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A propósito del llamado cine clásico
Teo Calderón, 31/03/2011
Teo Calderón, gran estudioso del cine y probablemente el único cinéfilo al que le ha picado una abeja muerta, apoyado como en anteriores ocasiones por un equipo de solventes colaboradores, acaba de presentar la cuarta edición de “MOVIE MOVIE-GUÍA DE PELÍCULAS” (http://moviemovie-guiadepeliculas.blogspot.com/). Un concienzudo trabajo definido por el rigor, la entrega y un espíritu crítico ejercido desde el inextinguible amor que profesa al cine, demostrando, una vez más, que pueden conjugarse agudeza y pasión.
Vamos a comenzar este párrafo con obviedades: cine clásico es “El Acorazado Potemkin” (1925), “El Enemigo Público” (1931), el “King Kong” de 1933, “La Regla del Juego” (1939), “Ciudadano Kane” (1941), “Qué bello es vivir!” (1946), “Alemania, año cero” (1947), “Un Día en Nueva York” (1949), “Umberto D.” (1952) por mencionar solo unos pocos títulos entre los que he querido incluir algunos que en su día (y aún hoy) representaron un paso de gigante en la evolución del lenguaje cinematográfico.
La categoría de clásico solo es adjudicable a aquellas obras que por una conjunción de elementos de guión y de puesta en escena generalmente controlados por el talento del realizador (existen casos en que ese talento solo brilló una vez) desembocan en un resultado de una fuerza expresiva capaz de atrapar al espectador, seducirle, provocarle emociones y conducirle al universo pretendido.
Sin embargo, volvamos al presente para puntualizar: cuando consultamos alguna web con las novedades en DVD o en nuestras visitas a las estanterías de los departamentos de cine de El Corte Inglés, FNAC u otros destacados puntos de venta, nos convertimos en víctimas de un comprensible pero poco riguroso criterio de colocación del producto a vender. De tal manera que a través de la costumbre establecida por esta práctica hemos sido inducidos a considerar como cine clásico (porque el cartelito de la sección así lo indica) mucha, pero que mucha morralla colocada allí sólo por el hecho de ser películas rodadas hace cincuenta, sesenta o setenta años. Por ejemplo, “SANGRE EN FILIPINAS” (1943), “Tarzán y las sirenas” (1948), “Los Hijos de los mosqueteros” (1951), “La Isla de los corsarios” (1952), “MI AMOR BRASILEÑO” (1952), “GUANTE DE ACERO” (1954), “La Mujer más Guapa del Mundo” (1955), no son cine clásico, tan solo películas antiguas que han envejecido mal y que más allá de las simpatías que susciten en algún cliente dominado por la nostalgia, no reunieron nunca otra virtud que su condición de material de relleno para satisfacer la demanda del amplio parque de salas cinematográficas de la época y más tarde como pitanza que cubra la voracidad programadora de algunas cadenas de televisión.
Estas cintas ahora solo desprenden olor a naftalina y su utilidad queda circunscrita a su función de jalones para la arqueología del cine. En ningún caso les redime la benevolencia de juicio que les aplicamos por la distancia de su nacimiento, la dosis de ingenuidad que encierra su diseño o la marca que dejaron en alguno de nosotros (los que tenemos una edad) porque las vimos en nuestra niñez, cuando los cines de barrio, con sus programas dobles, representaban la única ventana por la que podíamos asomarnos durante unas horas a mundos insospechados. Si no es por esta subjetiva razón ¿qué otra insoslayable fuerza empuja a quien esto escribe a revisar periódicamente algunas películas de escasa entidad pero que me siguen fascinando como (es solo una de tantas) “La Espada de Damasco”, con el pobre Rock Hudson disfrazado de Harum Al Rachid bregando entre colorines y cartón-piedra?
