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Venecia 2023. Larraín apunta y dispara
Immaculada Pilar, 01/09/2023
Comienza la competición oficial y lo hace con Pablo Larraín, un viejo conocido del certamen. En El Conde utiliza una historia inverosímil como artificio para desquitarse con la dictadura de Pinochet.
El Conde: manual de un ajuste de cuentas
Imaginemos que Augusto Pinochet no nació en Valparaíso, en 1915. Y que tampoco murió en Providencia en 2006. Imaginemos que Pinochet nació en Francia, sirvió a las órdenes de Luis XVI y asistió a la ejecución de Maria Antonieta. Y el resto, es historia. O es la historia sobre la que se construye esta El Conde. En ella, Larraín convierte a Pinochet en un vampiro. Sangriento, lujurioso y, sobre todo, ávaro. Pero más allá del planteamiento de unas premisas tan inverosímiles, lo cierto es que el desarrollo de El Conde no se centra en la reescritura de la historia reciente de Chile. Larraín no vuelve a Post Mortem, ni a NO.
El director se centra en el clan Pinochet. Esa suerte de manada de lobos que atacaron y se hicieron con todo cuanto pudieron. Se refiere a esa familia en la que la matriarca, Lucía Hiriart, es tan sangrienta como el ex-presidente (y ex tantas cosas execrables). Una familia en la que los hijos son las cabezas no visibles que blanquean, malversan y extorsionan para convertirse en una especie de economía sumergida. El ajuste de cuentas de Larraín lo es tanto contra la familia y allegados que tanto daño han hecho a Chile, como con los estamentos que engrasaron los mecanismos que habían de llenar a reventar las arcas de los Pinochet. Se menciona a empresarios, a la clase política más conservadora y autoritaria. Y a la Iglesia. Siempre dispuesta a aceptar limosnas, se muestra especialmente cariñosa con quienes apoyan sus privilegios.
En cuanto al desarrollo de la idea, una premisa tan increíble es suficiente para captar nuestra atención. Sin embargo, cuando la película ha mostrado todas sus cartas, parece contentarse con exponer y finamente acusar. Sin embargo, una vez que ha hincado el diente, deja escapar a sus presas. Una cinta que juega con todo, parece perder el interés en llegar hasta el final. En el tramo final, se echa de menos algo de contundencia.
En cuanto al desarrollo audiovisual, la película es casi intachable. Rodada en blanco y negro, tiene una fotografía majestuosa, apoyada en un movimiento de cámara atrevido. Los vuelos del vampiro sobre Santiago, por ejemplo, dejan claro el sentimiento de propiedad de Pinochet (todo esto fue mío, todo esto ES mío), sin necesidad de que se expresen con palabras. En interiores, la cámara de Larraín se acerca al rostro de los protagonistas, en ese estilo tan personal, para pasar a planos generales en los que mostrar la magnificencia de las estancias. El montaje, aunque vivo y muy ágil, acusa cierto decaimiento al final, cuando la película entra en esa fase de impactar al espectador visualmente, olvidando el libreto en algunos momentos. No sucede lo mismo con el sonido, logradísimo de principio a fin. Mención aparte para el entonadísimo reparto: Jaime Vadell y Gloria Münchmeyer, como el matrimonio Pinochet, son capaces de transmitir la maldad y lo retorcido de los personajes. Alfredo Castro, magnífico una vez más, Paula Luchsinger, Antonia Zegers o Amparo Noguera, entre otros rostros habituales del cine de Larraín, están todos magníficos.
En resumen: buena premisa, magnífico desarrollo actoral y audiovisual. Pero: con un punto de partida tan atrevido nos quedamos con las ganas de que se remate la faena.
Podéis seguir el festival de Venecia desde la propia cuenta de Twitter de Immaculada Pilar aka. Rodasons.
El Conde: manual de un ajuste de cuentas
Imaginemos que Augusto Pinochet no nació en Valparaíso, en 1915. Y que tampoco murió en Providencia en 2006. Imaginemos que Pinochet nació en Francia, sirvió a las órdenes de Luis XVI y asistió a la ejecución de Maria Antonieta. Y el resto, es historia. O es la historia sobre la que se construye esta El Conde. En ella, Larraín convierte a Pinochet en un vampiro. Sangriento, lujurioso y, sobre todo, ávaro. Pero más allá del planteamiento de unas premisas tan inverosímiles, lo cierto es que el desarrollo de El Conde no se centra en la reescritura de la historia reciente de Chile. Larraín no vuelve a Post Mortem, ni a NO.
El director se centra en el clan Pinochet. Esa suerte de manada de lobos que atacaron y se hicieron con todo cuanto pudieron. Se refiere a esa familia en la que la matriarca, Lucía Hiriart, es tan sangrienta como el ex-presidente (y ex tantas cosas execrables). Una familia en la que los hijos son las cabezas no visibles que blanquean, malversan y extorsionan para convertirse en una especie de economía sumergida. El ajuste de cuentas de Larraín lo es tanto contra la familia y allegados que tanto daño han hecho a Chile, como con los estamentos que engrasaron los mecanismos que habían de llenar a reventar las arcas de los Pinochet. Se menciona a empresarios, a la clase política más conservadora y autoritaria. Y a la Iglesia. Siempre dispuesta a aceptar limosnas, se muestra especialmente cariñosa con quienes apoyan sus privilegios.
En cuanto al desarrollo de la idea, una premisa tan increíble es suficiente para captar nuestra atención. Sin embargo, cuando la película ha mostrado todas sus cartas, parece contentarse con exponer y finamente acusar. Sin embargo, una vez que ha hincado el diente, deja escapar a sus presas. Una cinta que juega con todo, parece perder el interés en llegar hasta el final. En el tramo final, se echa de menos algo de contundencia.
En cuanto al desarrollo audiovisual, la película es casi intachable. Rodada en blanco y negro, tiene una fotografía majestuosa, apoyada en un movimiento de cámara atrevido. Los vuelos del vampiro sobre Santiago, por ejemplo, dejan claro el sentimiento de propiedad de Pinochet (todo esto fue mío, todo esto ES mío), sin necesidad de que se expresen con palabras. En interiores, la cámara de Larraín se acerca al rostro de los protagonistas, en ese estilo tan personal, para pasar a planos generales en los que mostrar la magnificencia de las estancias. El montaje, aunque vivo y muy ágil, acusa cierto decaimiento al final, cuando la película entra en esa fase de impactar al espectador visualmente, olvidando el libreto en algunos momentos. No sucede lo mismo con el sonido, logradísimo de principio a fin. Mención aparte para el entonadísimo reparto: Jaime Vadell y Gloria Münchmeyer, como el matrimonio Pinochet, son capaces de transmitir la maldad y lo retorcido de los personajes. Alfredo Castro, magnífico una vez más, Paula Luchsinger, Antonia Zegers o Amparo Noguera, entre otros rostros habituales del cine de Larraín, están todos magníficos.
En resumen: buena premisa, magnífico desarrollo actoral y audiovisual. Pero: con un punto de partida tan atrevido nos quedamos con las ganas de que se remate la faena.
Podéis seguir el festival de Venecia desde la propia cuenta de Twitter de Immaculada Pilar aka. Rodasons.