también como actor. Cosas de la diversificación: cuando el señor Oscar te echa mal de ojo, la espada que le tapa el rabo te atraviesa de punta a punta de tus profesiones. Y da gracias a que solo es la espada lo que te atraviesa.
Excepto cuando es todo lo contrario, y quien lo gana acaba por los suelos mendigando un trabajo, haciendo el ridículo o cayendo en una espiral imparable de sueños rotos y trabajos alimenticios. Porque algunos Oscars serán llaves patatín patatán, pero otros están malditos.

La supuesta maldición de los Oscar, que afecta principalmente a los actores, se remonta a los comienzos de estos galardones. Viajemos 83 años atrás en el tiempo, hasta la segunda edición, en 1930. Ese año, Warner Baxter ganó el Oscar a mejor actor y Mary Pickford hizo lo propio con el de mejor actriz. Por poco que uno conozca la historia del cine le sonará el nombre de ella, ya que fue una de las actrices más famosas del cine mudo. Si hoy en día venden Sandra Bullock, Angelina Jolie y Kristen Stewart, entre las tres no logran ni llegarle a las rodillas a lo que fue la Pickford en aquella época. Con su estatuilla por Coqueta, su primera cinta sonora, la recién formada Academia de Cine norteamericana (de la que ella fue uno de los miembros fundadores) le abría los brazos para recibirla en el nuevo paradigma del medio. Ella fue la más grande sin necesidad de palabras, y ahora podía dejar sin palabras hasta a los más grandes. Pero no pudo ser. En el tumulto causado entre los estudios por el cambio al cine sonoro, la Pickford se hizo mayor. Tenía 38 años cuando ganó el Oscar, y en lugar de acompañar a su estrella favorita en su progresión hacia papeles más adultos y maduros, el público la abandonó. Desagradecidos como son a veces los espectadores, solo querían ver más de la ingenua, la joven dinamita, la heroína pizpireta, y ella ya no podía darles eso. Después de ganar el Oscar, solo rodó tres películas más: Forever Yours (que nunca llegó a estrenarse, ya que la Pickford ordenó destruir todos los negativos), Kiki y Secretos. Sus fracasos provocaron que se retirara del cine en 1933, cuando apenas había cumplido 41 años.
Un caso puntual, dijeron. Una tragedia atribuible a la crisis del sonoro que tantas estrellas mudas mutiló, escribieron. Ella no era para tanto y la gente se dio cuenta, diría algún espabilado. El caso es que nadie pensaba que el Oscar tuviese algo que ver. Una mera casualidad.

Y entonces, Luise Rainer hizo historia. Se convirtió en la primera mujer en ganar dos Oscars, en el primer intérprete en ganar más de un premio y, además, en la primera persona en ganar dos estatuillas de forma consecutiva: en 1937 lo hizo por El Gran Ziegfeld y en la edición siguiente por La Buena Tierra. Por entonces solo había rodado tres películas en su Alemania natal y una más, aparte de las dos premiadas, en Hollywood: Escapade. ¿Qué podían hacer dos premios de la Academia por ella sino lanzarla a lo más alto del firmamento de Hollywood? Una cosa así te debería convertir en la favorita del público de la noche a la mañana. Y así, con El Gran Vals (1938) logró un gran éxito. Pero la maldición volvió a atacar, y las otras cuatro películas que rodó entre 1937 y 1938 (Los Candelabros del Zar, Big City, The Toy Wife y Dramatic School) se estrellaron con la crítica y el público de forma estrepitosa. Tanto fue así que Louis B. Mayer, dueño del estudio MGM con quien tenía contrato, se propuso como meta personal destruir su carrera impidiéndole el acceso a buenos papeles. También influía que Rainer le caía a Mayer como una verruga en la planta del pie, porque fue una de las primeras actrices que plantó cara a los estudios para intentar mejorar sus condiciones laborales. Ente una cosa y otra, a la artista alemana no se la volvió a ver hasta 1943, cuando rodó la cinta bélica Hostages para la Paramount. Fue una especie de estertor de su carrera, porque inmediatamente abandonó el cine. En los 50 se la pudo ver esporádicamente en series de televisión y en teatro, rodó otra película en Alemania, y ya en 1997 volvió puntualmente de su retiro para hacer un pequeño papel en The Gambler. Y ya está. La maldición se volvió cruel, aunque teniendo en cuenta la feliz vida que ha tenido alejada del candelero, y que a sus 103 años sigue viva cuando sus coetáneas más famosas hace tiempo que son polvo, es posible que ella la considere una bendición.

