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Diario de Sitges 2017 (II): El pasado nos persigue
José Hernández, 07/10/2017
La fuerza de voluntad se demuestra de muchas formas. Puede ser despertándose durante 12 días seguidos de vacaciones (esto nos da de comer a pocos) a las 6.55 de la mañana para una competición de ‘a ver quién es más rápido cogiendo entradas por internet' entre unas 800 personas. Puede ser diciendo que no a esa última cerveza, la que se alarga entre las 12 y las 3 de la madrugada y abarca al menos 4 pintas más, para mantener la salud y respetar un mínimo de horas de sueño de cara al día siguiente. O puede incluso demostrarse andando cerca de 2 kilómetros de cuestas arriba y abajo a las 8 de la mañana, con un viento de esos que hielan el sudor, para ver la primera película del día, la que es gratis y no consume tickets, que hay que aprovechar al máximo cada jornada ya que hemos viajado hasta aquí.
Lamentablemente, esta última situación suele derivar en preguntas existenciales del tipo “para qué cojones habré venido a ver esta puta basura, qué estoy haciendo con mi vida”. Es lo que ocurrió con Annabelle, ese sacacuartos de la (excelente) saga Expediente Warren que debería haber sido pasto de videoclub (o de las llamas directamente), y hasta cierto punto es también lo que le ocurre a su segunda parte, ANNABELLE: CREATION (). No es que esta precuela de aquella precuela esté al nivel de bazofia de la original, porque al menos no da vergüenza ajena en cada fotograma, pero sí que está hundida en la mediocridad.
Uno de los principales problemas del film, que ya afectaba a la anterior película de su director, Nunca apagues la Luz, es la total obviedad de los elementos con los juega a crear el terror. De hecho, dedica un par de escenas a enseñarte específicamente cada uno de los objetos que luego va a utilizar para crear tensión, y lo hace de forma tan plana y funcional que en su propia presentación ya te está contando cómo los va a emplear. Y así lo hace, sin sorpresas, con la habitual dependencia en que los personajes se comporten de forma poco lógica de toda película de terror del montón. Porque aquí los niños que tienen miedo no buscan formas de esconderse, sino que siguen explorando como si les convalidasen alguna asignatura en el colegio, y metiéndose en jardines tan patentemente equivocados que podrían tener una señal luminosa de Las Vegas y no estaría más claro que ni deben hacer lo que están haciendo ni podría salir ningún posible resultado positivo de esa acción.
Hay momentos efectivos repartidos por el film, los suficientes como para mantener un asomo de interés en el espectador, que derivan en un clímax final que no da respiro. Es aquí, cuando la película se libera de cualquier pretensión de terror serio y se convierte en un carnaval de bombillas estallando y puertas reventadas, cuando encuentra un sentido de la diversión. Y sin embargo, ni siquiera en este tramo se libra de incoherencias demasiado patentes como para pasarlas por alto: muñecas que están en varios sitios a la vez, espíritus que abren unas puertas y otras no, fantasmas que en lugar de atacar parece que solo quieren dar un susto e irse, apariciones del mismo ser en dos lugares simultáneos… En fin, que nadie ha cuidado el guion en lo más mínimo. Y así no se puede.
Si el primer día fue de más a menos, el segundo ha sido al contrario. La siguiente película de la jornada se alejó por completo de la convencionalidad para ofrecer una de las apuestas formales más arriesgadas que seguramente veamos en el festival. Que era, por otro lado, lo que todos esperábamos de un autor tan incómodo como el griego Yorgos Lanthimos, autor de Canino, Alps y Langosta. Con EL SACRIFICIO DE UN CIERVO SAGRADO () deja un poco de lado su vertiente más surrealista (pero solo un poco) y entra en un terreno hasta cierto punto explorado por Michael Haneke en films como Caché (Escondido) o Funny Games, pero desde una óptica más barroca en su estilo y más diáfana en su debate moral.
