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Seminci 2012, Epílogo: De despedidas y balances

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Alberto Frutos, 28/10/2012

Si antes de entrar al cine le preguntaran a los espectadores qué es lo que más les gustaría que ocurriera en la película, a nivel general, estoy seguro de que muchos responderían "que acabara bien". Un buen final no tiene porqué ser feliz, ni triste, ni abierto, ni cerradísimo, tiene que ser, simple y llanamente, satisfactorio. Para su responsable y para quien lo recibe. La 57 edición de la Seminci ha proyectado su 'The End' particular con un palmarés que (y como entenderéis no voy a dejar de hablar a estas alturas de otro modo que no sea desde la opinión más personal) es indiscutible, que apuesta y otorga el triunfo de las mejores películas que han participado en una Sección Oficial que, con cierto tiempo de distancia, oscilaría entre el bien y el notable.
¿Decepciones? Claro que las ha habido. Muchos estábamos temblando tras escuchar en los corrillos las posibilidades que dos cintas tan personales y arriesgadas como La Lapidación de San Étienne y Somewhere in Palilula tenían de alzarse con la Espiga de Oro, pero afortunadamente el sentido común optó por premiar la calidad por encima de las (pedantes) pretensiones.
Sin que suene a 'yo ya lo dije', es cierto que no puedo evitar alegrarme al comprobar cómo los gustos de quien esto firma son prácticamente iguales a los del Jurado Internacional, entre los que se encuentran figuras tan importantes como Imanol Uribe, Rosa María Sardà o Jaume Figueras. En las dos últimas crónicas apuntábamos que, a última hora, habían llegado a Valladolid dos obras maestras: Rust and Bone, de Jacques Audiard, y Los Caballos de Dios, de Nabil Ayouch. Faltaba por ver si las ovaciones finales, los comentarios posteriores y la sensación de gran cine que habían dejado en los espectadores y la crítica se trasladaban al resultado final. Afortunadamente, así ha sido. La película francesa se ha alzado con los premios a Mejor Director, Mejor Guion y Mejor Actor (soberbio Matthias Schoenaerts, sin duda la mejor actuación masculina del festival), mientras que el tremendo filme sobre la conversión de dos hermanos en islamistas radicales ha conseguido la ansiada Espiga de Oro. Indiscutibles triunfos para los dos mejores trabajos que se han visto en la Sección Oficial, dos excelentes retratos de las profundidades del ser humano para encontrar esperanza, terror y amor, ya sea fraternal, compasivo o romántico.

Completan el podio de triunfadoras la notabilísima Hannah Arendt, Espiga de Plata, y La Cinquième Saison, que suma el Premio Especial del Jurado, el Premio de la Juventud de la Sección Oficial y el Premio Fipresci de la crítica, ex aequo con la insoportable La Lapidación de San Étienne. De esta manera, la película de Peter Brosens y Jessica Woodworth sobre el apocalipsis natural que se cierne sobre un pueblo de las Ardenas se convierte en la gran sorpresa de esta edición, menor si comprobamos la calidad cinematográfica que posee, su hermosa poesía desoladora, su terrorífico estudio sobre el descontrol de las profundidades del ser humano cuando pierde el dominio de la situación. Por otro lado, la magnífica Diaz: Don't Clean Up This Blood ha arrebatado el Premio del Público a la gran favorita, la brillante Amor y Letras. Poca discusión, o ninguna, puesto que el trabajo de Daniele Vicari es completamente absorbente, una lección de thriller dramático que todavía asusta creer que esté basado en hechos reales.
Quizás sea en términos interpretativos donde se encuentre el punto más incomprensible del palmarés. Si esta Seminci va a ser recordada sería, o debería ser, por la altísima calidad de interpretaciones femeninas que se han podido ver. Se vaticinaba lucha titánica por el premio a Mejor Actriz entre la finalmente ganadora, Elle Fanning, y Marion Cotillard, Nina Hoss y, sobre todo, la excelsa Hannah Arendt que regala Barbara Sukowa. El resultado final opta por ofrecer una cara y una cruz. Mientras que la actuación de Fanning no acepta ‘pero’ alguno, está inmensa y es lo mejor, de lejos, de la semidecepcionante Ginger & Rosa, el hacerla compartir el premio con Greisy Mena que es precisamente el punto más flojo de La Vida Precoz y Breve de Sabina Rivas, agrava el crimen. No hay comparación alguna entre una y otra: donde una exhibe verdad absoluta, la otra se conforma con una colección de tics alejados de cualquier tipo de sentimiento. Una conmueve al espectador, la otra solo transmite indiferencia. Por lo demás, merecida mención a la fotografía excelente de la spielbergiana Hijos de la Medianoche y premio a Mejor Director Novel para Cate Shortland por la notable Lore, una de esas películas de las que se esperaba más; algo que, suponemos, también ha ocurrido con When Day Breaks, la emotiva e irregular cinta de un Goran Paskaljevic que se va de vacío de un festival que le había otorgado la Espiga de Oro en tres ocasiones. No hay récord superado ni más aplausos para él en Valladolid, pero tranquilos, seguro que volverá.

