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Diario de Sitges 2018 (XI): Echando el resto

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José Hernández, 14/10/2018

Como ya es habitual, he escrito las últimas líneas de los artículos diarios del festival mientras viajo en tren desde Sitges hasta Murcia, una epopeya que dura aproximadamente lo que las tres entregas de El Señor de los Anillos en versión extendida. Y lo hago mientras soporto un catarro importante que surgió de improviso durante la última jornada, algo también común a todos los que nos dejamos la piel mental y físicamente en el certamen: cuando empieza la descompresión, revientas. Todos esos que dicen que no se puede cubrir un festival de forma profesional viendo más de tres películas al día tienen su parte de razón: ellos tendrán la mente más clara para escribir cada día y podrán sobrevivir si quieren hacerse la ruta de citas de otoño, que comienza en Venecia y termina en Gijón pasando por Toronto, San Sebastián, Sitges, Valladolid y, este año, Valencia. Pero los que solo vamos a uno de estos festivales tenemos que aprovechar el tiempo lo máximo posible. Aun a riesgo de morir más jóvenes.

Y para empezar el artículo, nada mejor que hacerlo con la película más irreverente de esta edición, aunque eso no sea necesariamente un piropo. La comedia portuguesa DIAMANTINO () tiene todo lo que no sabíais que estábais esperando ver en la gran pantalla: un Cristiano Ronaldo con menos luces que una central eléctrica derruida, una agente secreto lesbiana que se hace pasar por niño refugiado para que la adopte y pueda investigarle, una trama de clonación de futbolistas para crear una superraza que empodere el nacionalismo luso por la vía de los éxitos de la selección, hermafrodistismo que acaba en un falso incesto, una falsa monja con orejas de conejo y un montón de cachorritos de perro correteando por nubes rosas mientras la estrella del balón hace sus jugadas.
¿Cómo puede fallar una película que compone su historia con estos elementos, como herramienta para criticar el ascenso de la ultraderecha y el adocenamiento cultural del pueblo, al mismo tiempo que busca hacer una bonita historia de amor entre un tonto con tetas y una bollera que busca la bondad? Pues porque no es divertida. El ritmo es lento, los gags llegan muy separados entre sí y no hay nada para llenar los huecos. Cada una de las cosas que he comentado aparece pero no se llega a desarrollar más allá de su primera intervención en la historia. Hay que tener un poco más de brío y un mucho más de locura para que este surrealismo entretenga.

La que parecía que iba a ser exactamente eso y desafía por completo todas y cada una de las expectativas que se pueden depositar sobre ella es THE MAN WHO KILLED HITLER AND THEN THE BIGFOOT (), cuyo título parece anunciar un exploitation pero solo es una maniobra de engaño. En realidad, la película grindhouse está contenida a modo de flashback o elipsis narrativa dentro de un relato reposado, sensible, crepuscular sobre un anciano cuyos mejores momentos vitales quedaron atrás y ahora evalúa su vida y los errores que competió.
De esta forma, el protagonista (Sam Elliott, excelente como siempre) nos va contando los eventos que suceden en el título pero con la amargura de quien no se siente orgulloso de ellos porque no sirven para nada: matar a Hitler no cambió el curso de la guerra porque ya no había forma de parar a la maquinaria nazi, que buscó dobles para sustituirlo; acabar con el bigfoot no tiene mayor interés que la caza de cualquier animal salvaje. En ambos casos, el evento en particular es despachado con rapidez para centrarse más en las personas que conoció por el camino o en el gran amor que dejó atrás y perdió demasiado joven por irse a luchar en estas batallas estériles. Conforme avanza el film, lo que va cobrando importancia en esta reevaluación es el amor, la esperanza, la amistad. Porque una cosa es llenar titulares y otra llevar una vida satisfactoria.
Es una cinta hermosa, delicada, muy en la línea de lo que John Sayles hizo en El Hermano de Otro Planeta, en el sentido de utilizar el género fantástico como macguffin para hablar sobre la sociedad desde un punto de vista humanista. No es coincidencia que Sayles sea uno de los productores.