Con una premisa tan directa como abrasiva (¿qué harías si te vieses obligado a matar a uno de los miembros de tu familia?), el film explora y cuestiona conceptos asentados en nuestra sociedad como el amor familiar, la responsabilidad sobre el pasado, la justicia retributiva o el sacrificio entendido como forma de redención altruista. Y lo hace desde un punto de vista con claros ecos religiosos aun sin mencionar en ningún momento, ni directa ni indirectamente, nada parecido a una fe organizada. Es en la puesta en escena donde aparece el componente eclesiástico, con planos amplios que abarcan toda la extensión y altura de habitaciones y pasillos, otorgándoles la naturaleza de iglesia por la que se mueven unos seres humanos empequeñecidos por su culpa y su pecado, sometidos a los designios de un dios pagano indefinido. Incluso la música, una partitura disonante y árida acorde con la fractura psicológica de los personajes, remite a los cantos y coros que se escuchan en una misa… siempre y cuando estemos ante un rito enfermizo y perverso.
Con estos elementos y el trabajo de unos actores excelentes (lo de Farrell y Kidman es de esperar, pero el que se come la función con su indiferencia aterradora es el joven Barry Keoghan), Lanthimos compone un thriller que desquicia y desasosiega, que plantea preguntas de difícil solución y supone una crítica a la naturaleza egoísta del hombre. Una película con forma de infernal poema visual y sonoro, que remueve por dentro y del que nadie sale indemne.
Cambiando de tercio hacia algo más comercial, aunque no por ello peor, tenemos la ópera prima de Taylor Sheridan, guionista de Comanchería y Sicario. Con WIND RIVER () sigue la estela que marcó en esos dos títulos, empleando la forma de un thriller con elementos del western y el cine negro para narrar una historia sobre personajes que se mueven en los márgenes de la sociedad, allá donde nadie quiere mirar por miedo a caer en el abismo. En este caso se centra en una reserva de nativos americanos de Wyoming, un lugar de pobreza y soledad aislado por montes, nieve y la total indiferencia de la sociedad americana que les dio de lado hace siglos.
La trama sigue unas líneas clásicas, con un asesinato misterioso que une a dos personajes dispares (el veterano rastreador del lugar, la novata agente venida de fuera) y que oculta muchos trapos sucios del pueblo y los alrededores. Rodada con elegancia y oficio, aprovechando al máximo las posibilidades que ofrece un paisaje tan bello y desolado, la cinta va y viene entre el suspense, la acción y el drama social, brillando especialmente en los dos primeros aspectos. Cada tiroteo es rabioso, cada hallazgo atrapa, cada recoveco del caso abre nuevos caminos para plasmar la corrupción de un mundo enfermo de deshumanización, donde la pérdida (de la vida, la esperanza, el futuro, el amor) es moneda de cambio y la soledad el estado natural de las cosas.
Sin embargo, cuando quiere plasmar estas ideas en diálogos que aborden aspectos más emocionales, peca de sobrecargar de monólogos (inteligentes y sensibles, por otra parte) al personaje de Jeremy Renner, lo que acaba dando cierto estatismo a esa faceta de la historia. Incluso puede llegar a ser racialmente insensible que, en un mundo indio, el poseedor casi exclusivo de sabiduría sea el único blanco del pueblo. Con ese aspecto más limado, podríamos estar hablando de otro clásico moderno a añadir a la excelente trayectoria de Sheridan.
Con esas dos películas seguidas, el día pintaba bien. Pero tenían que llegar los turcos a fastidiarlo. INFLAME () puede ser perfectamente definida por una de las frases de su protagonista: “tengo un cerebro, pero no sé cómo usarlo”. Pues eso, la directora tiene muy claro el mensaje que quiere transmitir y sabe ejecutar técnicamente un montón de filigranas con la cámara. Lo que le falta es el más mínimo criterio de narrativa, atmósfera o lenguaje cinematográfico para que el producto resultante tenga algún tipo de sentido.