La enemiga de Mary Astor fue ella misma. Tras una carrera exitosa en el cine mudo que logró trasladar al sonoro con gran dificultad, tras un periodo hospitalizada por una crisis de estrés, y tras sobrevivir a un escándalo en el que durante su divorcio se hizo pública su extensa vida sexual, le llegó el Oscar en 1942 por La Gran Mentira. Su carrera en esos momentos estaba más centrada en papeles de reparto y coprotagonistas en repartos extensos, y el premio le ofrecía la oportunidad de regresar con más fuerza que nunca a la primera línea de las estrellas. Pero ella declinó. No se veía psicológicamente preparada para poner sobre sus hombros la responsabilidad de toda una película, así que rechazó papeles de peso y se conformó con roles secundarios. Su carrera acabó en la pequeña pantalla apenas diez años después.

En el año 1944 hubo doblete. Secundario habitual en cintas importantes y protagonista en películas de serie B, Paul Lukas le robó el Oscar al mismísimo Humphrey Bogart (Casablanca) con su papel en Alerta en el Rhin. Tal desfachatez le debió de pasar factura, porque a raíz de ello sus papeles se fueron haciendo más pequeños o sus películas más lejanas en el abecedario, hasta que acabó, como muchos, en televisión. Fue también el primero de los ‘malditos’ en romper de alguna manera el mal de ojo, ya que en los 60 vivió una breve resurrección artística. El húngaro no fue el único extranjero en conseguir una estatuilla ese año, ya que la griega Katina Paxinou se hizo con el Oscar a mejor secundaria por la adaptación de ¿Por Quién Doblan las Campanas? Dama del teatro en su país, fue su primera película y su mayor éxito. Su edad (tenía ya 43 años) y sus rasgos raciales la encasillaron en papeles de ‘madre de’ o en roles anecdóticos antes de que pudiera rentabilizar su premio en algún sentido. Curiosamente, ambos formaron parte del reparto de la anteriormente mencionada Hostages junto a Luise Rainer. Así que algo se les debió de pegar durante ese rodaje.
La historia de James Dunn fue una de esas que, cuando llega la noche de los Oscar y logra el galardón, ilusionan al público. Trabajador incansable durante más de 20 años, había empezado como extra y escalado posiciones hasta rodar más de 40 películas. Su rostro era conocido por comedias familiares, muchas de ellas protagonizadas por Shirley Temple. Incluso había ganado una batalla contra el alcoholismo, por lo que cuando ganó el Oscar como mejor secundario en 1945, por su desgarrador papel de padre bebedor y soñador empedernido en Lazos Humanos, era como si la Academia le diese un premio a su carrera y le animase a seguir por esa senda recién abierta gracias a su lucha previa. Sin embargo, cuando los focos de la gala se apagaron, la dura realidad le golpeó con saña. En Hollywood no se interesaron por él. Siguió malviviendo en papeles menores y películas de serie B cada vez más escasas, y para 1950 estaba sin trabajo, en bancarrota y había vuelto a la bebida. El resto de su carrera fue una lucha por la supervivencia aceptando cualquier cosa que surgiese, encontrando refugio, una vez más, en televisión.
Pasamos por alto al exsoldado Harold Russell, actor no profesional que ganó como mejor secundario en 1947 por Los Mejores Años de Nuestra Vvida y nunca volvió a rodar otra película (cosa entendible, ya que hay pocos papeles posibles para personas que perdieron ambas manos en la guerra), y llegamos a 1950. ¿Recordáis a Warner Baxter, que ganó el mismo año que Mary Pickford? Pues por esta época, él que en los años 30 había sido el actor mejor pagado de la Meca del Cine, un Tom Cruise en toda regla, se había quedado en algo estilo Christian Slater. Los únicos trabajos que le daban eran series de poca enjundia, lo que viene a demostrar que a veces la maldición llega con retraso pero con intereses.

