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Crítica - No Es País Para Viejos

Poster

'Auténtica y pura obra maestra'

26/12/2007 - Por Corleone12

(5/5)

Ethan y Joel Coen llevan alegrándoles la vida a los amantes del cine desde finales de los 80 hasta el día de hoy. Eclécticos, personales y salvajes, han sabido hacerse un hueco como dos de las figuras más importantes del cine norteamericano moderno. Junto con David Fincher y Quentin Tarantino son probablemente lo mejor que le ha pasado al cine en las últimas dos décadas. Siempre han sabido ser profundamente originales y novedosos en sus planteamientos sin perder un ápice de poder narrativo y espectacularidad. En pocas palabras, arte y entretenimiento se dan la mano en buena parte de su obra. Pero bien es verdad que llevaban un par de años de capa caída y sin lanzarse hacia un proyecto que suscitase verdadero interés. Películas magistrales como El gran Lebowski, Fargo, Muerte entre las flores o El hombre que nunca estuvo allí aparecen ya muy lejanas en su filmografía. El hecho es que con No es país para viejos vuelven a la senda de esas películas, a la senda de las obras maestras. Vuelven a lo grande. Y, ciertamente, todo hacía indicar que así iba a suceder. Material de partida inmejorable: la novela homónima escrita por Cormac McCarthy es una auténtica obra maestra de la literatura. Un libro que, como el buen cine, es brutalmente entretenido pero que cuenta con un fondo y un discurso implícito sutil y emocionante. La traslación a imágenes le queda de lujo y es, sin duda, una de las mayores contribuciones que le ha hecho la literatura al cine.

Tres historias: un sheriff, un cazador de antílopes y un asesino a sueldo. Dos millones de dólares y un alijo de droga en medio del desierto. Este es el punto de partida de casi dos horas de cine en estado puro. Lo primero de todo: lo increíble de esta película es que si no apareciese en los créditos que es un guión adaptado uno se creería que es el universo Coen lo que está viendo en la pantalla, que allí todo viene con su firma y tamizado con su particular estilo. Da una idea de cómo la novela le sienta como un guante al estilo Coen, la estructura, los personajes, su tono trepidante y sin desmayo, la violencia seca, o el sentido del humor (más potenciado en la versión fílmica eso sí). Pero es que esa adecuación no está hecha por los hermanos. No, éstos apenas han tocado el texto original. McCarthy debería de comerse a besos a estos señores porque han respetado no sólo la trama sino, lo que es más importante, el espíritu de la novela. Tanto película como libro poseen un regusto a cine y literatura verdaderos. Ambas son obras trágicas, sombrías, violentas y pesimistas.

No es país para viejos se parece bastante a Fargo. Son dos películas que van a toda hostia, en la que varias historias se entremezclan y en las que la violencia más atroz se funde y confunde con un negrísimo sentido del humor y una sensación de tragedia recorre todo el film. Pero Fargo carece del trasfondo amargo y desgarradamente lírico que tiene No es país para viejos. Como los westerns de Peckinpah, aún con una superficie llena de sangre y plomo, a poco que se escarbe, encontramos una desangelada reflexión sobre el paso del tiempo, sobre como el mundo poco a poco se va yendo a la mierda consumido por su propia codicia y egoísmo, pero sin esas peroratas típicas de anciano en plan “los jóvenes se están cargando el mundo, todas las generaciones venideras son peores que la mía”, no, no así. Es una reflexión calmada y reposada. Es el discurso de McCarthy el que, usando como catalizador la cámara de los Coen, nos dice cómo el ojo experimentado ve su mundo consumirse. No ve nada esperanzador para el día de mañana, no ve nada alentador en el futuro. Sólo ve como el mal siempre sobrevive, siempre sale hacia adelante, aunque sea magullado y empequeñecido. Una amargura indecible y cavilaciones románticas y anacrónicas que se vislumbran en el fondo de una obra completísima a todos los niveles. Pero de primeras uno se encuentra con una película acojonante por su primoroso sentido del ritmo, por la perfecta estructura narrativa que va encajando las tres historias con concisión y de manera precisa, por escenas (nos acordaremos muchísimo de cierta pistola de aire, de los pomos de las puertas saliendo disparados a toda velocidad, de la importancia de la cara y la cruz de una moneda, etc…) y diálogos que van a crear escuela y que se convertirán en míticos.

Siguiendo con el paralelismo con Fargo, si en ésta dejaron en la memoria colectiva esos paisajes gélidos de la América profunda, aquí se han apoderado de esa estética sureña de moteles de carretera que respiran muerte y peligro, de carreteras desérticas y lugares áridos y amenazadores, calles despobladas. Esta inquietante atmósfera da lugar a una caza macabra y dantesca, sin un segundo de respiro. Acto tras acto, la continua sucesión de escenas consigue dar esa sensación de caza al hombre, de odisea trepidante que destila toda la película.

En este marco, vemos pulular a tres personajes cuyas historias se entrelazan con armonía y solvencia durante todo el metraje. Tomy Lee Jones coge al sheriff Ed Tom Bell y le proporciona el empaque, ternura y tristeza soterrada necesarios para crear un personaje hastiado y cansado de ver tanta maldad a su alrededor. Y no le queda maniqueo ni quejumbroso, gracias a la contención y el saber de hacer de Tomy Lee Jones, al que estos personajes crepusculares le quedan muy bien. Recuerda al protagonista de Los tres entierros de Melquíades Estrada. Por su parte Josh Brolin, se podría decir que el protagonista de la película, está soberbio. Su personaje carga sobre los hombros una sensación de peligro apabullante. Y ésta la deja ver gracias a una tremenda sobriedad, a que su lenguaje corporal se vuelva nervioso y errático. Es de las veces que más he sufrido y he conectado con un personaje sin que éste se vuelva un mártir ni nada por el estilo. Pero aquí el rey de la función se llama Anton Chigurh (a ratos se me ha olvidado que estaba viendo a Javier Bardem), un personaje que se va a convertir en mítico, él y su pistola de aire. Bardem confecciona uno de los tíos más imponentes y acojonantes en muchísimos muchísimos años. A lo Hannibal Lecter, pocos antecedentes hay de un personaje de una maldad tan pura, un auténtico monstruo, una máquina de matar sin un ápice de humanidad ni clemencia, que encima deja un par de momentos de macabro sentido del humor, todo conforma uno de los personajes más memorables de lo que llevamos de siglo. Y es que la sensación que da del trío protagonistas es que eran ellos y sólo ellos los que podían ponerles cuerpo a sus personajes de manera tan brutal como lo hacen.

En fin, que tendremos el impagable placer de ver una auténtica y pura obra maestra en el cine, de poder ver un clásico moderno en pantalla grande. Eso es lo que No es país para viejos. Cine puro.

Nota: 9’5/10

 

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