Me sabe mal atacar una película que quiere denunciar la manipulación política en los medios de comunicación turcos y reivindicar la deuda que tenemos con nuestro pasado y con los hechos terribles que hemos cometido o permitido. Pero es que la incompetencia que demuestra para llevar a cabo este fin es excesiva. El argumento es un pegote entre dos tramas: una bastante lineal y plana sobre una montadora de informativos que se indigna cada vez que un periodista le dice que haga algo éticamente cuestionable (lo que sucede en todas y cada una de las escenas de este tramo), y otra en donde esa misma mujer va por la calle o está en su casa y hace… cosas. Cosas inconexas entre sí. Que si ahora entro en una habitación y pongo cara de sorpresa, que si voy por la calle y me quedo mirando un perro en cámara lenta, que si hablo con un amigo de cosas que no tienen nada que ver con nada… Por en medio hay fantasmas, o flashbacks, o recuerdos, o sueños, o vete a saber qué porque estilísticamente es un batiburrillo que, paradójicamente por el oficio de la protagonista, está montado por una nutria ciega. Que si ahora meto un plano subjetivo, o un plano secuencia, o meto música ominosa y ruidos blancos… ¿Y todo para qué? Para nada. Absolutamente nada. Ninguno de esos recursos transmite ninguna información emocional o sensorial al espectador que complemente lo que se está contando con la difusa trama.
De hecho, parece que la idea de misterio que tiene la realizadora es la de escatimar todo tipo de información al público, de forma que no entienda qué significado puede tener que la mujer esté obsesionada con una determinada habitación, o por qué se pone a rastrear el suelo, o quiénes eran sus padres. Es decir, en lugar de ponernos en el lugar de la protagonista en su caída hacia la locura/revelación de la verdad, un proceso que sería progresivo y en el que podríamos sentir y comprender al tiempo que ella, nos mantiene a distancia para que lo que veamos sea una colección de escenas incoherentes y diálogos vacíos. Y lo hace al tiempo que pretende que estemos en tensión (con escenas donde la cámara y la música anuncian una amenaza que no solo no aparece, sino que ni siquiera se adivina argumentalmente) y salgamos del cine concienciados (con un chorizaco de párrafo histórico final donde cuenta todo el contexto que debería haber revelado antes, al tiempo que machaca hasta la pulpa un mensaje maniqueo y mal construido). Pretenciosidad e incompetencia: una joyita.
La jornada terminó con una nota más entretenida, aunque sea ese el único valor real que se puede sacar de una garrulada con vocación cáustica como MOM AND DAD (), el esperadísimo reencuentro entre Nicolas Cage (en modo The Cagest of Them All) y Brian Taylor, protagonista y codirector respectivamente de la infame (por utilizar un expletivo suave para semejante montaña de basura radioactiva) Ghost Rider: Espíritu de venganza. Se trata de una comedia negra que da un giro al típico argumento de virus zombie, ya que en este caso la 'infección' o lo que sea solo provoca que los padres quieran matar a sus hijos. Poca broma.
Cuanto más excesiva, desatada y cocainómana es la película, y lo es en una cantidad bastante respetable, más se disfruta. Hay todo un catálogo (que, eso sí, podría ser mayor, más variado o mejor rodado) de animaladas, frases políticamente incorrectas, gags físicos imposibles, violencia salvaje y sobreactuaciones ridículas que, plasmadas sin complejos y con la voluntad de ofrecer solo un chute de burradas, resultan muy divertidas para cualquiera que vea en la ofensa una forma de humor. Sin embargo, también tiene una vertiente más seria en donde pretende analizar la falacia del sueño americano y plasmar desde el cinismo la dinámica disfuncional de una familia media. Y ahí no funciona tan bien. En parte porque su estructura de flashbacks puede hacerse cargante, rompiendo en ritmo para introducir escenas que suponen un cambio de tono mal manejado; y en parte porque sus observaciones no son tan inteligentes como el realizador se cree.
Es un poco como ver una función escolar: los niños se creen que están haciendo Shakespeare, pero en realidad es un cuento con ovejitas y árboles. Con la diferencia de que aquí los niños son adictos a la metanfetamina y el crack, y los árboles golpean a las ovejas hasta vomitar sangre. Vale, a lo mejor no me voy a ganar la vida haciendo metáforas.
