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Especial Óscar 2017: El cine en la era Trump
José Hernández, 20/02/2017
Mucho se ha escrito y se seguirá escribiendo sobre el ascenso de Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos: cómo un tipo sin credenciales ni inteligencia visible pudo convencer a América de que era capaz de dirigir un país, cómo el discurso del odio y el enfrentamiento ha calado en el votante medio, cómo la involución ideológica ha sido una respuesta demorada a la crisis económica y política de los últimos años... En cualquier caso, esto es una página de cine, y lo que nos interesa es analizar cómo el celuloide también ha plasmado el germen del populismo, la recuperación de valores clásicos y caducos, y el rechazo al establishment que han dado origen al trumpismo. Este año, dos de las nominadas al Óscar muestran claramente, aunque en distintas formas, cómo es la América de Trump.
Los dos polos complementarios de la candidatura de Trump han sido el rechazo a un sistema que ha provocado una crisis para los americanos sin que ello parezca haber afectado a los poderosos que lo dirigen, y un eslogan (“Make America great again”) que promete la recuperación de un sueño americano que nunca fue real pero que durante varias décadas caló en el subconsciente de la población con su sentimiento de poder, control, grandeza y patriotismo. Y las dos películas que muestran esto son, respectivamente, Comanchería y Hasta el último hombre.
AMÉRICA EN CRISIS
Recuperando los códigos del género americano por excelencia, el western, pero adaptándolos a un presente donde los ritmos y crudezas son diferentes, Comanchería retrata un país decadente cuyo Oeste, que una vez fue territorio de aventureros y exploradores, de vaqueros y pistoleros, de honor de bandidos y salvajes, ha quedado fracturado y pisoteado por un sistema socioeconómico que ha actuado de vampiro chupasangre, extrayendo de los simples currantes todo el dinero y las esperanzas en un futuro brillante que una vez pudieron albergar. Los bancos, esos entes sin alma ni rostro, pero con una estructura societaria compuesta por figuras anónimas estereotipadas (traje gris y piel cenicienta como su sentido de la moral, vocabulario complicado y traicionero, ningún escrúpulo para llenarse los bolsillos especulando con el dinero ajeno ganado con un sudor que ellos nunca han experimentado), han destruido con su codicia la base de la Great America con la connivencia y complicidad de la clase política al completo.
Así, las personas que pueblan el film están desesperadas, hipotecadas, arruinadas, sobreviven con el agua al cuello en un clima tan árido como la tierra del desierto, donde nada puede crecer. Y llevan tanto tiempo así que la tristeza y la depresión ya han tomado otra forma: el odio, la ira, la necesidad de romper con lo establecido y darles su merecido a quienes han causado esta crisis económica, social y moral en su amado país. ¿Y cómo hacerlo? Recuperando uno de los estereotipos de su tierra: el bandido heroico (como Billy el Niño, Bonnie y Clyde, Butch Cassidy y The Sundance Kid) que usa sus pistolas solo con quien lo merece y recupera lo que por derecho es suyo (un mito romántico que, dicho sea de paso, nunca es cierto; es una idealización de conductas criminales y exclusivamente egoístas).
De esta forma, David Mackenzie nos lleva por una tierra de pistoleros (casi todos los ciudadanos van armados, que estamos en la América profunda), vaqueros apaleados que han decidido tomar las riendas de su vida a base de plomo, devolviendo al sistema el atraco continuado al que se han visto sometidos.
Pero no solo eso. La película horada en las heridas abiertas para darle un toque cínico que pone distancia sobre esa indignación social. Y solo necesita una escena, ganada a pulso por un personaje que durante todo el film ha tenido que sufrir las bromas racistas del sheriff (comentarios ofensivos que son una forma masculina de mostrar compañerismo y respeto sin bajar las defensas de la pura hombría americana). El agente Parker (Gil Birmingham), único indio comanche de una cinta llena de personajes que quieren atribuirse los rasgos culturales y mitológicos de esta raza, subraya en un par de frases lo que se viene a conocer como “white people's problems”: todo este genocidio cultural y social que la clase blanca está sufriendo, que les atenaza y les desespera, que vacía las calles de gente y esperanza, no le importa lo más mínimo. No le da ninguna pena. Se lo merecen. Durante siglos han matado, extorsionado, explotado, torturado, pisoteado, expoliado y robado todo lo que se ha cruzado a su paso. Han consumido la tierra, han acabado con sus legítimos dueños. Ahora la tortilla se ha dado la vuelta y están recibiendo su merecido. Que les jodan. América nunca fue grande: fue un sueño construido con sangre y odio. Lo mínimo que les podía (o les debía) pasar era que cayesen ellos también víctimas de un sistema que, al fin y al cabo, solo es una expresión abstracta de lo podrido de sus almas.