El caso es que en 1950, Olivia de Havilland ganó su segundo Oscar por La Heredera, algo que no solo debió de fastidiar bastante a su hermana/enemiga Joan Fontaine, sino que debería de haberla catapultado a un nivel estratosférico de estrellato. ¿Olivia? La actriz del momento, la más grande, la que todas quieren ser y todos quieren amar. A sus 34 años, ¿qué podía ir mal? Quién sabe si fue por el cansancio acumulado tras su prolífica y variada carrera, o porque ya no la motivaba la interpretación como antes, Olivia se dejó ver de forma bastante esporádica a partir de entonces. En los siguientes cinco años solo rodó un filme (Mi Prima Raquel), y de la docena escasa de películas que hizo en los siguientes 25 años, apenas se recuerdan hoy en día una o dos. Sus papeles memorables habían quedado atrás, y muchas de las películas que protagonizó en esta época fueron fracasos de crítica y/o taquilla. Una caída desde lo más alto en toda regla. O quizás estaba dándole a su hermana la oportunidad de cazarla.
El año siguiente fue el de Judy Holliday. Tras un papel pequeño pero agradecido en La Costilla de Adán, la rubia especializada en jóvenes ingenuas y aparentemente tontas, pero con más inteligencia de la que aparentan, encontró su vehículo perfecto en Nacida Ayer. La Academia estuvo de acuerdo, y de la noche a la mañana nació una estrella… fugaz. Intentando compaginar el teatro con el cine, acabó por trabajar en solo media docena de películas y otras tantas obras hasta 1963, cuando se retiró de la profesión. Aunque sus filmes funcionaron más o menos bien, ninguno logró replicar el éxito que la había lanzado, y hoy en día solo los recuerdan los más completistas. Esta aparente dificultad para encontrar nuevos vehículos tuvo mucho que ver con las sospechas lanzadas sobre ella por la loca cruzada anticomunista del senador MacCarthy, en la que ella fue acusada de ‘roja’, aunque finalmente fuera absuelta. Conforme se acercaban los 60, los problemas de salud que en 1965 le robarían la vida fueron los que se interpusieron en su progresión. Por unas o por otras, nunca llegó a eclosionar del todo.

Por su parte, la bella Donna Reed ha pasado a la historia por su papel de esposa de James Stewart en el mencionado clásico navideño, pero también como la prostituta de buen corazón en De Aquí a la Eternidad. Este último rol le dio el Oscar en 1954, pero prácticamente marcó el final de su etapa más gloriosa en la gran pantalla. La actriz, que por entonces acababa de cumplir 33, no obtuvo a partir de entonces más que papeles de reparto y algún protagonista tan vergonzoso como el de Horizontes Azules, que incluso en su día fue motivo de mofa por pintarrajear a una actriz blanca de ojos azules para hacerla pasar por india americana. En 1958, solo cuatro años después de ganar el premio, la artista dijo basta y se montó su propia sitcom televisiva, que duró en antena ocho años. Poco más hizo tras ello, ya que se retiró durante una década y cuando volvió no se enteró nadie. Pero más cruel fue la forma de terminar su carrera: cuando Barbara Bel Geddes se fue del culebrón Dallas, Reed se hizo con su personaje de Ellie Ewing. Por si ser sustituta de una actriz de menor talla no fuese suficiente, al año siguiente Bel Geddes accedió a volver a la serie y los productores no tuvieron contemplaciones en despedir a Reed.

Un cambio de look supuso un cambio de vida para Dorothy Malone: como morena solo conseguía papelitos menores, como rubia le llegó un caramelito con forma de Oscar en Escrito Sobre el Viento, en 1957. A diferencia de algunas ‘malditas’, sus siguientes películas no fueron un desastre. De hecho, durante un par de años se mantuvo con papeles interesantes en cintas aceptadas por crítica y público, si bien ninguna de ellas ha pasado a la posteridad. Pero la racha no le duró más, y su falta de carisma como actriz principal la condujo a la tele en 1961, de donde ya solo salió esporádicamente. Hasta su papel más señalado en este medio, en el culebrón Peyton Place, solo llegó a ser un secundario con poca chicha, lo que la hizo quejarse públicamente… y ser despedida por ello. Curiosamente, en los 80 rechazó ser la sustituta de Barbara Bel Geddes en Dallas, así que su orgullo al menos no sufrió tanto como el de Donna Reed.
Con solo una película a sus espaldas, la cantante Miyoshi Umeki ostenta todavía hoy el honor de ser la única actriz asiática en haber ganado un Oscar, en 1958 por Sayonara. Su carrera fue obviamente fugaz: Hollywood no sabe ahora qué hacer con los actores orientales, cuando menos en aquellos años. Su trayectoria en cine fue tan fugaz que solo rodó cuatro películas más, casi todas como secundaria. Después se pasó a la televisión y, tras varios papeles esporádicos (uno de ellos, en la serie de Donna Reed), logró un papel fijo durante tres temporadas en The Courtship of Eddie's Father (1969-1972). Uno podría pensar que no le interesaba mucho esta profesión y que prefería centrarse en su carrera musical, pero en realidad su último disco lo grabó en 1959, así que se puede decir que el Oscar acabó con ella no en uno, sino en varios frentes. Es posible que las guerras de Vietnam y Corea la ayudasen bien poco a vencer la maldición.