Eso es todo por hoy. Mañana me esperan Balagueró, Almereyda, Van Gogh y la Zombie Walk. Y, si la salud lo permite, una ronda tras otra del dorado elixir que nos sirve de motor a los blogueros de mierda, la prensa B, los que no somos Carlos Pumares y nos alimentamos de algo más que de explosiones de indignación gritona.
@DamnedMartian
Lamentablemente, esta última situación suele derivar en preguntas existenciales del tipo “para qué cojones habré venido a ver esta puta basura, qué estoy haciendo con mi vida”. Es lo que ocurrió con Annabelle, ese sacacuartos de la (excelente) saga Expediente Warren que debería haber sido pasto de videoclub (o de las llamas directamente), y hasta cierto punto es también lo que le ocurre a su segunda parte, ANNABELLE: CREATION (). No es que esta precuela de aquella precuela esté al nivel de bazofia de la original, porque al menos no da vergüenza ajena en cada fotograma, pero sí que está hundida en la mediocridad.
Uno de los principales problemas del film, que ya afectaba a la anterior película de su director, Nunca apagues la Luz, es la total obviedad de los elementos con los juega a crear el terror. De hecho, dedica un par de escenas a enseñarte específicamente cada uno de los objetos que luego va a utilizar para crear tensión, y lo hace de forma tan plana y funcional que en su propia presentación ya te está contando cómo los va a emplear. Y así lo hace, sin sorpresas, con la habitual dependencia en que los personajes se comporten de forma poco lógica de toda película de terror del montón. Porque aquí los niños que tienen miedo no buscan formas de esconderse, sino que siguen explorando como si les convalidasen alguna asignatura en el colegio, y metiéndose en jardines tan patentemente equivocados que podrían tener una señal luminosa de Las Vegas y no estaría más claro que ni deben hacer lo que están haciendo ni podría salir ningún posible resultado positivo de esa acción.
Hay momentos efectivos repartidos por el film, los suficientes como para mantener un asomo de interés en el espectador, que derivan en un clímax final que no da respiro. Es aquí, cuando la película se libera de cualquier pretensión de terror serio y se convierte en un carnaval de bombillas estallando y puertas reventadas, cuando encuentra un sentido de la diversión. Y sin embargo, ni siquiera en este tramo se libra de incoherencias demasiado patentes como para pasarlas por alto: muñecas que están en varios sitios a la vez, espíritus que abren unas puertas y otras no, fantasmas que en lugar de atacar parece que solo quieren dar un susto e irse, apariciones del mismo ser en dos lugares simultáneos… En fin, que nadie ha cuidado el guion en lo más mínimo. Y así no se puede.
Si el primer día fue de más a menos, el segundo ha sido al contrario. La siguiente película de la jornada se alejó por completo de la convencionalidad para ofrecer una de las apuestas formales más arriesgadas que seguramente veamos en el festival. Que era, por otro lado, lo que todos esperábamos de un autor tan incómodo como el griego Yorgos Lanthimos, autor de Canino, Alps y Langosta. Con EL SACRIFICIO DE UN CIERVO SAGRADO () deja un poco de lado su vertiente más surrealista (pero solo un poco) y entra en un terreno hasta cierto punto explorado por Michael Haneke en films como Caché (Escondido) o Funny Games, pero desde una óptica más barroca en su estilo y más diáfana en su debate moral.
Con una premisa tan directa como abrasiva (¿qué harías si te vieses obligado a matar a uno de los miembros de tu familia?), el film explora y cuestiona conceptos asentados en nuestra sociedad como el amor familiar, la responsabilidad sobre el pasado, la justicia retributiva o el sacrificio entendido como forma de redención altruista. Y lo hace desde un punto de vista con claros ecos religiosos aun sin mencionar en ningún momento, ni directa ni indirectamente, nada parecido a una fe organizada. Es en la puesta en escena donde aparece el componente eclesiástico, con planos amplios que abarcan toda la extensión y altura de habitaciones y pasillos, otorgándoles la naturaleza de iglesia por la que se mueven unos seres humanos empequeñecidos por su culpa y su pecado, sometidos a los designios de un dios pagano indefinido. Incluso la música, una partitura disonante y árida acorde con la fractura psicológica de los personajes, remite a los cantos y coros que se escuchan en una misa… siempre y cuando estemos ante un rito enfermizo y perverso.
