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La etapa británica de Alfred Hitchcock (II): Era Sonora

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Guillermo Triguero, 13/10/2012

Cuando el sonido hizo su abrupta irrupción en el mundo del cine, Alfred Hitchcock había dirigido ya diez películas de las cuales dos pueden calificarse de logros artísticos totales. El resto, con sus más y sus menos, no deja de ser la etapa primeriza de un joven cineasta ambicioso que aún tenía que pulir su estilo. La segunda mitad de su etapa británica incluye 13 películas y una participación en un film colaborativo, entre las cuales sigue habiendo bastantes obras fallidas, pero aquí el porcentaje de aciertos se dispara y ya se empieza a intuir una cierta estabilidad.

No obstante, su primer trabajo tras La Muchacha de Londres es el más prescindible de todos, un sketch para una película colaborativa dirigida por varios cineastas llamada Elstree Calling (1930) en que se intentaba recrear el formato de espectáculo de variedades con diferentes números para celebrar la llegada del sonoro.
Sus siguientes obras fueron Asesinato (1930) y Juno and the Paycock (1930), y ambas pecan de un mismo defecto muy común en los inicios del sonoro: el exceso de diálogo. Tal y como Hitchcock temía, la llegada del diálogo hizo que muchos directores descuidaran la parte visual de sus obras en favor de esa novedad, de manera que se realizaron muchas 'obras de teatro filmadas'. Los mayores logros expresivos del cine mudo se quedaron atrás ante las limitaciones impuestas por el rodaje con equipos de grabación de sonido demasiado rudimentarios y por la novedad del diálogo, que llevaba a prestar menos atención a la imagen.
Hitchcock, que tan bien se desenvolvió en La Muchacha de Londres, cayó en la trampa con sus dos siguientes largometrajes. La diferencia estriba en que Asesinato es, aun así, una buena película, y Juno and the Paycock no.

En Asesinato encaró una historia de suspense pero en un formato que en general siempre evitó por ser contrario a su estilo: el whodunnit (relato basado en descubrir quién es el asesino). Pese a eso, la película resiste los revisionados y está muy bien interpretada por Herbert Marshall. El problema es que adolece de cierto estatismo y diálogos demasiado largos. Como curiosidad, Hitchcock filmó al mismo tiempo una versión en alemán con actores germanos (entre ellos el reputado Alfred Abel), una práctica común en los inicios del sonoro antes de la existencia del doblaje.
Juno y el Pavo en cambio carece de cualquier interés. Era una obra de teatral muy respetada que Hitchcock no se atrevió a variar respecto a la original y como resultado le salió, pues eso, una obra de teatro filmada. Lo mejor de todo es que fue un gran éxito y la crítica la calificó de obra maestra, pero el propio Hitchcock pensaba que eso 'no era cine'.
Lo que vino después supuso uno de los puntos más bajos de su carrera. Juego Sucio (1931) era un aburrido drama sobre familias enfrentadas basado en otra obra teatral, en cambio Lo Mejor Es Lo Malo Conocido (1931) era un proyecto del propio Hitchcock al que parecía tener bastante cariño pero que fracasó. Él dice que por la falta de estrellas, yo añado que aun así no funciona a nivel de dirección o guión. De hecho es quizá el film que mejor muestra la tendencia de Hitchcock por entonces a basarse en pequeños gags y momentos llamativos descuidando el conjunto.
En los dos siguientes filmes ya directamente tocó fondo. Por un lado, El Número 17 (1932) era una terrible historia de suspense de bajísimo presupuesto que algunos han calificado de comedia, aunque no estoy seguro de hasta qué punto lo es voluntariamente. Para rematarlo, le siguió Valses de Viena (1933), la improbable incursión de Hitchcock en el cine musical de época (¿?).

