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Diario de Sitges 2018 (VII): Pesimismo y catarsis

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En el anterior texto estuve tan centrado en hablar de las inclemencias del tiempo otoñal en el paraíso terrenal, que no tuve espacio para comentaros que en general fue una mierda de jornada. Resulta que a mitad de una de las películas me dí cuenta de que no tenía las llaves del apartamento en el bolsillo. Ni en ese ni en ningún otro. Ni en la mochila. Ni en los distintos sitios donde me había sentado en el Auditori. Ni en el lugar donde me bajé del taxi. Ni en los sitios donde me compré comida (en la plaza del cementerio y en los food trucks). Ni la tenían en la recepción del hotel Meliá ni la sabían encontrar en el servicio de taxi. Total, que toda la tarde estuve con la dichosa llave en la cabeza pensando que, de no ser porque me podían dar copia, esa noche hubiese dormido en la calle. Bajo la lluvia. Helado de frío. Como un gilipollas.



La sesión durante la que me dí cuenta de mi estupidez y/o torpeza (y, por tanto, me impidió entrar en la película) fue la de FUGA (), drama psicológico de la polaca Agnieszka Smoczynska, que hace un par de años se coló entre mis favoritas de Sitges con el musical de sirenas The Lure. Para esta película cambia radicalmente de estética, se olvida del exceso ecléctico de su anterior cinta y propone una composición más elegante y contenida, en muchos momentos arrebatadora dentro de su sencillez, si bien también tiene le imprime un ritmo mucho más plomizo. No renuncia a recursos de estilo que evidencian su autoría (la modificación del punto de vista, los planos secuencia, las escapadas oníricas...), pero esta vez están puestos esta vez al servicio de la historia en lugar de saturarla. Es un film más académico hasta el punto de que podría competir en cualquier festival 'grande', en parte también porque hay poco cine de género en ella.

Como otros films que ya hemos visto en Sitges, se trata de una historia sobre el trauma y los efectos emocionales que tiene la culpa sobre el ser humano, algo que no solo afecta a la persona que lo sufre sino a todos los que le rodean. La 'fuga' del título es tanto física como metafórica, una huida mental en busca de una identidad nueva como forma de ocultarse a uno mismo los pecados del pasado. La progresiva aceptación de los recuerdos, la asimilación de los sentimientos traumáticos, integra un proceso de recuperación de la identidad y de restablecimiento de la salud familiar. Y así sería, culminando en un final feliz y limpio, si se tratase de un drama de Hollywood. Pero la realizadora polaca no es tan amable con sus personajes: su visión es la de que las heridas abiertas siempre dejan cicatrices que no pueden desaparecer, y en algunos casos pueden abrirse de nuevo sin que podamos impedirlo. Vamos, una alegría de película.



Aunque parezca mentira, la fiesta del pesimismo se acentuó con la sueca ANIARA (), film de ciencia ficción sobre una enorme nave colonizadora que sufre un accidente y queda varada a la deriva camino de una galaxia lejana. De esta forma, la historia explora cómo se va transformando y descomponiendo la sociedad de este micromundo, las distintas fases de aceptación de su destino y el nacimiento de nuevas dinámicas inherentes a la situación que viven.

Como aficionado obsesivo a toda clase de scifi, la película resulta apasionante por la cantidad de temas que aborda, tanto científicos como sociales: el papel que juega la esperanza y la motivación hacia un objetivo en el mantenimiento de una sociedad psicológicamente estable; la búsqueda de un sustituto emocional para la falta de sentido existencial, sea a través de un artefacto virtual (tremenda su visión de la sensibilidad de la IA y la carga que supone convertirse en un Atlas que sostiene sobre sus hombros la carga de los pecados del mundo) o mediante la religión autogenerada; el ocio como droga para olvidar la realidad; la desintegración de la cultura cuando no existe posibilidad de crear un legado; y muchos otros aspectos de este viaje que incluye un primer contacto y un salto temporal final que convierte lo que han vivido estas personas en una tragedia épica inconcebible para la mente humana.

La pena es que todo ello está tratado a través de unos personajes cuyos dramas personales nunca llegan a cuajar. Sus historias se desarrollan a trompicones, formando una maquinaria sin engrasar con las temáticas abordadas en cada capítulo, y sin que los actores lleguen a crear un vínculo emocional con el espectador. Tampoco a nivel estilístico tiene nada destacado, así que quien no sea un aficionado al género posiblemente la encuentre mediocre.



Más pesimismo, esta vez más propio de Sundance que de Sitges. No es que a este certamen no lleguen propuestas desde Park City, pero NANCY () tiene una identidad tan delimitada dentro de los productos indies que se muestran en aquella cita cinéfila, y que muchas veces son criticados porque suponen una limitación expresiva a un tipo de cine que debería tener una libertad creativa absoluta, que proyectarla entre cine fantástico y extraño resulta una marcianada.