Con estos elementos y el trabajo de unos actores excelentes (lo de Farrell y Kidman es de esperar, pero el que se come la función con su indiferencia aterradora es el joven Barry Keoghan), Lanthimos compone un thriller que desquicia y desasosiega, que plantea preguntas de difícil solución y supone una crítica a la naturaleza egoísta del hombre. Una película con forma de infernal poema visual y sonoro, que remueve por dentro y del que nadie sale indemne.
Cambiando de tercio hacia algo más comercial, aunque no por ello peor, tenemos la ópera prima de Taylor Sheridan, guionista de Comanchería y Sicario. Con WIND RIVER () sigue la estela que marcó en esos dos títulos, empleando la forma de un thriller con elementos del western y el cine negro para narrar una historia sobre personajes que se mueven en los márgenes de la sociedad, allá donde nadie quiere mirar por miedo a caer en el abismo. En este caso se centra en una reserva de nativos americanos de Wyoming, un lugar de pobreza y soledad aislado por montes, nieve y la total indiferencia de la sociedad americana que les dio de lado hace siglos.
La trama sigue unas líneas clásicas, con un asesinato misterioso que une a dos personajes dispares (el veterano rastreador del lugar, la novata agente venida de fuera) y que oculta muchos trapos sucios del pueblo y los alrededores. Rodada con elegancia y oficio, aprovechando al máximo las posibilidades que ofrece un paisaje tan bello y desolado, la cinta va y viene entre el suspense, la acción y el drama social, brillando especialmente en los dos primeros aspectos. Cada tiroteo es rabioso, cada hallazgo atrapa, cada recoveco del caso abre nuevos caminos para plasmar la corrupción de un mundo enfermo de deshumanización, donde la pérdida (de la vida, la esperanza, el futuro, el amor) es moneda de cambio y la soledad el estado natural de las cosas.
Sin embargo, cuando quiere plasmar estas ideas en diálogos que aborden aspectos más emocionales, peca de sobrecargar de monólogos (inteligentes y sensibles, por otra parte) al personaje de Jeremy Renner, lo que acaba dando cierto estatismo a esa faceta de la historia. Incluso puede llegar a ser racialmente insensible que, en un mundo indio, el poseedor casi exclusivo de sabiduría sea el único blanco del pueblo. Con ese aspecto más limado, podríamos estar hablando de otro clásico moderno a añadir a la excelente trayectoria de Sheridan.
Con esas dos películas seguidas, el día pintaba bien. Pero tenían que llegar los turcos a fastidiarlo. INFLAME () puede ser perfectamente definida por una de las frases de su protagonista: “tengo un cerebro, pero no sé cómo usarlo”. Pues eso, la directora tiene muy claro el mensaje que quiere transmitir y sabe ejecutar técnicamente un montón de filigranas con la cámara. Lo que le falta es el más mínimo criterio de narrativa, atmósfera o lenguaje cinematográfico para que el producto resultante tenga algún tipo de sentido.