Trasladándonos a la sección Punto de Encuentro, nos encontramos con el éxito compartido de la rumana Of Snails and Men y esa preciosa película belga sobre la esclerosis múltiple llamada Time of My Life, del director de Ben X, Nic Balthazar, que además se ha llevado el Premio del Público. En Tiempo de Historia, el primer premio ha sido para Nosotros, del director español Adolfo Dufour y, la plata, para Cuates de Australia, documental mexicano firmado por Everardo González. Woody Allen: A Documentary se ha ido de vacío. En cuanto a los cortometrajes, la Espiga de Oro ha ido a parar a las manos del islandés Ísold Iggadóttir por Revolución Reykjavik, mientras que El Ritmo que Late en Mí, la joya francesa dirigida por Yann Le Quellec y mi cortometraje favorito del certamen, se ha conformado con la Espiga de Plata. Tabu, de Bo Mikkelsen, ha recibido una mención especial del jurado y el excelente Dood van een Schaduw ha obtenido el premio al corto europeo.
En definitiva, queda la sensación de un palmarés que ha preferido repartir sus premios antes que vestir de oro y seda a una sola película. Buena noticia, representativa de la calidad de varios de los trabajos presentados, para una Seminci que, a falta de tener opinión objetiva de anteriores ediciones (por falta de presencia, que no de ganas), ha contado con un ritmo aceptable de buenos filmes, alejado del sobresaliente pero ampliamente instalado en el notable. Por mi parte, toca recapitular. Es la primera vez que escribo desde un tren. Puede parecer una estupidez, pero me parece una hermosa forma de llegar al final de esta aventura vallisoletana que comenzaba hace seis días con una crónica que comenzaba hablando, precisamente, de las primeras veces. Con el tiempo transcurrido uno no se ha vuelto más guapo, ni alto, ni rico, ni listo, pero ha adquirido un conjunto de experiencias inolvidables, sensaciones, aromas y lugares que quedan irremediablemente guardados en un lugar muy especial. Entre todos los sueños profesionales con los que uno no nace, pero sí se hace, estaba el de cubrir un festival de cine y, como todas las ilusiones que se van a cumplir, estaba tan entusiasmado como asustado, tan expectante como dubitativo. La balanza, en ambos casos, ha dado la razón a las primeras opciones, ha justificado la espera y los nervios y se lo ha ganado a base de cine y momentos. Los pases matutinos en el Calderón, el maravilloso silencio de los cines Roxy, el ambiente familiar que se crea en el Teatro Zorrilla, las salas repletas en el 99% de sesiones a las que he acudido, ver cómo nadie se levanta de su butaca hasta que no termina el último título de crédito y, ese es el momento, las luces se encienden y volvíamos a la realidad de una ciudad que también ha jugado un papel definitivo. Valladolid atrapa. Caminar por sus calles bajo la lluvia, notar el aroma a cine tras cada esquina, el respeto con el que se trata a la experiencia de ver una película, el interés por crear y mantener la magia en una sala, los aplausos tras la emoción y el pataleo tras la decepción. Todo desde la pasión.
Por eso, si me tengo que quedar con algo de esta 57 edición de la Seminci, sería la esperanza recuperada, no en el séptimo arte, que jamás la perdí, sino en el interés y el amor que se le profesa ahora y, cada vez lo tengo más claro, se le profesará siempre. ¿La muerte del cine? No, gracias. Ha sido un absoluto placer, Valladolid. Gracias a todos los que me han permitido disfrutarlo, en especial a CINeol, que me ha dado la oportunidad de justificar muchísimas cosas, de sentirme periodista, de ser lo que siempre he querido ser: un tipo que ve películas y que intenta contar, de la mejor manera que sabe, puede y le dejan, lo que le han hecho sentir. Y gracias a todos aquellos que me han leído, me han buscado y me han encontrado en la sala. Cine en vena, donde sea, pero que parezca la Seminci.