El film es un drama sobre una mujer mentalmente inestable que cree descubrir que su madre recientemente fallecida la secuestró cuando era una niña, lo que le hace contactar con su posible familia biológica. El grueso de la historia se cimenta sobre la duda de si será o no será esa niña perdida, y en especial sobre los efectos psicológicos que ambas opciones tienen en ella, que lucha contra la soledad y el rechazo de toda una vida, y en sus potenciales padres, que encaran el hallazgo entre la esperanza de reconstruir su vida y el miedo a tener que soportar una nueva pérdida, un nuevo golpe de la vida que les da lo que llevan 30 años buscando solo para arrebatárselo.

Aunque tarda en arrancar, el drama está tratado con tacto, sin trazos gruesos ni excesos lacrimógenos, con una sensación perenne de tristeza, pesimismo, turbación, a lo que contribuye enormemente la magnífica interpretación de Andrea Riseborough, toda una lección sobre lo que la mirada y la expresión corporal pueden hacer para transmitir la esencia de un personaje. Sin embargo, el film nunca acaba de despegar, huye tanto de la catarsis impostada que se olvida de buscar una natural, y al final queda como una historia demasiado pequeña en lo narrativo y emocional.



La alegría tampoco es que abunde en la argentina MUERE, MONSTRUO, MUERE (), una de las películas más descompensadas entre forma y fondo del festival. De hecho, no puedo afirmar si Alejandro Fadel tiene talento o no, porque en algunos aspectos es un genio absoluto pero en otros lo haría mejor una nutria amaestrada. Quizá sea más sencillo atribuir todo lo bueno del film a Julián Apezteguia y Manuel Rebella, directores de fotografía del film, y a todo el equipo de sonido. A lo mejor también al montador, pero como también es uno de los responsables de que el ritmo del film sea plomizo hasta el punto de lo mórbido, dejémosle sin nombrar.

Todo esto viene a colación de que visualmente es una auténtica joya. La composición de planos y el uso de distintos recursos de iluminación es una brutalidad, creando auténticos cuadros cargados de significado en cada plano. La construcción de atmósferas con este recurso y el empleo del sonido logra un ambiente asfixiante, envolvente e hipnótico. Pero todo ello no sirve para nada, porque el sentido narrativo es inexistente. El guion avanza a trompicones, sin explicar nada, sin definir a los personajes, sin fluidez en su intriga. Todo parece escrito al azar, sin coherencia entre sí ni una línea argumentativa que pueda despertar el más mínimo interés. Y como Fadel se detiene en cada plano eternamente hasta detener el ritmo en seco, sin con ello aportar suspense o reflexión, el film acaba por hacerse insufrible. Un desperdicio de un trabajo técnico ejemplar en una especie de metáfora casposa de la toxicidad masculina.



Afotunadamente, una jornada que iba camino de ser olvidable la salvó una cinta de la que no esperaba nada y que incluso durante un tiempo ni siquiera tenía planeado ver, porque no me venía bien para el plan diario. Como las alternativas tampoco me inspiraban confianza, acabé escogiendo NACIÓN SALVAJE () y vaya si ha sido una de las sorpresas del festival. Se trata de una revisión de los juicios de las brujas de Salem adaptados a los lenguajes, paranoias, fobias y motivaciones de la sociedad de 2018, mezclando las redes sociales, el nuevo feminismo, la América de Trump, las turbas descontroladas por el odio y la demagogia, y las dinámicas de abuso tanto en internet como en el mundo físico.

Sam Levinson, hijo de Barry Levinson, hace lo que todo director primerizo que quiere destacar en el mundillo haría: intentar sacarse la chorra a cada momento con oleadas de estilo, montaje, música, recursos visuales y narrativos, planos originales, elipsis, cámaras a distintas velocidades... Es todo un catálogo que podría ser de videclip, pero que tiene la cabeza suficientemente amueblada para usar en cada momento al servicio del relato, imprimiéndole energía o pavor, ternura o rabia, creando una olla a presión realista o dejando salir la locura y la violencia sin freno. Emplea una simbología puramente americana, bebiendo de la historia y la cultura de opresión del país, para reforzar sus tesis dentro de un contenido de puro entretenimiento, con humor y acción a rabiar. Incluso se premite un homenaje a Brian De Palma ejecutado con la misma maestría para el suspense que su referente. Le sale la jugada redonda.

Cierto es que en determinados momentos resulta demasiado obvia en su discurso de reafirmación femenina y ataque al bullying (real y virtual). Pero su honestidad al escupir su discurso es refrescante porque lo hace como forma de catarsis, como un intento para soltar toda la mierda contenida que hace de los jóvenes víctimas y verdugos. Un film que podría haber dirigido un Oliver Stone pollajoven si hubiese nacido en los 90 y la única guerra que hubiese pisado fuese la de todos los días en Twitter.


@DamnedMartian

 

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