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Diario de Sitges 2019 (I): Capitalismo y troleos

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José Hernández, 03/10/2019

¿Sabéis esas películas que comienzan y terminan de la misma forma, cerrando un bucle perfecto que les permite hacer una metáfora sobre el ciclo de la vida, la inevitabilidad del destino o la rutina inescapable de la existencia? Pues si al finalizar un festival sientes que tienes resaca de cine, qué mejor (ejem) tradición que comenzarlo también con una resaca. Y eso que la ciudad se empeñó este año en ponerlo difícil: como si fuese un pueblo protegiéndose de los monstruos del bosque a la hora bruja, todo estaba cerrado para tomarse la última, que nunca es la última.
Así que este año nada de rusos locos, carteles de Rocío Jurado o Primperán mañanero. La única anécdota de la noche, más allá de los reencuentros, fue conocer lo que piensa la prensa americana, representada por lo que parecían una stripper de San Diego y un narco de poca monta de San Francisco pero resultaron ser dos chavales muy simpáticos, de este nuestro festival de cine fantástico: “I'm used to seeing Tom Cruise, so this is very small!”. Hasta de buen rollo tienen que mirarte por encima del hombro, como si no hubiesen elegido a un furby psicópata de presidente.

¿Y por qué comenzar el primer artículo del año con un recurso cinematográfico tan sobado? Pues porque, casualidades de la vida, es el que emplea para enlazar prólogo y clímax la primera película del festival. O, mejor dicho, el primer bodrio del festival, porque KINDRED SPIRITS () no la compraría ni la copia mexicana de Netflix en un rastro donde venden películas al peso y este coñazo insufrible va en un USB con forma de osito Haribo.
Vendida como la nueva obra del aclamado Lucky McKee, ese señor que hizo una película medio decente hace casi 20 años, es paradójico que se encuentre en la sección Noves Visions porque todo en ella huele a apolillado y rancio, empezando por el hecho de que las cámaras con las que lo han rodado llevaban metidas en un desván desde 1993. Lo que tiene sentido, porque el film es un thriller al estilo Mujer blanca soltera busca... o La mano que mece la cuna, con una familia moderadamente feliz pero con sus mierdas internas que se ve sacudida y casi destruida por una intrusa, en este caso una hermanastra a la que le faltan tres tornillos pero nadie se fija mucho porque está buena.
Si este subgénero murió hace tiempo es porque ya está caduco, y McKee hace todo lo posible por demostrarlo: puesta en escena de telefilm barato, guion escrito en una tarde con todos los tópicos y frases hechas que uno pueda imaginarse, música de serie fantástica de canal local de los 90, actores de saldo que parecen salidos del culebrón que parodiaba Friends con Joey Tribiani, giros de trama que no haría ni un estudiante de primero de cine, fotografía de anuncio de Kinder... En fin, un film moribundo que parece haber viajado en el tiempo desde que se proyectase en el Divinity de la era analógica, y que podría dar de comer durante un mes a las webs especializadas en burlarse del cine malo.

Lo cierto es que entré a la anterior película de casualidad, porque en principio iba a ver el film de inauguración hasta que me dí cuenta de que, por horarios y distancias, era incompatible con mi siguiente película. Y, puestos a elegir, el hijo de Stephen King siempre va a quedar en segundo lugar respecto a una potencial locura sin complejos como GUNS AKIMBO (), que afortunadamente da todo lo que promete y más.
A medio camino entre la histeria cocainómana de Crank, Veneno en la Sangre y la clásica historia de hombre corriente metido a su pesar en medio de una vorágine que le supera, el film de Jason Lei Howden sigue a un informático (Daniel Radcliffe, de nuevo saliéndose en un papel que pide de él una continua mezcla de emociones) secuestrado por una red criminal para participar en su juego de caza entre asesinos, emitido online para regodeo de una piara de millones de trolls. Sus únicas armas son dos pistolas atornilladas a sus manos, lo que da pie a un montón de gags físicos desternillantes (menos para el protagonista, obviamente) que, junto con la violencia extrema rodada con una cámara que parece revolcarse por el aire como el diablo de Tasmania, hacen que el film sea lo más parecido a un videojuego de los Looney Tunes en modo masacre absoluta. Es decir, una locura garrula a ritmo de techno macarra con la que uno se lo pasa como un enano si se deja llevar.
Con todo su histrionismo visual y sus personajes de cómic, lo cierto es que el guion no se sale de un camino bastante clásico y previsible, hasta en sus giros de guion. De hecho, podría considerarse por momentos un remake de Nerve, aquella olvidada película que también hablaba de los peligros de la falta de ética y la monetización del juego por la red. Pero, por ejemplo, antes habría que bañar a Emma Roberts en metanfetamina, tatuajes de borrachera y arrepentimiento para que se acercase siquiera a lo que hace aquí Samara Weaving, que se lo pasa en grande como una Harley Quinn si la interpretase Nicolas Cage en modo full crazy. Esas son las pequeñas cosas que diferencian un film correcto de un chute de diversión sin complejos.