A la quinta fue la vencida para Susan Hayward, que ganó como mejor actriz en 1959 por Quiero Vivir. A punto de cumplir 42 años, la estatuilla suponía el reconocimiento que merecía una de las actrices con más talento y más trabajadoras de los 40 y los 50. Sin embargo, en la Meca del Cine nunca han tenido ningún aprecio por las mujeres maduras. Cuando alcanzan la ‘mágica’ cifra, la máquina de sueños se convierte en una trituradora inclemente que deja de lado hasta a las diosas de su particular Olimpo. Por ello, los años 60 fueron duros para Hayward, cuando gracias al galardón deberían de haber sido los más vivos y luminosos. Solo diez películas cayeron en su regazo, y de ellas solo Mujeres en Venecia estuvo a la altura. Pese a ello, la actriz nunca atribuyó a la maldición su caída. Prueba de ello es que su última aparición pública, muy enferma por un tumor cerebral terminal, fue en la gala de los Oscar de 1974, en la que Charlton Heston tuvo que ayudarla para que pudiese presentar el premio de mejor actriz.
En 1962 se produjo un combo maldito. West Side Story triunfó, y con ella sus dos actores secundarios, Rita Moreno y George Chakiris. Dejemos que sea la propia actriz la que hable de su experiencia, en una reciente entrevista con The Miami Herald: “No volví a hacer una película hasta siete años después de ganar el Oscar. Antes de WSS siempre me ofrecían los típicos papeles de latina. Las Conchitas y Lolitas en las cintas de oeste. Siempre estaba descalza. Era material humillante, vergonzoso, pero lo hacía porque no había nada más. Tras WSS, era lo mismo: muchas historias de bandas”. Una perfecta definición de por qué su carrera en cine ha sido esporádica y anecdótica, y de por qué sus mejores papeles le llegaron en televisión cuando ya había cumplido los 50 y el mundo había cambiado (un poco) para las minorías. De hecho, si se convirtió a finales de los 70 en la primera persona en ganar Oscar, Tony, Grammy y Emmy fue gracias a este rechazo a bajarse los pantalones en Hollywood, que le obligó a diversificar su carrera en direcciones improbables, como hacer un programa para niños (The Electric Company) o rascar secundarios en Broadway (The Ritz). A su manera, pero logró vencer la maldición.
Chakiris no ha tenido tanta suerte, o quizá le ha faltado talento para ello. El amor mostrado por la Academia hacia su película no se tradujo en mejores papeles para él, y durante los siguientes años se vio abocado a una serie de mediocridades que han quedado en el olvido. Para encontrar el único filme destacable de su filmografía posterior hay que viajar a Francia, donde rodó Las Señoritas de Rochefort. La maldición se cebó tanto en él que en los 70 no solo acabó en televisión, sino que ni siquiera logró ningún papel estable, limitándose a apariciones estelares en episodios de series tan ‘prestigiosas’ como La Mujer Maravilla o Santa Barbara.

En comparación con esta muñeca rota, lo de Patricia Neal casi paree normal. Tras una década de papeles destacados, pero que nunca llegaban a auparla al estrellato, la actriz logró su Oscar por El Más Salvaje Entre Mil en 1964. Aunque le pilló ya con 38 años, aún podía ser el inicio de una fructífera trayectoria que dejase huella en la historia. Sin embargo, en 1965 sufrió tres aneurismas cerebrales durante el embarazo que la dejaron tres semanas en coma y con la salud delicada durante años. Debido a ello, sus apariciones se volvieron muy esporádicas, e incluso tuvo que rechazar el papel de la señora Robinson en El Graduado. Su nominación al Oscar por Una Historia de Tres Extraños, en 1968, se puede atribuir a la alegría provocada por su regreso al panorama actoral. Sin embargo, el resto de su carrera se vio relegada a papeles cada vez más anecdóticos y menos remarcables en televisión. Parece que eso de abrazar a los caídos para darles apoyo solo se hace de cara a la galería. La mentira del séptimo arte, en forma de hipocresía cínica.
Lo de Lila Kedrova fue el típico caso de estrella fugaz de una sola película. Antes de interpretar a la excéntrica Madame Hortense en Zorba el Griego, su carrera se limitaba a papeles muy secundarios en películas europeas de poco calado. Tras ganar el Oscar a mejor secundaria en 1965 por este rol, lo único que sacó en claro es un personaje breve en Cortina Rasgada, un filme menor de Hitchcock. Apenas dos años después ya había vuelto a Europa y a los papeles sin enjundia, y solo vio momentáneamente recuperado su lustre veinte años después, con el revival de Zorba en Broadway.

