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Zinemaldia 2024. Ozon y Palomero mejoran la sección oficial
Carlos Fernández, 23/09/2024
El director francés y la directora española ofrecen dos propuestas de tono muy diferente pero con un resultado igual de satisfactorio.
François Ozon volvía a competir en San Sebastián cuatro años después de Verano del 85, aunque aquella realmente debería haber competido en Cannes en el año que la pandemia del Covid lo paralizó todo, y doce años después de ganar la Concha de Oro con En la casa.
Antes de empezar creo que es justo enseñar las cartas y ponerlas sobre la mesa, lo reconozco, soy muy fan del cine del francés y saber que volvía a estar en Sección Oficial me hizo especial ilusión, y me dio cierto miedo por si no era una de sus películas más inspiradas. François Ozon es un director que rueda todo de manera bellísima y elegante, sin necesidad de artificios ni florituras técnicas, poniendo en el centro lo que realmente importa, la historia. Y es que si algo caracteriza al cine del francés es lo buen narrador que es y la inmensa capacidad para contar historias, priorizando la claridad del relato y consiguiendo mantener la atención del espectador, con una premisa básica, en el cine de Ozon nada es lo que parece.
Es una muestra más de su excelencia como contador de historias y de como es capaz de manejar diferentes tonos y géneros en una misma película. En este caso durante algo más de media hora asistimos a un drama sobre la vejez, la soledad y donde la demencia se muestra como posible desencadenante de la trama pero poco a poco, de forma muy sutil, la información se nos va dosificando haciendo que el drama torne en un casi thriller, sin buscar grandes sorpresas y de una forma tan natural y orgánica que cuando el espectador se da cuenta del jardín en el que se encuentran los personajes no pueden más que unirse al juego que plantea el director que además se permite el lujo de añadir elementos de humor que terminan de redondear el producto final.
El guion por si solo funciona a las mil maravillas y encima se ve beneficiado de las magníficas actuaciones. Desde Hélène Vincent, fantástica en su papel de abuela que tiene que lidiar con los problemas de la edad y con un secreto que la separa de su hija y de su nieto, hasta Pierre Lottin como el personaje perdido que busca redimirse pero siempre escondiendo algo oscuro que no sabemos muy bien por donde va a desencadenar. Incluso el personaje de Ludivine Sagnier como la hija enfrentada a su madre, que tiene pocas escenas pero que respaldada por la información que vamos conocimiento podemos llegar a entender y empatizar con su sufrimiento y su postura, por muy extrema que esta sea.
Con una fotografía de tonos marrones y naranjas que nos colocan en ese otoño que cae y que podría ser el propio otoño vital en el que se encuentra la protagonista, la película se desarrolla ligera como las hojas que caen de los árboles pero detrás de esa ligereza esconde varios temas profundos que debatir, la aceptación en un mundo que te rechaza, el ser feliz con una familia que eliges y no la que te toca en vida. Unos temas que podrán pasar por alto los detractores que acaben calificando esto como una obra menor del director. Para mí no lo es y en el caso que así fuese ojalá todas las obras menores fuesen tan satisfactorias y entretenidas como este último trabajo de François Ozon.
Mucho menos tiempo que con Ozon hemos tenido que esperar para volver a ver a Pilar Palomero compitiendo por la Concha de Oro. Dos años después de La Maternal ha presentado Los Destellos.
En ella Palomero, adaptando el relato “Un Corazón demasiado grande” de Eider Rodriguez, nos cuenta como Isabel, junto a su hija, deberán hacerse cargo de su exmarido enfermo. Al igual que Ozon, la directora mide muy bien cómo y cuándo ir dosificando la información y de manera muy inteligente opta por que no sea a través de las palabras o los diálogos como vamos atando cabos. Demostrando que no siempre son necesarias las palabras (y más cuando los personajes ya saben en qué situación se encuentran) si se puede mostrar mucho más con un gesto o una mirada. Y para eso Los Destellos cuenta con dos actores excelentes que han demostrado que son capaces de ofrecer personajes expansivos como otros más contenidos e intimistas y es en este último registro donde volvemos a ver un auténtico recital de Patricia López Arnaiz quien solo necesita una mirada para contarnos todo lo que lleva dentro y como ese acto desinteresado de amor a su hija y a lo que algún día tuvo con su ex-marido, excelente Antonio de La Torre, trastoca parte de sus ideales. Y si hablamos de dos actores que nunca fallan debemos destacar dos revelaciones, Julián López con un papel muy contenido y alejado de la comedia que nos tiene acostumbrados y Marina Guerola como la hija de la pareja quien aporta una naturalidad y una luz brillante con su presencia, robándose más de una secuencia y siendo el motor por el que se mueven el resto de personajes.
Palomero consigue con esta, su tercera película, su trabajo más redondo, que si bien contiene elementos que conectan el universo de la directora, aunque ahora alejada de la niñez, adolescencia, consigue depurarlos de tal forma que ya no parezcan forzados ni se noten las costuras, realizando un acercamiento a los cuidados paliativos y a la lucha por un final de vida dignos pero con un discurso que no se regodea en el drama, que no busca hacer campaña política, si no que simplemente forma parte fundamental de lo que les ha tocado vivir a los personajes, integrándose de manera muy natural.
Los destellos son esos momentos que dejaremos cuando nos toque irnos, porque es algo inevitable y, como dice un personaje, tenemos que vivir con ello pero sin tenerle miedo, simplemente aceptando que llegará. Hay que crear recuerdos, hacer fotografías, escribir libros, reírnos con los amigos, bailar con nuestros mayores tras una cena en familia, abrazarnos y darnos las gracias, pues eso es lo único que nos quedará. Eso, y quizás, una piedra con forma de foquita.