También tiene un ritmo bastante lento el western THE WIND (), cinta de apariciones y demonios en medio del lejano Oeste que protagoniza casi exclusivamente Caitlin Gerard. Su historia en realidad la hemos visto muchas veces, abordando el terror desde una perspectiva psicológica: tan importantes son los espíritus como el viento, el aislamiento, las emociones reprimidas y enfermizas que surgen cuando nadie es capaz de comprenderlas y abordarlas. En este sentido, el final sorpresa no resulta sorprendente a nadie que haya prestado algo de atención a la historia, pero está desarrollado y resuelto con una elegancia y solidez a prueba de balas, con unos flashbacks muy bien estructurados que van desvelando nuevos aspectos de lo que sucede en este lugar remoto.
Hay que destacar sobre todo la mirada femenina que imprime a la historia Emma Tammi. La directora utiliza el ambiente de religión y conservadurismo moral para matizar los traumas que afectan a la protagonista y a su vecina, y a los que sus compañeros masculinos parecen ser inmunes. De esta forma, se convierte en una metáfora de la opresión que la sociedad ejerce sobre la mujer, las exigencias de pureza y compromiso con el macho alfa, el silencio que se les pide para no perturbar la existencia del hombre, y cómo esa presión está llamada a explotar de forma violenta.

Otra con giros de guion y perspectiva psicológica sobre los eventos que narra es la canadiense GHOSTLAND (), de Pascal Laugier. Es un film estructurado en varios tramos claramente diferenciados que incluso saltan de subgénero: lo que comienza como un slasher típico salta al terror psicológico y al cine de fantasmas y vuelve al redil hasta confundir las líneas entre ellos. Es un ejercicio de muñecas rusas que no siempre alcanza la complejidad y fluidez que persigue, y que cae en tópicos a lo largo de su desarrollo, pero que tiene una gran fuerza a la hora de construir su discurso.
Lo cierto es que este mensaje puede resultar problemático para muchos. No al nivel de El hombre de las sombras, también de Laugier, pero sus rupturas mentales con la realidad parecen justificar los peores temores que la 'gente normal' tiene sobre autores y aficionados al género de terror o a la propia narrativa de ficción incluso. También puede interpretarse como una sensibilidad tan extrema que se quiebra mucho antes que una mente 'común', pero a la hora de la verdad, la comparación entre el sufrimiento que padecen una hija y la otra por su distinta forma de enfrentarse al terror hace que una de ellas sea la que lo tiene más fácil y la que de alguna forma traiciona a la otra.
Es extraño que un film que no juega al terror directo o a los grandes momentos catárticos, y que incluso cuestiona la experiencia del espectador, haya sido tan bien valorado por el público que estuvo durante mucho tiempo en cabeza en las votaciones.

También trata el tema de la identidad la japonesa KASANE (BEAUTY AND FATE) (), adaptación de un manga en el que un pintalabios mágico permite a una chica con una enorme cicatriz cambiarse durante 12 horas la cara con la persona a la que bese. Situar la historia en el mundo del teatro le permite hablar sobre el vampirismo emocional que supone el trabajo de actor, sobre el conflicto entre el yo privado y el yo público, sobre la búsqueda de una verdad sobre el escenario que solo se adquiere a través del dolor y de la máscara. Es un relato con ciertos paralelismos con Cisne Negro, por poner un ejemplo más popular, y que podría haber sido realmente rico y sugerente, pero no acaba de cuajar.
Los motivos, por un lado, son el exceso de metraje que hace que una historia ya de por sí lenta se vuelva por momentos farragosa y plana, dado que la premisa no se altera significativamente durante las dos horas que dura (siempre son las dos mismas personas las que intercambian rostro). También se abandona a ciertos excesos melodramáticos que buscan la intensidad sostenida en la historia pero que consiguen volverla algo chabacana, más propia del pulp de consumo irónico que de un film con aspiraciones serias (que es lo que quiere ser). Su tramo final levanta el vuelo con el paralelismo entre lo que sucede sobre el escenario y fuera de él, pero podría haber sido mejor con algo de contención y sencillez.

El teatro japonés es la herramienta expresiva de la excelente FORTRESS OF SKULLS (), hasta el punto de que se trata de una obra de teatro filmada. Con eso no estoy hablando de una de esas piezas de cámara que saltan a la gran pantalla manteniéndose confinadas en un solo espacio y por tanto convirtiéndose en experiencias estáticas y estériles, sino literalmente de una representación sobre las tablas que se ha grabado y convertido en película. Y, pese a ello, contiene más cine que muchas películas rodadas sin estas limitaciones espaciales.
El éxito de esta propuesta experimental hay que adjudicárselo a la perfecta conjunción entre una dirección escénica repleta de recursos para eliminar las barreras del tablado, y un trabajo de cámara que busca la dinamización narrativa. El lenguaje del teatro y el del cine, unidos para conseguir que el espectador se introduzca en la historia hasta olvidar la naturaleza representativa de lo que está viendo. La reducción a los elementos básicos de la narración consigue destilar su pureza, otorgando mayor fuerza expresiva a cada uno de los compases de la historia.
De paso, le permite aumentar la complejidad de lo que cuenta: la historia está tan llena de giros que es fácil perderse, va alternando entre acción, drama y comedia sin perder nunca el tono ni el ritmo, y subraya los elementos de culebrón característicos a las epopeyas japonesas sin que por ello se sienta excesiva. Al eliminar el estilo recargado de escenarios y cámaras rimbombantes, se logra una estética mucho más primaria y potente que da aire al relato, que le permite contar en 140 minutos lo que otros tardarían 8 horas en narrar. Se hace larga, pero se disfruta de principio a fin.