Aunque a estas alturas queda claro que la maldición afecta principalmente a las mujeres, en 1969 le tocó a un hombre, ya que Cliff Robertson ganó por su papel de discapacitado intelectual en Charly. Tenía ya 46 años y su carrera nunca había despegado del todo, con lo que el premio le venía como anillo al dedo para obtener réditos en su madurez. Eso es lo que le debió de pasar por la cabeza, pero no le pasó a nadie más. De hecho, hay que irse hasta 1975 para encontrar la siguiente cinta destacada de su filmografía, Los Tres Días del Cóndor, en la que ocupaba un segundo plano frente a Robert Redford y Faye Dunaway (a quien pronto le llegará el turno). Que en la vejez obtuviese casi la misma popularidad que en su mejor momento por su breve intervención como tío Ben del Spider-Man de Sam Raimi dice mucho de los derroteros que tomó su trayectoria.
Para que no parezca que discrimina por edad, la maldición se cebó en Tatum O'Neal, la niña de 10 años que encandiló a Hollywood en 1974 con Luna de Papel, convirtiéndose en la persona más joven en ganar un Oscar (como mejor secundaria, aunque fuese la protagonista). ¡Qué bonita pareja formaba con su padre Ryan! Sí, el mismo que, celoso de que la cría acaparase todas las miradas y premios, ni siquiera acudió a la ceremonia con ella para verle alzar la estatuilla. La tensa relación con él empeoró a raíz de este premio, lo que convirtió su infancia y su adolescencia en un infierno que la abocó a las drogas (a los 12 años comenzó con la heroína gracias al camello que le pasaba el material a su padre, según cuenta) y a casarse con John McEnroe. A día de hoy se ha curado de lo segundo, pero lo primero sigue siendo un auténtico calvario: hace un par de años la arrestaron con una bolsa de crack y otra de cocaína. ¿Y su carrera? Hizo algunas películas más de niña que no obtuvieron ni de lejos el mismo éxito, pero sus abismos personales fueron más fuertes que ella y la alejaron de cualquier actividad productiva antes de que cumpliese la mayoría de edad.

Liza Minnelli también es ‘hija de’, en concreto de Judy Garland y Vincente Minnelli. Tal pedigrí le granjeó en 1973 (un año antes que Tatum) el Oscar a mejor actriz por Cabaret en el que era solo su tercer papel de importancia. Por entonces ya era una cantante conocida, y al parecer el ganar la estatuilla le despojó de todo interés por el mundo de la interpretación, a juzgar por sus esporádicas apariciones en la gran pantalla desde entonces. De hecho, sus dos películas más destacadas post-Cabaret son New York, New York, descomunal fracaso crítico y financiero de Martin Scorsese (1977); y la comedia Arthur, el Soltero de Oro (1981). En los últimos 25 años solo ha rodado cinco filmes, la mayoría en pequeños papeles, y por tres de ellos ha sido nominada al Razzie.
Llegamos a otro año infausto para las mujeres, 1976. Aunque su carrera había sido bastante olvidable hasta esa fecha, pocos dudaron en darle el Oscar a Louise Fletcher por su maquiavélica enfermera Ratched de Alguien Voló Sobre el Nido del Cuco. De lo que no debió de darse cuenta la actriz en ese momento, ocupada como estaba en saborear el dulce éxito que posiblemente ya había perdido la esperanza de conseguir, es de la enorme sombra que proyectaría esta villana sobre su futuro. La mayoría de sus papeles posteriores beben de alguna forma de su icónico rol, dado que el público (o más bien los ejecutivos de Hollywood) parecía incapaz de separar a la actriz del personaje. Como resultado, nunca ha llegado a demostrar nada más como intérprete de lo que hizo en la cinta de Milos Forman. Sencillamente, no la han dejado.
Ese mismo año también ganó como secundaria Lee Grant por Shampoo. Era un reconocimiento a una vida muy peculiar: nominada por su primera película (Brigada 21), poco después entró en la lista negra de Hollywood al negarse a testificar contra su marido ante el comité macarthiano. Pese a estar repudiada durante 12 años, logró mantenerse activa en televisión y poco a poco fue regresando al cine. Los 50 años que tenía cuando ganó la estatuilla no fueron obstáculo para que, gracias al impulso adquirido, al año siguiente fuese nominada de nuevo por El Viaje de los Malditos. Sin embargo, ese fue prácticamente el último filme con algo de aceptación crítica o popular que rodó, y en lugar de convertirse en una secundaria madura de referencia para Hollywood, se hundió en el gueto de la serie B.

