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Cannes 2025. Eddington: una fábula paranoica para nuestro tiempo
Immaculada Pilar, 19/05/2025
Desde Hereditary (2018), Ari Aster ha cultivado un estilo propio que mezcla el terror emocional con la precisión estética. Su cine no busca tanto el susto como la descomposición paulatina del espectador, como si cada plano aflojara un tornillo más. En Midsommar fue la luz blanca la que envolvía el horror; en Beau Is Afraid, el delirio se apoderaba del relato hasta convertirlo en una experiencia agobiante. Ahora, con Ednington, Aster firma su película más política y estructuralmente más ambiciosa, sin renunciar a sus obsesiones: la paranoia, la culpa y los lazos familiares podridos.
Pascal y Phoenix: un dúo protagonista carismático
Joaquin Phoenix interpreta aquí a un sheriff que vive en las afueras de un pueblo donde todo parece estar a punto de estallar. La suya es una actuación contenida al inicio, casi austera, pero que va liberando tensión hasta convertirse en un volcán emocional. Phoenix hace de Phoenix, pero eso —a estas alturas— es sinónimo de complejidad, intensidad y carisma.
A su alrededor, personajes ambiguos que entran y salen como piezas de una maquinaria cada vez más desquiciada. Entre ellos, Pedro Pascal, que aporta presencia y una especie de calma extraña en un papel breve pero bien aprovechado. Su personaje, al igual que la historia, está lleno de silencios incómodos, sospechas y medias verdades.
La película arranca con un tono casi costumbrista, pero pronto se enrarece. La atmósfera se carga, los colores se saturan, el ritmo se acelera. El montaje, milimétrico, va rompiendo la armonía del relato hasta volverse casi asfixiante. Aster sabe exactamente cuánto puede estirar una escena antes de hacerla estallar. Y cuando llega el clímax —un tercer acto que es, literalmente, una explosión de fuegos artificiales—, el espectador ya está dentro de un torbellino del que no se puede salir ileso.
Filmar el descenso al infierno.
La fotografía, a cargo de Darius Khondji, vuelve a jugar con contrastes marcados y composiciones que encierran a los personajes en marcos psicológicos: ventanas, pasillos, espejos. El uso de luces intermitentes, filtros de color y planos sostenidos potencia esa sensación de encierro mental y delirio progresivo. La película se convierte en un descenso visual a los infiernos del miedo moderno.
En cuanto al guion, Aster estructura la historia en tres bloques muy diferenciados. Lo que empieza como una inquietud difusa se convierte en una crítica feroz al pánico colectivo, a la manipulación mediática y al auge de los discursos radicales. En cualquier caso, es evidente que Ednington se cocina con las sobras emocionales de la era Covid: el miedo al otro, la conspiranoia como refugio, el aislamiento como doctrina.
En ese sentido, se puede trazar un puente con la propuesta de Loznitsa en Two Prosecutors. Aunque estéticamente opuestas, ambas películas abordan cómo las narrativas del poder —religiosas, judiciales, sanitarias o sociales— pueden moldear la percepción colectiva hasta volverla contra sí misma. Ednington lo hace desde el exceso, la ironía y el espectáculo, pero el fondo es amargo: cuando todo se tambalea, muchos prefieren creer en el caos que mirar la realidad.
No es una película perfecta. Aster sigue siendo un director que divide. Pero es, sin duda, una obra cargada de ideas, de riesgos y de una lucidez incómoda. Un artefacto fílmico que explota más allá de la pantalla.