En aquel entonces su carrera estaba en un punto bajísimo a nivel comercial. Hitchcock, consciente de ello, se sacó un as guardado en la manga llamado El Hombre que Sabía Demasiado (1934) que le permitió encarrilar definitivamente su futuro. Nunca más volvió a sufrir una mala racha como la que acababa de pasar ni tampoco volvió a separarse durante demasiado tiempo del género criminal. A partir de aquí ya podemos hablar del Hitchcock clásico, que realizó una serie de filmes de suspense que le dieron fama fuera de su país. De hecho, durante muchos años era frecuente la opinión entre bastantes cinéfilos de que los filmes de suspense de su época británica eran mejores que los de la americana. Y aunque no puedo compartir esta opinión sí puedo entenderla, ya que estos filmes tienen un estilo espontáneo y más ligero que los diferencia de sus futuras obras hollywoodienses, mejor hechas y con mejores actores, pero precisamente por eso menos especiales al estar más atadas a las exigencias del sistema de Hollywood. Creo que la comparación entre las dos versiones de El Hombre Que Sabía Demasiado ejemplifica eso a la perfección.
La primera versión, que es la que nos ocupa, tenía todos los ingredientes para ser un éxito: una historia emocionante en que la hija de un matrimonio inglés es secuestrada por espías (primera norma hitchcockiana: los protagonistas deben ser personas normales y corrientes que se ven abocados a historias extraordinarias), un emocionante asesinato en el Royal Albert Hall (segunda norma: incluir escenas de suspense en lugares conocidos por el público, como ya hizo en La Muchacha de Londres con el Museo Británico) y un antagonista inolvidable interpretado por Peter Lorre (tercera norma: los antagonistas deben ser muy carismáticos y tener cierto atractivo). También fue la primera colaboración de Hitchcock con el guionista Charles Bennett, una figura esencial en esta época de la que procuró no separarse.

Mejor aún fue la maravillosa 39 Escalones, primera obra maestra de su carrera que volvía a alimentarse de los mismos ingredientes que El Hombre Que Sabía Demasiado pero mejorados, incluyendo el imprescindible romance con una heroína rubia. La película estaba basada en una novela de John Buchan que Hitchcock adaptó como le dio la gana para hacer un film de su gusto, iniciando así otra costumbre ineludible: nunca dejarse atar por el referente literario, ya que eso a menudo lleva a hacer películas poco cinematográficas y que no se adaptan al medio o el estilo del cineasta. Desde entonces, cada vez que Hitchcock adaptaba material ajeno procuraba partir de obras de muy poca calidad (caso de Psicosis) o las adaptaba muy libremente (caso de Extraños en un Tren). Por supuesto hubo excepciones como Rebeca (1940), pero no volvieron a repetirse errores como Juno y el Pavo o Juego Sucio.
Entre 39 Escalones y Alarma en el Expreso (sus dos obras cumbre británicas), Hitchcock rodó tres thrillers que confirmaron que ahora no iba a perder su buen pulso y que de paso le convirtieron en el director más famoso de Reino Unido. Sin duda la fama se la había ganado de forma merecida, ya que eran películas de suspense que estaban excelentemente realizadas, demostraban la existencia de un mundo propio en ellas (ese universo hitchcockiano que hoy día todos conocemos pero en aquella época aún estaba por descubrir) y que, por si eso fuera poco, eran magníficos productos de entretenimiento. Pero hay más. Hitchcock pronto sintió que la precaria industria británica se le quedaba pequeña y enseguida fijó su vista en Hollywood. Sus películas estaban adquiriendo prestigio internacional, pero él pensaba que si quería atravesar el Atlántico para trabajar en un gran estudio debía hacer algo más: promocionarse a sí mismo.

Hitchcock nunca desdeñó el poder de la publicidad, y fue en esta época cuando empezó a poner en práctica una campaña para que su nombre estuviera en boca de todos los cinéfilos. No bastaba con hacer películas taquilleras, había que asegurarse de que el público supiera que eran películas de Alfred Hitchcock. Por ello en esos años desempeñó numerosas actividades fuera de los estudios: concedía entrevistas agasajando a los críticos con frases y titulares jugosos ("los actores son ganado"), escribía artículos en la prensa (hoy en día pueden leerse en el libro Hitchcock por Hitchcock) y contrató a un agente de publicidad. Además, su costumbre de hacer un cameo en sus películas se convirtió en un pasatiempo para los cinéfilos que además permitía recordarles que estaban viendo una película de Hitchcock, ese señor obeso que aparecía fugazmente en la pantalla. Su conocido sobrepeso, que tantos problemas de salud le ocasionaría, fue en aquellos años una pequeña ventaja que le permitía hacer sus famosos cameos sin pasar desapercibido. Al final consiguió su propósito: el público sabía quién era Hitchcock y que sus películas les proporcionarían suspense y acción de calidad. No estaba nada mal para una época en que el público no identificaba casi nunca la película por su director. Los jefazos de Hollywood, siempre ojo avizor a los nuevos talentos que surgían en Europa para importarlos, tomaron nota.