Algo se podría decir también de Jon Voight, ganador en 1979 por El Regreso. Porque sí, ha hecho sus películas buenas e incluso ha estado nominado dos veces más. Pero mirando su filmografía, que a principios de los 90 se vio relegada a la tele y que luego resucitó con papeles tan ‘celebrados’ como Anaconda, Tomb Raider, Zoolander o La Búsqueda, habría que plantearse si la maldición no le ha tocado al menos de refilón. Claro que si ponemos su carrera de viejo como ejemplo, también habría que mencionar a Christopher Walken, que ganó ese mismo año por El Cazador y ha acabado en películas de Jack Black, Adam Sandler o Brendan Fraser, entre otros ‘grandes intérpretes’ del cine americano.

Con esto entramos en territorio más familiar: los 80. Fue una década llena de ganadores peculiares, como Linda Hunt (El Año que Vivimos Peligrosamente, 1983), cuyo físico inconfundible ha provocado que se tenga que conformar con papeles menores en donde la mayoría de las veces es el objeto de las bromas. Tenemos también a la única actriz sorda en ganar un Oscar, Marlee Matlin (Hijos de un Dios menor, 1987), que además es la más joven en vencer en la categoría de mejor actriz. Pero claro, Hollywood no suele hacer obras sociales con discapacitados, y donde nosotros podemos ver una mujer bellísima y una intérprete capaz, los ejecutivos (y, por qué no señalarles con el dedo, también buena parte del público) solo se fijan en que su forma de hablar es extraña debido a su falta de audición, así que papeles de enjundia le han llegado poquitos. Otro actor con historia curiosa es Haing S. Ngor, que básicamente se interpretó a sí mismo en Los Gritos del Silencio (1985), su primera película y la única realmente importante que llegó a hacer. Su carrera posterior es prolífica para tratarse de un actor no profesional, aunque nunca llegó a tener ningún rol importante ni a participar en ninguna cinta que mereciese la pena ver. Su final fue tan trágico como su vida: asesinado de un disparo en la puerta de su casa al resistirse a un intento de robo (según la Policía, le querían quitar un reloj de oro que llevaba la foto de su difunta esposa). Posteriormente, su herencia fue motivo de disputas entre familiares, amigos, conocidos y gente aprovechada que aseguraba estar relacionada de alguna forma con él. Una mala forma de irse, desde luego.

Mención aparte merece Cher, cuya extensa carrera como cantante se trasladó en los 80 al cine. Durante esta década hizo una serie de películas destacadas que la llevaron a convertirse también en una estrella del séptimo arte con magníficas críticas para su vertiente seria, y que culminaron con su Oscar por Hechizo de Luna en 1988. Se ve que lo que se había puesto como objetivo de su carrera actoral era ganar este premio, porque una vez conseguido, sus apariciones en la gran pantalla han sido esporádicas. Y no porque haya sido más selectiva con sus papeles, porque Burlesque o Sirenas no aparecen en ninguna lista de lo mejor de sus respectivos años (si acaso, entre lo peor). Sencillamente, perdió todo interés. O quizá es que se dio cuenta de que cuantas más operaciones se hacía, menos podía mover los músculos de la cara.

En los años 90, la maldición actuó con especial saña. Véase el año 1998, en el que tres de los cuatro actores premiados la sufrieron en sus carnes. Por ejemplo, Kim Basinger (L.A. Confidential) era una estrella con todas las de la ley cuando ganó, y aunque ya entraba en su madurez, ese papel y ese premio deberían haberle servido para abrir una nueva puerta en su carrera. En lugar de eso, se ha visto relegada a roles secundarios y de poca entidad dramática, o a películas de serie B. En el caso de Robin Williams (El Indomable Will Hunting), lo que en los 80 y los 90 fue una sabia combinación de comedias populares y adoradas, junto a papeles dramáticos con carisma en cintas memorables, se convirtió progresivamente tras el Oscar en una vergüenza tras otra. Véanse subproductos como Hasta que el Cura nos Separe, Voces en la Noche o ¡Vaya Vacaciones!, que uno no le pondría ni a su peor enemigo. Mención especial merece Helen Hunt, que logró eclosionar en pantalla grande con Mejor Imposible tras triunfar en la pequeña con la sitcom Loco por Ti. Se ve que algunos no aceptaron bien que una actriz televisiva pudiese llegar a estas cotas casi a las primeras de cambio, porque al poco empezó una importante campaña de desprestigio hacia su persona, casi siempre remarcando que no se merecía ganar (cosa absurda, ya que además de su gran interpretación, sus rivales eran bastante flojas). Sus siguientes películas no funcionaron bien en ningún sentido, lo que alimentó la bola de nieve, y durante la pasada década la hemos visto solo de forma esporádica, quizá porque intentaba volver a ganar la confianza que los medios le robaron.