Y de una película de placeres epidérmicos a otra que requeriría de un mayor tiempo de análisis y paladeo de lo que te permite un festival de cine para poder extraerle todo lo que puede ofrecer. Pese a un título que seguramente ha causado más de una decepción entre los fans de George A. Romero, ZOMBI CHILD () es un drama de autor cuyo discurso social se impone sobre cualquier consideración de género, y donde la zombificación es una ceremonia vudú, no un puñado de muertos pudriéndose y comiendo cerebros.
Bertrand Bonello establece dos líneas temporales: una, en el Haití de 1962, cuenta la historia de un hombre convertido en uno de estos zombis; la otra, en la Francia actual, sigue a una adolescente de origen haitiano y su grupo de amigas en un colegio de élite. De esta forma, se establece un claro paralelismo entre dos aspectos distintos de la pérdida de identidad del individuo en un sistema capitalista: por un lado, el colonialismo agresor que absorbe culturas autóctonas para esclavizar a la población y explotar sus recursos; por otro, la unificación educativa y cultural del primer mundo, donde hasta la revolución ha sido asimilada y donde se favorece la renuncia hacia la individualidad. Es un discurso potente y la puesta en escena de Bonello le saca un gran partido al sentimiento de alienación que componen sus fascinantes imágenes. Pero también es una tesis sencilla.
Pero en su tercer acto el director italiano da una vuelta de tuerca y le añade nuevas capas de lectura al relato. La historia, que hasta entonces se enmarcaba en la realidad, se abre al fantástico para hablar por un lado del miedo a lo extraño, a lo distinto. Así, la única forma de superar la xenofobia estriba en el conocimiento, la comprensión: permitir que 'el otro' tenga una voz y transmita sus experiencias. Y, paralelamente, critica la apropiación cultural en el mundo occidental, una explotación que reniega de entender el origen, el motivo o el orden natural que rige aquello de lo que desea aprovecharse. Las consecuencias, en este caso, son disruptivas, trágicas, demoledoras para los más débiles, que acaban fagocitados en el vacío.
Así, lo que durante una hora era un drama francés hipnótico pero cotidiano acaba retorciéndose sobre sí mismo argumental y estilísticamente, rompiendo la estabilidad de la pantalla y del mundo que habitan los personajes, sin que la mayoría de ellos sean conscientes de las consecuencias de sus actos. El capitalismo, una vez más, vence a costa del individuo.

¿Os acordáis de cómo comenzaba este artículo? Pues voy a hacer honor a ese recurso narrativo y acabarlo como lo empecé: en la decepción y la mediocridad. La inglesa ONCE UPON A TIME IN LONDON () viene con el sambenito de ser una heredera de Peaky Blinders, pero sería más apropiado decir que es heredera de los “last season, on Peaky Blinders, porque durante 110 minutos asistimos a clips de escenas sin desarrollar que parecen pertenecer a la temporada de una serie que no hemos visto (y que, a juzgar por los 'mejores momentos', tampoco veríamos).
Como toda película de gángsters, hay momentos de violencia seca y cruda, atracos y asaltos variados, traiciones y castigos en el seno de las mafias, psicópatas y jefes manipuladores, ascensos y caídas de grandes capos que controlan la ciudad, y todo eso no importa lo más mínimo porque no hay personajes ni trama. Es un trailer de tópicos del género donde apenas se entreven un par de características de cada protagonista como para diferenciarles, siendo el resto anónimo y repetitivo. Como ejemplo, valga señalar que uno de los capos principales se declara a mitad de película enamorado de una chica que ha salido hasta entonces en una escena sin líneas de diálogo.
¿Merece al menos la pena la forma en la que está rodada? No mucho, la verdad. La falta de presupuesto intenta ocultarse rodando en habitaciones cerradas sin ventanas, con un filtro meado para aparentar antigüedad, y repitiendo los mismos trajes que seguramente obtuvieron de saldo cuando acabó Boardwalk Empire. Pero hay poco empaque, poca imaginación, y la estructura donde la escena más larga no llega al minuto de duración impide que los momentos climáticos provoquen algo de tensión.
Eso es todo por hoy. Un artículo más breve de lo habitual, pero era necesario hacerlo así, ya que mañana tengo cinco películas seguidas sin descansar apenas para mear y comer lo que buenamente pueda en la cola, y obviamente no me va a dar tiempo a escribir hasta bien entrada la tarde. Y no os iba a dejar con ansiedad o depresión por no leerme.
@DamnedMartian