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Reflexiones de un guionista en Sitges. Parte VI: The Plague
Carlos García Porcel, 30/10/2025
Es aquí donde me rindo al cine.
La premisa de The Plague (escrita y dirigida por Charlie Polinger) es sencilla: Ben ingresa en un campus de waterpolo e intenta encajar en un grupo de chavales populares, mientras procura no implicarse en el acoso que ejercen contra otro compañero del equipo.
Permíteme alternar mi mirada de guionista con la de padre de un niño prepúber, cuya edad no dista mucho de la de los protagonistas. Esta reflexión estará inevitablemente sesgada por mis circunstancias, y quizá demasiado profunda en algunos tramos. Pero el cine —como cualquier forma de arte— triunfa cuando logra interpelarte, hacerte sentir su mensaje, dejarte una enseñanza o, al menos, abrir un debate.
Eso es lo que me ha provocado The Plague. Tal vez sea la película menos “sitgetana” de las que he visto (se salva por cierta escena con cierto dedo y cierta tijera), pero también la que más me ha estremecido.
Por fin, una mención especial a un diseño sonoro extraño, incómodo, pero perfectamente integrado en la narrativa. Destaco, por ejemplo, la escena onírica del nado de las chicas bajo el agua. ¿Era necesaria? No. ¿Funciona? Absolutamente. Te sitúa en una atmósfera, en una vibración emocional.
La interpretación de los niños es sobresaliente. No debe de ser fácil lograr que unos chavales transmitan miedo, sigan siendo adolescentes y, al mismo tiempo, construyan personajes con profundidad. Y ojo: los destaco no porque los adultos lo hagan mal, sino porque ellos sostienen la mayoría de las secuencias.
En una especie de Charlie Brown macabro, los adolescentes se comunican entre insultos, bromas y quejas, mientras los adultos escuchan pero no hablan. Lo que dicen suena al blablablá de los mayores en los cómics. Polinger es sutil pero contundente: ante la ausencia de una autoridad que guíe o intervenga, la violencia escala. En el caso del bullying, la ceguera adulta (“son cosas de niños”) sepulta un problema grave que puede marcar la identidad de quien aún no sabe cuál es su lugar en el mundo. Especialmente en el caso de Eli, el chico más vulnerable.
Aquí emerge el verdadero mensaje: no solo los vulnerables pueden ser víctimas, ni el alfa es siempre el agresor. Ben, el protagonista, transita entre ambos roles. Un chico normal, con sus propias inseguridades, puede caer en uno u otro lado si el entorno lo empuja.
De esta reflexión nace un término que me he inventado —y que, tras buscarlo, no he encontrado en internet—: el posicionamiento pasivo.
Ben opta por esta estrategia: aunque no aprueba el trato que recibe Eli, prefiere no intervenir por miedo a ser excluido. Sí, un hombre blanco cis hetero usando la palabra “cancelación”.
He aquí un par de ejemplos:
Días después de ver la película, asistí con mi mujer a una obra de teatro con apenas 15 espectadores. Al finalizar, las actrices interrumpieron los aplausos para leer un manifiesto contra el genocidio gazatí. Y me asaltó un dilema: ¿sirve de algo posicionarse en un foro tan reducido y con tan poco alcance? ¿Es postureo o es una reivindicación sincera?
No tengo una respuesta clara. Pero sí entendí que mi silencio puede interpretarse como complacencia. Quien calla, otorga.
Otro momento revelador ocurrió al inicio de la proyección: en Sitges es tradición lanzar gritos, aplausos y chascarrillos en momentos clave. Cuando aparece el gorila tirando aviones a la iglesia, cuando alguien muere de forma espectacular, cuando se avista alguna estrella en la platea…
Pues bien, en esta sesión, un iluminado gritó un “¡suuuu!” de CR7 justo al apagarse las luces. Otro espectador, desde el otro extremo de la sala, le respondió: “¡Subnormal, no tiene ni puta gracia!”.
Por un lado, una ruptura violenta del ambiente: quienes aún vamos al cine buscamos desconectar del mundo, sin móviles, sin comida (política del festival), solo uno frente a la pantalla. Por otro, una reacción desmesurada pero comprensible. El resto callamos. ¿Dónde nos posiciona eso?
Sí, acabo de comparar el genocidio en Oriente Medio con un imbécil gritando en una sala de cine. Pero lo que quiero señalar es que The Plague abre la puerta a este tipo de reflexiones.
Como broche final, vuelvo a mi faceta de guionista para hablar de la exposición: ese recurso que usamos para contextualizar al espectador, a menudo mediante diálogos entre personajes que ya conocen la información que comparten.
Por lo general, se considera un recurso torpe. El cine es visual, y lo ideal es mostrar antes que explicar. Pero a veces es necesario, porque evitarlo implicaría invertir tiempo, dinero y planificación que no siempre hacen avanzar la trama.
Existen trucos para camuflar la exposición. Uno es la clásica escena inicial donde un personaje nuevo entra en juego y otro más experimentado lo ubica: “Este es Mengano, el capitán, y tiene mala leche”; “Esta es Zutana, la suboficial, y nunca le preguntes por su cicatriz en la ceja”, etc.
Otro recurso es lo que Blake Snyder llama El Papa en la piscina: un personaje expone algo a otro, pero la escena se adorna con una acción que genera conflicto o interés.
Pues bien, The Plague destaca por su uso elegante de la exposición. Un ejemplo perfecto es Jake, el villano. De él sabemos poco, pero sus acciones revelan una personalidad ultracompetitiva, socarrona y manipuladora. Un antagonista en toda regla.
Y en apenas dos frases —una de su madre y otra sobre su relación con su hermano— se construye un backstory coherente, que además lo humaniza. En dos líneas lo entendemos, lo ubicamos y se matiza su rol, hasta entonces infalible.
The Plague es un drama que roza el terror. Pero no el terror sobrenatural.
Y eso, precisamente, es lo que más miedo da.