Por su parte, Anna Paquin sufrió también la maldición en sus infantiles carnes: eso de ganar un premio tan prestigioso siendo solo una niña (El Piano, 1993) le pone en un brete a cualquiera, sobre todo porque papeles bien escritos para menores de edad se pueden contar con los dedos de un muñón. Así que su carrera posterior ha ido dando tumbos sin llegar nunca a cuajar ni a demostrar que el potencial que vieron los académicos era cierto. Con decir que su mejor momento es ahora, con una serie de vampiros llena de sexo y despelotes… En el otro lado del espectro de edad, ni Mercedes Ruehl (El Rey Pescador, 1992) ni Brenda Fricker (Mi Pie Izquierdo, 1990) han rodado absolutamente nada que merezca la pena destacar tras ganar el Oscar. Uno pensaría que, cuando menos, podían aprovechar este crédito para conseguir papeles secundarios jugosos con los que progresar en su carrera. Fricker podría haber sido una Judi Dench en toda regla, y Ruehl podría haber cogido la senda de Catherine Keener. Sin embargo, sus filmografías son páramos de inocuidad.

Al menos Jack Palance (Cowboys de Ciudad, 1992) tiene la excusa de que le pilló muy mayor y habiendo ya dejado para la posteridad algunas interpretaciones míticas. Así que todavía se le puede perdonar que la siguiente cinta que rodase tras ganar la estatuilla fuese Cyborg 2, y lo que le quedaba de carrera solo estuviese un ligero peldaño por encima de esa ‘cumbre’. Lo que sí le podemos echar en cara al hombre de la cara aplastada es el haber echado la maldición sobre los hombros indefensos de Marisa Tomei. La historia la conocemos todos: Jack estaba borracho y leyó el nombre de Marisa por Mi Primo Vinny (1993) por casualidad; o resulta que, como era la única americana nominada, decidió decir su nombre en lugar del de Judy Davis; o tenía problemas de memoria y/o de vista, y solo se acordaba del último nombre que había leído. En cualquier caso, la estatuilla de la Tomei fue un fraude. Seguro. Y ese estigma totalmente falso e inmerecido le ha perseguido a lo largo de toda su carrera. Los ejecutivos de Hollywood no quisieron pringarse con el rumor y solo le dieron papelitos menores donde ni podía demostrar su talento ni podía convertirse en la estrella que su belleza merecía. Y mira que la pobre Marisa se ha esforzado mucho por buscar algún papel que le librase de este rumor, lo que le ha llevado a estar nominada dos veces más, pero entre cada uno de estos papeles hay montones de basura alimenticia y hasta bochornosa que ha tenido que tragarse porque nadie, aún hoy, parece querer darle un papel protagonista decente. ¡Maldito seas, Jack!
Por muy mal que lo haya pasado, al menos puede decir que no ha hecho el ridículo como Roberto Benigni, ganador por sorpresa en 1999 por La Vida es Bella, que continuó su celebrada película delante y detrás de las cámaras con una versión en imagen real de Pinocho. Con él como protagonista, claro. No, como Gepeto no, como el niño de madera. Una superproducción gigantesca que se estrelló en todos los frentes y que le convirtió en la mofa constante de público y crítica, que ya le tenían ganas después de robarle el premio a Ian McKellen y Nick Nolte. Hoy en día está todavía considerada una de las peores películas de la historia, y el daño que le hizo a su credibilidad es tal que desde entonces, como si de un avestruz se tratase, apenas ha rodado un par de películas que han pasado sin pena ni gloria.