Os aseguro que lucho contra estos impulsos, si bien debo confesar que el éxito no me acompaña. Aunque la cuestión es: ¿por qué resistirse? Estamos hablando de cine. Y en este inabarcable universo habitan desde Edward D. Wood Jr., René Cardona y Mariano Ozores, hasta Orson Welles, Billy Wilder, Stanley Donen, Alfred Hitchcock, Luis Buñuel, Jean Renoir, Woody Allen y Pedro Almodóvar. En fin, será un placer sumergirse en el interior de sus películas y bucear a través de ellas. Pero eso será en otra ocasión.
Vamos a comenzar este párrafo con obviedades: cine clásico es “El Acorazado Potemkin” (1925), “El Enemigo Público” (1931), el “King Kong” de 1933, “La Regla del Juego” (1939), “Ciudadano Kane” (1941), “Qué bello es vivir!” (1946), “Alemania, año cero” (1947), “Un Día en Nueva York” (1949), “Umberto D.” (1952) por mencionar solo unos pocos títulos entre los que he querido incluir algunos que en su día (y aún hoy) representaron un paso de gigante en la evolución del lenguaje cinematográfico.
La categoría de clásico solo es adjudicable a aquellas obras que por una conjunción de elementos de guión y de puesta en escena generalmente controlados por el talento del realizador (existen casos en que ese talento solo brilló una vez) desembocan en un resultado de una fuerza expresiva capaz de atrapar al espectador, seducirle, provocarle emociones y conducirle al universo pretendido.
Sin embargo, volvamos al presente para puntualizar: cuando consultamos alguna web con las novedades en DVD o en nuestras visitas a las estanterías de los departamentos de cine de El Corte Inglés, FNAC u otros destacados puntos de venta, nos convertimos en víctimas de un comprensible pero poco riguroso criterio de colocación del producto a vender. De tal manera que a través de la costumbre establecida por esta práctica hemos sido inducidos a considerar como cine clásico (porque el cartelito de la sección así lo indica) mucha, pero que mucha morralla colocada allí sólo por el hecho de ser películas rodadas hace cincuenta, sesenta o setenta años. Por ejemplo, “SANGRE EN FILIPINAS” (1943), “Tarzán y las sirenas” (1948), “Los Hijos de los mosqueteros” (1951), “La Isla de los corsarios” (1952), “MI AMOR BRASILEÑO” (1952), “GUANTE DE ACERO” (1954), “La Mujer más Guapa del Mundo” (1955), no son cine clásico, tan solo películas antiguas que han envejecido mal y que más allá de las simpatías que susciten en algún cliente dominado por la nostalgia, no reunieron nunca otra virtud que su condición de material de relleno para satisfacer la demanda del amplio parque de salas cinematográficas de la época y más tarde como pitanza que cubra la voracidad programadora de algunas cadenas de televisión.
Estas cintas ahora solo desprenden olor a naftalina y su utilidad queda circunscrita a su función de jalones para la arqueología del cine. En ningún caso les redime la benevolencia de juicio que les aplicamos por la distancia de su nacimiento, la dosis de ingenuidad que encierra su diseño o la marca que dejaron en alguno de nosotros (los que tenemos una edad) porque las vimos en nuestra niñez, cuando los cines de barrio, con sus programas dobles, representaban la única ventana por la que podíamos asomarnos durante unas horas a mundos insospechados. Si no es por esta subjetiva razón ¿qué otra insoslayable fuerza empuja a quien esto escribe a revisar periódicamente algunas películas de escasa entidad pero que me siguen fascinando como (es solo una de tantas) “La Espada de Damasco”, con el pobre Rock Hudson disfrazado de Harum Al Rachid bregando entre colorines y cartón-piedra?
Os aseguro que lucho contra estos impulsos, si bien debo confesar que el éxito no me acompaña. Aunque la cuestión es: ¿por qué resistirse? Estamos hablando de cine. Y en este inabarcable universo habitan desde Edward D. Wood Jr., René Cardona y Mariano Ozores, hasta Orson Welles, Billy Wilder, Stanley Donen, Alfred Hitchcock, Luis Buñuel, Jean Renoir, Woody Allen y Pedro Almodóvar. En fin, será un placer sumergirse en el interior de sus películas y bucear a través de ellas. Pero eso será en otra ocasión.