Pero esta es la visión de un 'extranjero'. No es un hombre blanco. No es uno de ellos. Es un hombre definido solo por lo que le diferencia del hombre blanco, y por tanto no es una persona cuya opinión le pueda importar a nadie más que a él mismo. Sus escuetas frases son solo una forma de ventilar su desprecio, sabiendo que nada van a cambiar, y que el hombre blanco seguirá regodeándose en su desdicha y sin capacidad alguna de empatía. De ahí que la figura de un hombre blanco (bueno, más bien naranja) que enaltece este sentimiento, que promueve el ombliguismo, sea la salida más cómoda para ventilar la frustración social. Porque mirar a la historia y comprender a otros pueblos para construir un sistema saludable que no provoque estos canibalismos emocionales y sociales requiere un salto demasiado grande, que en tiempos de bonanza no es necesario y en tiempos de crisis es una pérdida de tiempo. Mejor un viejo rabioso que lance frases populistas y se atribuya la figura mítica del American Outsider, el vaquero solitario que llega al pueblo para acabar con los caciques de turno.
EL HÉROE AMERICANO IMPOSIBLE
Si Comanchería mira hacia la realidad, Hasta el último hombre echa la vista hacia el sueño, hacia el ideal. Después de décadas de cine bélico desmitificador, donde la guerra es sinónimo de desgracia, locura, genocidio y terror, donde los héroes tienen un componente psicopático o acaban sus días inundados por el dolor de la pérdida de compañeros (y la pérdida de la inocencia que ello acarrea), donde las atrocidades cometidas ocupan más minutos que las misiones que salvaron el mundo, y donde la mera sugerencia de que la guerra sirve para algo es vista con repulsa, llega Mel Gibson a rescatar un cine más puro y límpido de una época más ingenua: el cine bélico de los años 30 y 40, donde el impulso propagandístico obligaba a construir mensajes de enaltecimiento y a dibujar héroes sin aristas cuya nobleza sea inspiradora.
Desmond Doss es un héroe imposible. Es el prototipo de buen chico americano: sanote, valiente, buenazo, generoso, atlético, guapote, con pelazo. Es el yerno que toda madre querría para su hija y el marido que toda mujer de hace muchas décadas querría como marido (si vas con la mentalidad de que vas a ser la criada de un hombre, por lo menos que no sea un hijo de puta). No tiene ni una sola característica negativa ni hace nada que sea moralmente ambiguo durante ningún momento del film. Es inmaculado.
Tiene tantas cualidades que no solo es un valiente que se presenta voluntario para luchar por su país, sino que se niega a matar a nadie o siquiera empuñar un arma. La inherente contradicción de estos dos extremos juega un papel importante en el conflicto central del film, pero desde el punto de vista de Mel, el problema viene de la incomprensión de la jerarquía militar, no de que su postura no tenga sentido (de nuevo, el sistema es malo y el individuo es bueno). No hay ningún punto en la película donde se ponga en cuestión la decisión de Desmond, solo la viabilidad de llevarla a cabo. Dudar de alguno de estos dos extremos sería poner en cuestión la heroicidad mitológica de Desmond, que en una sola persona aglutina todos los rasgos de todos los tipos de héroe posibles.
