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Seminciando 2012, Día 4: De genios y delirios

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Alberto Frutos, 25/10/2012

Cuando uno ha estado más de una vez en un festival, imagino que estará advertido de (casi) todo lo que puede suceder: los abandonos de la sala, algún abucheo, las risas en momentos supuestamente emocionantes, los aplausos finales, las ovaciones dobles, caras familiares que no fallan ni una, los horarios colapsados, los cortometrajes metidos con calzador antes de la película en cuestión, los debates posteriores, el nivel de exigencia de los espectadores y el del sector crítico. Sin embargo, estoy seguro de que los veteranos tienen algo en común con todos los que cubrimos un acontecimiento como la Seminci por primera vez: la ausencia total de control sobre la calidad de los filmes, las expectativas, las reflexiones que provocan cuando se encienden las luces (que por cierto, es un lujo que lo hagan después del último título de crédito). Es entonces, en ese momento, cuando no existen críticos y espectadores, no hay diferencia alguna entre tener el pase de prensa o no tenerlo; el placer, la sorpresa o la decepción sucede con el mismo nivel de probabilidades. En la jornada de ayer se produjeron dos momentos de comunión total entre espectador y pantalla, aunque con muy distintas sensaciones. Por un lado, el desconcierto absoluto sobre lo que se estaba viendo; por el otro, el homenaje rendido con la risa cómplice puesta a los pies de un maestro. Dos instantes que destacan por encima de los otros dos trabajos que pudimos ver, no por calidad, sino por sensaciones. Volvemos al ranking en este cuarto día de la Seminci.

Sin paños calientes. Somewhere in Palilula () es la cosa más extraña, delirante, original y ridícula que he visto jamás en un cine. Tengo la intuición de que muchos de mis compañeros están acostumbrados a este tipo de cine en los festivales, pero me tocó pagar la novatada. La primera película del rumano Silviu Purcarete, uno de los directores teatrales más respetados de toda Europa, no deja indiferente, no da opción: o entras en su juego o te quedas fuera por completo. Difícil no, imposible intentar contar una historia central que no existe. Se trata de un conjunto de escenas sacadas directamente de la locura más absoluta, lamentablemente justificadas en un desenlace torpe e innecesario en el contenido, pero brillante en la forma, algo que se puede ampliar a todo el conjunto. Visualmente es deslumbrante, llena de imaginación, con un contenido teatral evidente e inevitable, pero que no termina de justificar una trama totalmente gratuita, sin ningún tipo de coherencia interna. Todos estos factores ayudaron a que se convirtiera en la sesión donde se observaron más abandonos de la sala. Y la total comunión entre espectador y pantalla grande, en forma de sorpresa. Positiva o negativa. Es complicado hacer un análisis exacto de una película así. ¿Una basura? ¿Una obra maestra? Quizás ambas cosas. Quizás ninguna.

Una de las virtudes esenciales de cualquier buen documental que se precie debe ser la capacidad de captar el interés del espectador a través de una historia que desconoce, acercarle las experiencias y sensaciones de personas reales, de carne y hueso, como tú y como yo, sin guiones que se pongan por en medio. Griot (), el debut cinematográfico de Volker Goetze que se exhibió en la sección Tiempo de Historia, consigue todo eso y además alcanza otro nivel, el de transportarnos a un mundo único, lejano en la distancia pero, ojalá, cercano en la honestidad. Centrándose en la figura de los guardianes de las leyendas del África Occidental, en especial de Ablaye Cissoko, una de esas personas con un aura que traspasa cualquier tipo de pantalla, Griot subraya la importancia de la tradición, de la cultura, de la necesidad de entender y respetar nuestro pasado para continuar avanzando. La emoción que desprenden algunos de sus tramos, gracias también a una música maravillosa, consiguen eso tan especial del cine que es hacernos olvidar lo que sucede más allá de las paredes de una sala.

Si hace unos días Electrick Children se convirtió en una más que agradable sorpresa dentro de Punto de Encuentro, Offline (), ubicada en la misma sección, sigue sus mismos pasos e incluso se permite avanzar varios más. La ópera prima del director belga Peter Monsaert es una de las joyas ocultas de estos días. En el pase con menor número de espectadores al que he acudido desde que llegué, los aplausos sinceros del final ejemplificaron la calidad de una película centrada en la maravillosa historia de amor entre un padre y una hija cuando el pasado y la distancia han marcado terreno. Protagonizada por un notable Wim Willaert, Offline sorprende por la ternura que consigue sacar de unos ambientes lúgubres, de una ciudad casi siempre oscura, de lugares llenos de sombras, gracias a la delicadeza con la que trata a sus personajes, siempre al servicio de un guion algo tramposo en función, eso sí, de mantener el interés y la emoción del espectador. No siempre lo consigue, pero cuando lo hace, el filme vuela y alcanza al corazón. Un pequeño tesoro.

Uno, a estas alturas de festival, empieza a ir al cine como una liturgia hermosa, sí, pero también automatizada, cumpliendo a rajatabla los horarios. Es parte del maravilloso juego y se acepta. Pero siempre hay excepciones, y lo cierto es que poder ver en pantalla grande Woody Allen: A Documentary (), un recorrido por la vida y obra del genio neoyorquino, es uno de esos placeres que inevitablemente uno espera con impaciencia. El trabajo de su realizador, Robert B. Weide, es lo más exhaustivo posible, centrándose mucho más (afortunadamente) en las películas de Allen que en sus conflictos personales, los cuales, cuidado, también tienen su hueco. Y mencionaba al comienzo de la crónica que en esta jornada dos habían sido los momentos de complicidad absoluta entre las personas que poblábamos las butacas y lo que se estaba contando. No puedo negar mi devoción absoluta hacia Woody Allen, mi defensa total de la práctica totalidad de su apabullante carrera, de la cual prescindiría de no más de dos títulos. Por eso es inevitable emocionarse al ver en la cola de un cine a un chaval de unos diez años saltando de alegría porque su padre le había conseguido una entrada para ver esta película, o escuchar al final de la proyección a un compañero de butaca decir que se había dado cuenta de que este señor bajito y genial, pesimista y único, brillante y especial, era el responsable de muchos de los mejores momentos de su vida. Muchos sentimos lo mismo, y dudo que se pueda explicar mejor. El cine está en deuda con Allen. La Seminci, también.
Nos acercamos al final de nuestro paso por Valladolid y, pese a algunas buenas películas, seguimos esperando esa obra maestra que nos haga olvidar la mediocridad de muchas de las cintas que hemos tenido que sufrir. Mañana puede ser el día. Tendremos un dramón belga sobre la esclerosis múltiple, un thriller cien por cien mexicano y dos nombres, Jacques Audiard y Goran Paskaljevic. Crucemos los dedos. Nos leemos. Nos buscamos. Nos encontramos en las salas. Cine en vena en la Seminci.