Pero no olvidemos tampoco las películas. El Agente Secreto (1936) era otra emocionante película de suspense en que repetían la atractiva Madeleine Carroll, proveniente de 39 Escalones, y Peter Lorre interpretando a ¡un pseudo-mexicano! A ésta le siguió una de sus obras ocultas más interesantes, Sabotaje [La Mujer Solitaria] (1936), una película inusualmente cruda sobre un matrimonio que regenta un pequeño cine cuyo marido es en realidad un terrorista. La escena culminante muestra al hermano pequeño de la protagonista llevando un paquete que no sabe que contiene una bomba a punto de estallar.
Inocencia y Juventud (1937) es quizá la que menos destaca pero tiene dos puntos a favor. El primero es un plano secuencia extraordinario que empezaba con un plano general de una sala de baile hasta los ojos del asesino (la única forma que tienen los protagonistas de identificarle es por un tic en los ojos). Dicho plano representaba una proeza técnica de la que Hitchcock se sintió merecidamente orgulloso y que potenció su fama de director virtuoso. El segundo aspecto a tener en cuenta es que el productor David O. Selznick se animó a entablar negociaciones con Hitchcock tras ver este film.

Efectivamente, mientras Hitchcock mantenía su ritmo de película por año iba tanteando las ofertas que le llegaban de Hollywood, pero ninguna era especialmente atrayente. El joven director descubriría años después que en Hollywood las reglas eran distintas: un cineasta era tan bueno como su última película (por tanto no importaba el prestigio que tuviera en su país, en EE UU tendría que volver a ganárselo) y allí los directores no tenían libertad sobre su obra (en la pequeña industria británica se había hecho tan importante que podía controlar libremente su material). Prácticamente todos los grandes estudios le hicieron llegar la oferta de rigor, pero finalmente se decantaría por el productor independiente David O. Selznick, con el que en el futuro tendría una relación de respeto-odio mutua.
Mientras se ultimaba el acuerdo, Hitchcock realizaría su segunda obra maestra de esta etapa inicial: Alarma en el Expreso (1938). El film fue un logro en todos los sentidos: comercialmente en su época fue la película más taquillera del cine británico; artísticamente era una maravilla. Partiendo de una situación angustiosamente surrealista, Hitchcock creó una joya en que combinaba su famoso sentido del humor con una historia de suspense centrada en un espacio cerrado. Selznick se frotó las manos al confirmar que había hecho una buena compra y a finales de los años 30 se hizo público que Hitchcock viajaría a Hollywood a hacer una película sobre el hundimiento del Titanic (que luego se cambiaría por Rebeca).

Pero antes de que entrara en vigor el contrato le dio tiempo a hacer una última película... aunque viendo el resultado final se la podría haber ahorrado. No es que Posada Jamaica (1939) sea una mala película, ya que por entonces había adquirido la experiencia que le permitía no tener los patinazos vergonzosos de diez años atrás, sin embargo sí que era innecesaria. Alarma en el Expreso habría sido un final de etapa perfecto donde demostraba el estilo propio que había adquirido tras años de aprendizaje. Pero el destino es caprichoso y Hitchcock se metió sin saber muy bien cómo en una película de piratas (¿?) monopolizada cruelmente por Charles Laughton. Un final de etapa bastante raro, del mismo modo que lo sería El Proceso Paradine (1947) en el final de la etapa Selznick.
En realidad esta última película no representa bien lo que fue realmente la primera época británica de Hitchcock. Fue una etapa de aprendizaje que a los que disfrutamos de su cine nos sirve para ver cómo el director iba encontrando su estilo propio, tanteando ideas, equivocándose y aprendiendo de sus errores hasta, en sus últimos años, poder vislumbrar ya la 'marca Hitchcock'. Eso sumado a la calidad de unas cuantas de estas películas la convierten en una etapa muy interesante y con un cierto encanto especial que ha sobrevivido bien al paso del tiempo.