Desmond es, de hecho, un santo. Su llamada a filas es una vocación imperturbable que llega de súbito, sin mayor explicación que la inspiración moral (en realidad se explica de tres formas distintas, dos de ellas vinculadas a la familia y una a la religión, pero como el film cambia su relato continuamente digamos que no hay un motivo concreto). Vive su martirio y su ostracismo entre los compañeros con la estoicidad que le aportan sus creencias. Cuando llega el momento, su valentía infinita fructifica en forma casi de milagro. Toda su historia está cubierta de una pátina religiosa fundamentalista, con un discurso sobre el pecado, la culpa, la redención y la llamada divina que culmina con una subida metafórica a los cielos en camilla, mientras una luz cegadora le ilumina desde el más allá. Si Desmond se comporta como un sacerdote (protestante, que al fin y al cabo se casa) es porque ha sido tocado por la fe. Porque Dios le ama tanto como él a Dios. Dios y la patria, que son uno y lo mismo.
Desmond es Americano. Es ese tipo de chaval americano perfecto que un día vendieron como prototípico de la sociedad y que, décadas después, parece un espejismo. Y el film lo recupera, lo pone en primer plano, lo eleva a los cielos y le dice al pueblo americano que ESE es un héroe. Su héroe. Su América. Esa América perdida que hay que recuperar. La América noble, bondadosa, honrada, que no duda en lanzarse a la guerra por el bien de la humanidad.
Porque no nos engañemos: aunque sea una película sobre un pacifista, no es una cinta pacifista. No se cuestiona la necesidad de ir a la guerra, ni la utilidad de entrar en batalla, ni el sentido del sacrificio personal. Durante sus extensas escenas de acción, la cámara se regodea en la muerte y los desmembramientos como espectáculo sensorial, pero al no haber apenas personajes secundarios (quitando a los actores famosos, solo uno de ellos tiene cierta entidad dramática; los demás son rostros anónimos e impersonales), lo que sucede no tiene implicaciones personales. La cámara se aleja durante largos trechos de los personajes que conocemos para centrarse en la carnicería. Steven Spielberg se cuidaba mucho de mostrarnos, en Salvar al Soldado Ryan, que las atroces imágenes del desembarco estaban siendo vistas por el personaje de Tom Hanks. En cambio, Mel muestra la violencia por la violencia. El efecto es adrenalínico, pero no perturbador. Porque no busca cuestionar la guerra, sino impactar con la violencia extrema.
También ayuda a ello su racismo latente. Después de tantas películas (como mínimo desde 1925, con El Gran Desfile) que humanizan la figura del enemigo, que muestran empatía para ambos bandos por mucho que unos tengan la razón, aquí los japoneses oscilan entre la amenaza sobrenatural invisible y los monstruos sedientos de sangre, traicioneros y viles. Como en tantos otros aspectos, del film, el reloj del avance social retrocede varias décadas, hasta esas caricaturas de dientes grandes y rasgos bufonescos que poblaban la cultura yanqui durante la época de la Gran Guerra.
Esa entronización de los valores tradicionales americanos, en la figura de un héroe inmaculado; esa celebración de la guerra, en conflicto con su postura moral de respeto al pacifismo; esa deuda estética y narrativa con el cine propagandístico y el panfleto religioso; ese tufillo a xenofobia proteccionista; y esa contradicción entre sus distintos mensajes populistas, que quieren jugar a inspirar a todos los cuadrantes de población sin importar su coherencia interna; todo eso constituye el más fiel retrato de la cultura americana en la era de Trump que veremos en mucho tiempo.
Si Comanchería permitía explicar las raíces sociales del ascenso de Donald, las causas y efectos que derivaron en su meteórica trayectoria, Hasta el último hombre es un reflejo de la cultura y los ideales que la esfera de Trump quiere recuperar. El mundo de los comanches es el que ha dejado Obama. El mundo de Desmond es el que hizo a América grande. ¿Y quién puede competir en pelazo con Desmond si no es el propio Trump?
POSIBILIDADES DE ÓSCAR
Comanchería: todo apunta a que se irá de vacío. Solo una sorpresa en guion original o montaje podría darle una estatuilla de consuelo.
Hasta el último hombre: su tabla de salvación para no irse a cero está en los premios técnicos. Si no quieren batir otro récord con La Ciudad de las Estrellas. La La Land, es probable que el film de Mel Gibson se haga con uno o ambos Óscar de sonido (en especial el de montaje de sonido). También tiene opciones en montaje, pero solo si el musical pierde fuelle.