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Zinemaldia 2024. Megalópolis se derrumba ante nuestros ojos
Carlos Fernández, 27/09/2024
Ya hace unos años que tenemos conocimiento de proyectos cinematográficos largamente deseados por sus creadores y pospuestos durante décadas por problemas de financiación. Algunos, como The Irishman de Scorsese, han visto la luz gracias al dinero de plataformas de streaming, otros siguen a la espera de que eso suceda. Cansado de esa espera, que ha durado más de 30 años, los mismos que hace desde su última gran película, Francis Ford Coppola decidió coger parte de los ahorros, que durante estos años le ha dejado el negocio de sus viñedos, para pagarse la que parece que será su última película.
Se anuncia como una fábula futurista en la que Nueva York se convierte en Nueva Roma, una ciudad con el skyline y las calles de la ciudad americana pero con unas clases sociales, cargos políticos y nombres que recuerdan a los de la Antigua Roma, cuando la capital italiana era el centro del mundo, y donde, como en aquella época, tras lo opulencia, los grandes edificio, las muestras de poder económico y los brillos dorados se escondía la parte más turbia del ser humano, la corrupción, el egoísmo de unos gobernantes que miran solo en su propio beneficio sin pensar en el pueblo. Todos ellos excepto uno, el personaje de César Catilina, interpretado por Adam Driver, quien, a modo de arquitecto de la ciudad, define lo que será el futuro de la misma, gracias al descubrimiento de un nuevo elemento que permitirá adaptar Nueva Roma a las necesidades de todos los habitantes haciendo de ella un lugar mejor y mucho más justo donde no existan las desigualdades.
En el papel la propuesta es interesante, el problema aparece en que al trasladar todo ese universo a imágenes es cuando la obra de Coppola empieza a desmoronarse por dos motivos principalmente; el primero de ello es que la película en ningún momento encuentra el tono adecuado, si los primeros minutos prima la épica y el drama, acompañando a la grandiosidad de la ciudad y la propuesta, con algunas ideas muy potentes más cercanas a la ciencia ficción, en las escenas posteriores todo eso se olvida para mostrarnos momentos y situaciones esperpénticas que entroncan con la comedia absurda, donde los chistes no funcionan y se confía en la excentricidad y la sobreactuación de los personajes para buscar momentos cómicos que lo único que provocan es cierta vergüenza. Por otro lado el desarrollo y acumulación de ideas y temas que Coppola pone sobre el papel, y que se nota que es un proyecto que ha ido acumulando durante años y aparecen ideas y problemas a los que la sociedad se ha enfrentado durante estas últimas 3 décadas, no terminan de encajar en ningún momento. Por un lado la película tiene un drama romántico, están las luchas de poder, la crítica a los medios de comunicación sensacionalistas, a los nuevos ricos, al desgaste del planeta y a la preocupación por la creciente ola de populismo de extrema derecha y los peligros de su llegada al poder. En definitiva muchos temas y todos tratados de forma bastante burda sin ningún tipo de profundidad.
Si bien la película es visualmente atractiva y tiene un inicio, que a pesar de sus idas y venidas con el tono, prometedor, hay un momento en que el pequeño castillo de naipes que Coppola había construido se derrumba y ya no hay forma de levantarlo. En ese instante en que FF se pone el traje de Baz Luhrmann para llevar a cabo una escena esperpéntica, ridícula y alargada en un circo romano moderno con el aspecto del Madison Square Garden, donde caben carrera de cuadrigas, concierto de una Taylor Swift de hacendado e incluso revelaciones de escándalos sexuales, sí, probablemente os pensáis que me voy inventado todo esto a medida que escribo pero no, una de las pocas cosas que os llevarán a ver Megalópolis es que para creerse lo que os puedan contar de ella hay que verla. Y es que en el desastre monumental que es en su conjunto no podemos negarles ciertos destellos de brillantez; un diseño de producción sobresaliente, una Aubrey Plaza que es de largo lo mejor de la película y un mensaje que a pesar de ser demasiado ingenuo e inocente está plasmado de tal forma que resulta emocionante. La lucha del personaje de César por enmendar nuestros errores del pasado, luchar por eliminar las diferencias y desigualdades para conseguir un futuro mejor ante un mundo que agoniza, una sociedad decadente, falta de moral, egoísta y sin empatía para sus iguales es un mensaje en el que quiero creer, aunque el mundo actual no nos lo ponga fácil.
Es duro que el final de la carrera de un director que es historia del cine sea así, pero por otro lado es un fiel reflejo de lo que ha sido la carrera de Coppola, quien nunca se ha conformado con lo establecido, ha arriesgado varias veces su patrimonio, y su salud por lograr sacar adelante sus proyectos, donde el riesgo, el amor al cine y a contar una historia siempre han estado presente y quizás ahí, independientemente del resultado final, está la grandeza de Megalópolis, una obra luminosamente imperfecta, anárquica pero sobre todo libre y hecha desde el corazón.