En el lado contrario, no se puede decir en ningún sentido que VERANO DEL 84 () sea algo experimental. Más bien al contrario: es una película que vive de sus referencias y de sus pastiches del cine juvenil de los años 80 de la misma forma que Stranger Things, aunque en esta ocasión centrándose en una trama con asesino en serie a lo Hitchcock en lugar de explorar elementos fantásticos. El resultado es entretenido, pero está por debajo de cintas que supieron trabajar con más personalidad sobre esta base de homenaje.
El problema de esta familiaridad es la plena conciencia de que es el objetivo perseguido: el guion sacrifica en muchas ocasiones la verosimilitud o la coherencia por introducir alguna referencia fílmica o histórica, por replicar alguno de los compases del cine que busca imitar aunque no sean los más adecuados al servicio de la historia. Por contra, su tramo final tiene aspectos que, con algo más de valentía, habrían sido un colofón potente por desmitificar el ambiente de cuento inocente que rescata de la época. Así, la revelación del asesino es tratada como anticlímax en lugar de como paso a las heroicidades fantasiosas de unos niños que no tendrían nada que hacer ante un adulto con un cuchillo, y su renuncia a alargar el juego del gato y el ratón cuando sus vidas están realmente en peligro le confiere un tono bastante más amargo de lo esperable. Aunque, todo sea dicho, el film habría sido una verdadera patada en la boca a la nostalgia si hubiese terminado 15 minutos antes.

¿Y cómo se hace un refrito desde la valentía experimental? Pues como lo ha hecho Guy Maddin en el film que puso punto y final a mi festival. THE GREEN FOG () es una reinterpretación posmoderna y llena de humor del Vértigo (de Entre los Muertos) de Alfred Hitchcock a través de un collage de escenas de otras películas. Un recurso formal que podría parecer propio de un vídeo de YouTube, pero que Maddin utiliza con bastante más fuerza expresiva subyacente que si se tratase de una mera réplica.
El realizador canadiense no busca tanto respetar la historia como buscar sus ritmos y elementos clave, analizando tanto la superficie argumental por la que se mueve el relato como los entresijos psicológicos de los personajes. Así, escenas que en el film original ofrecen pistas y diálogos, aquí son desprovistas de las palabras (que solo son usadas para subrayar los elementos más importantes de la historia) para que nos centremos en las emociones de los actores, en sus rostros, para así componer nosotros mismos el relato. La búsqueda de la sencillez del cine mudo, pero desde un punto de vista más abstracto. En otras ocasiones, Maddin busca la simbología de las imágenes para comunicar pensamientos, sobre todo en escenas que argumentalmente no son tan relevantes como lo que ocurre en la mente de los protagonistas.
Dentro de este juego de espejos, también hay sitio para el metalenguaje: si las interpretaciones de la crítica sobre la obra maestra del orondo inglés incluyen la visión de la historia como conducto para hablar sobre el cine y su valor para modificar la realidad, Maddin añade distintas capas de muñecas rusas en forma de pantallas. Los propios personajes salen de la historia para verla en pantallas e incluso modificarla como quien está en una sala de montaje, una despersonalización sobre el propio ser que entronca con la alienación de James Stewart.
Además, el realizador no renuncia a su sello de humor absurdo, buscando en muchos momentos (y siempre con éxito) la autoparodia y el gag inesperado. El patetismo de la historia original y la reiteración de conceptos entre films independientes, unido al carácter falso del cine y del propio experimento, son utilizados como herramienta para la carcajada cómplice. ¿Qué otra película puede presumir de haber convertido la inexpresividad de Chuck Norris en un conducto para la catatonia emocional? ¿Qué otra es capaz de eliminar diálogos de una escena hasta convertirla en un duelo de miradas homoerótico? ¿Qué autor es capaz de reírse de la impostura de Hitchcock hasta convertir el clímax final en un muñeco que hace 'pof' al dar en el suelo?
@DamnedMartian