Sin embargo, los dos mejores ejemplos de ascenso y caída de esta maldición son los de Mira Sorvino y Cuba Gooding Jr., que ahora copan las estanterías de subproductos directos a DVD. Ella llegaba con pedigrí familiar, aunque con pocas películas bajo el brazo. Su prostituta ingenua de Poderosa Afrodita (1996) la aupó a la gloria, y gracias a este inmejorable impulso a su carrera consiguió hacer gemas como… Mimic, Romy y Michele o Asesinos de Reemplazo. Que estas tres películas sean incluso más destacables que el resto de su filmografía posterior habla mucho de la cantidad de mierda que ha llegado a rodar. De hecho, no hay que descartar que se pusiese a llorar de alegría cuando la llamaron para un episodio de House. Respecto a Cuba, hay que reconocerle que después de ganar por Jerry Maguire (1997) todavía hizo Hombres de Honor o Mejor Imposible. El problema es que no puedes esperar tener una carrera decente cuando te metes en cosas como Chill Factor, Ratas a la Carrera o Boat Trip, ni cuando tu gran momento ‘voy a recuperar la gloria del Oscar’ es tan bochornoso como Me Llaman Radio. Así pasa lo que pasa: que acabas en películas de acción patillera rodadas con cámaras digitales de grandes almacenes y compartiendo cartel con Christian Slater o Val Kilmer (pero los de después del año 2000, no los de sus buenos tiempos). ¡Con lo bien que nos caía cuando era joven!
Y así llegamos a la última década, más difícil de valorar por estar más cercana y no tener tantos años para valorar la carrera de los actores ‘malditos’. Por de pronto, podemos comprobar que las trayectorias de Jennifer Connelly (Una Mente Maravillosa, 2002), Kate Winslet (The Reader, 2008), Cate Blanchett (El Aviador, 2005) y Jamie Foxx (Ray, 2005) no han seguido la progresión ascendente que llevaban. Se han detenido o, en algún caso, incluso han ido bajando algún peldaño. Es más de lo que pueden decir Julia Roberts (Erin Brockovich, 2001), Catherine Zeta-Jones (Chicago, 2003) y Reese Witherspoon (En la Cuerda Floja, 2006), que todo fue ganar el Oscar y parece que perdieron el favor del público, al menos a las cotas que tenían antes. Sus éxitos son esporádicos, y de ser superestrellas han pasado a ser consideradas algo del pasado. De hecho, Reese parece empeñada últimamente en hacer el ridículo aceptando papeles de mujer explosiva y de belleza incomparable, algo que le pega tan bien como unas zapatillas de felpa a un traje de gala. Tampoco es que a Nicole Kidman (Las Horas, 2003) le haya ido mejor, ya que sus cintas de estudio se han estrellado en taquilla y la mayoría de sus filmes independientes han sido considerados fallidos. Menos mal que tiene Rabbit Hole para consolarse.

La maldición femenina más clara es la de Renée Zellweger. Su personalidad pizpireta y tierna se fue transformando cada vez más en melosa e irritante conforme se acercaba al Oscar, que logró finalmente por Cold Mountain (2004), más o menos por la misma época en la que su cara dejó de estar agradablemente rolliza para ser un saco de bótox a punto de estallar. Todos estos factores sin duda contribuyeron a que la tirria que ya se estaba formando entre el público en general, y entre la crítica y los cinéfilos en particular, eclosionase en un abierto rechazo a todo lo que toca. Sus películas posteriores se cuentan por fracasos de mayor o menor envergadura, y algunas incluso han recibido estrenos anecdóticos como si el estudio se estuviese intentando deshacer de un fardo molesto (de hecho, es lo que intentan hacer).

En el lado masculino destacan Tim Robbins y Forest Whitaker. El primero ganó por Mystic River (2004), y lo siguiente que hizo es el personaje más criticado y ridiculizado de La Guerra de los Mundos. Ese ha sido el punto más destacado de su carrera posterior, ya que la mitad de sus filmes ni siquiera han llegado a una sala de cine, y la otra mitad han pasado con más pena que gloria. Para un actor tan querido que finalmente alcanzaba el premio que tantas veces habían pedido para él los cinéfilos, caer en la mediocridad más absoluta es casi como tirar la toalla. ¿De verdad que nadie ha querido darle otro papel decente? Respecto a Whitaker, hay que admitir que antes de El Último Rey de Escocia (2007) hizo mucha morralla. Pero es normal. Estamos hablando de un actor de físico muy peculiar que ha tenido que hacer, como todos los secundarios e lujo, lo que buenamente le caía en el regazo para vivir. Uno pensaría que la estatuilla supondría una diferencia para él, como la que supuso para Philip Seymour Hoffman en su día. Y casi que así ha sido. Porque su trayectoria post-Oscar ha sido distinta de la de antes. Ha sido, con mucha diferencia, PEOR. Es el nuevo Cuba Gooding Jr., el nuevo jefe supremo de las estanterías de DVD, con la diferencia de que ni siquiera protagoniza sus propias películas malas, sigue siendo un secundario. Además, las pocas cintas que ha logrado estrenar en cines son totalmente olvidables. Con decir que su momento más destacado ha sido el spin off de Mentes Criminales que no duró ni una temporada…

¿Solo Cimino? No, el italoamericano está en buena compañía: John Schlesinger, William Friedkin, John G. Avildsen, George Roy Hill, Franklin J. Schaffner, hasta cierto punto Francis Ford Coppola, e incluso Kevin Costner, cuya caída en desgracia no solo fue como director, sino también como actor. Cosas de la diversificación: cuando el señor Oscar te echa mal de ojo, la espada que le tapa el rabo te atraviesa de punta a punta de tus profesiones. Y da gracias a que solo es la espada lo que te atraviesa.