Me sabe mal atacar una película que quiere denunciar la manipulación política en los medios de comunicación turcos y reivindicar la deuda que tenemos con nuestro pasado y con los hechos terribles que hemos cometido o permitido. Pero es que la incompetencia que demuestra para llevar a cabo este fin es excesiva. El argumento es un pegote entre dos tramas: una bastante lineal y plana sobre una montadora de informativos que se indigna cada vez que un periodista le dice que haga algo éticamente cuestionable (lo que sucede en todas y cada una de las escenas de este tramo), y otra en donde esa misma mujer va por la calle o está en su casa y hace… cosas. Cosas inconexas entre sí. Que si ahora entro en una habitación y pongo cara de sorpresa, que si voy por la calle y me quedo mirando un perro en cámara lenta, que si hablo con un amigo de cosas que no tienen nada que ver con nada… Por en medio hay fantasmas, o flashbacks, o recuerdos, o sueños, o vete a saber qué porque estilísticamente es un batiburrillo que, paradójicamente por el oficio de la protagonista, está montado por una nutria ciega. Que si ahora meto un plano subjetivo, o un plano secuencia, o meto música ominosa y ruidos blancos… ¿Y todo para qué? Para nada. Absolutamente nada. Ninguno de esos recursos transmite ninguna información emocional o sensorial al espectador que complemente lo que se está contando con la difusa trama.
De hecho, parece que la idea de misterio que tiene la realizadora es la de escatimar todo tipo de información al público, de forma que no entienda qué significado puede tener que la mujer esté obsesionada con una determinada habitación, o por qué se pone a rastrear el suelo, o quiénes eran sus padres. Es decir, en lugar de ponernos en el lugar de la protagonista en su caída hacia la locura/revelación de la verdad, un proceso que sería progresivo y en el que podríamos sentir y comprender al tiempo que ella, nos mantiene a distancia para que lo que veamos sea una colección de escenas incoherentes y diálogos vacíos. Y lo hace al tiempo que pretende que estemos en tensión (con escenas donde la cámara y la música anuncian una amenaza que no solo no aparece, sino que ni siquiera se adivina argumentalmente) y salgamos del cine concienciados (con un chorizaco de párrafo histórico final donde cuenta todo el contexto que debería haber revelado antes, al tiempo que machaca hasta la pulpa un mensaje maniqueo y mal construido). Pretenciosidad e incompetencia: una joyita.
La jornada terminó con una nota más entretenida, aunque sea ese el único valor real que se puede sacar de una garrulada con vocación cáustica como MOM AND DAD (), el esperadísimo reencuentro entre Nicolas Cage (en modo The Cagest of Them All) y Brian Taylor, protagonista y codirector respectivamente de la infame (por utilizar un expletivo suave para semejante montaña de basura radioactiva) Ghost Rider: Espíritu de venganza. Se trata de una comedia negra que da un giro al típico argumento de virus zombie, ya que en este caso la 'infección' o lo que sea solo provoca que los padres quieran matar a sus hijos. Poca broma.
Cuanto más excesiva, desatada y cocainómana es la película, y lo es en una cantidad bastante respetable, más se disfruta. Hay todo un catálogo (que, eso sí, podría ser mayor, más variado o mejor rodado) de animaladas, frases políticamente incorrectas, gags físicos imposibles, violencia salvaje y sobreactuaciones ridículas que, plasmadas sin complejos y con la voluntad de ofrecer solo un chute de burradas, resultan muy divertidas para cualquiera que vea en la ofensa una forma de humor. Sin embargo, también tiene una vertiente más seria en donde pretende analizar la falacia del sueño americano y plasmar desde el cinismo la dinámica disfuncional de una familia media. Y ahí no funciona tan bien. En parte porque su estructura de flashbacks puede hacerse cargante, rompiendo en ritmo para introducir escenas que suponen un cambio de tono mal manejado; y en parte porque sus observaciones no son tan inteligentes como el realizador se cree.
Es un poco como ver una función escolar: los niños se creen que están haciendo Shakespeare, pero en realidad es un cuento con ovejitas y árboles. Con la diferencia de que aquí los niños son adictos a la metanfetamina y el crack, y los árboles golpean a las ovejas hasta vomitar sangre. Vale, a lo mejor no me voy a ganar la vida haciendo metáforas.
Eso es todo por hoy. Mañana me esperan Balagueró, Almereyda, Van Gogh y la Zombie Walk. Y, si la salud lo permite, una ronda tras otra del dorado elixir que nos sirve de motor a los blogueros de mierda, la prensa B, los que no somos Carlos Pumares y nos alimentamos de algo más que de explosiones de indignación gritona.
@DamnedMartian