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La Gran Ilusión (1937): el alegato humanista de Jean Renoir

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La intención que perseguía Jean Renoir al preparar La Gran Ilusión (1937) era crear un film de guerra que huyera de los tópicos. Evitar las películas bélicas en las que el humilde protagonista lanzaba en mitad de la batalla inspirados discursos sobre la valentía y el patriotismo. Proponer, en definitiva, una visión más humana de la guerra.




El proyecto surgió a finales de los años 30, cuando las tensiones políticas en Europa estaban a flor de piel y el temor a un incipiente conflicto bélico era cada vez mayor. En ese contexto, Renoir, quien había combatido en la I Guerra Mundial, se sacó de la manga una película que proponía la hermandad entre hombres de diferentes naciones. Aunque está ambientada en la guerra en que él mismo combatió, los alemanes no son malignos en La Gran Ilusión. De hecho, en la primera escena de la película podemos ver algo que nos puede parecer insólito: unos oficiales alemanes comparten mesa educadamente con los pilotos franceses que acaban de capturar, les tratan con cortesía y ayudan a comer a uno de ellos que tiene mal el brazo. ¿Dónde está el clásico teutón frío y cruel que disfrutaba aniquilando vidas inocentes?

Renoir, quien había sufrido en sus carnes las barbaries de la guerra, no nos habla de bandos enemigos, sino de hombres que deben sufrir las consecuencias de la guerra y se resignan a su situación como parte de su deber, no por un odio hacia el contrincante. De hecho, uno de los asesores del film fue Carl Koch, amigo alemán de Renoir, con el que luego descubrió que se había enfrentado en la guerra al estar ambos situados en el mismo punto geográfico... pero en bandos distintos. ¿Qué mejor ejemplo puede haber del mensaje del film que esta anécdota?




El propio Renoir se intentó justificar posteriormente por haber creado una película de guerra o de evasiones que en realidad trataba de algo mucho más profundo, argumentando que su intención era atraer al público bajo esa premisa para hacerles reflexionar sobre su mensaje humanista.

De hecho, La Gran Ilusión es curiosamente una película sobre la I Guerra Mundial en la que nunca vemos ni una sola escena de combate, ya que la mayor parte del metraje sucede en un campo de prisioneros y una fortaleza-prisión. Es, no menos curiosamente, una película sobre evasiones en la que buena parte del plan que traman y preparan concienzudamente acaba no sirviendo para nada. Es también un film bélico sin un antagonista claro al que odiar. Es por último una película coral en la que desaparecen la mayor parte de los protagonistas a medio metraje sin que volvamos a saber de ellos.

No por ello se debe acusar a Renoir de pecar de inocente, con una visión cándida de las relaciones humanas. Lo que sucede es que él entiende ese juego desde el punto de vista del estrato social y no del enfrentamiento entre franceses y alemanes. Esta visión, que le interesaba mucho más (véase sino su otra gran obra maestra, La Regla del Juego), se nota claramente en la procedencia de los diferentes prisioneros del campo: un trabajador de clase humilde, un nuevo rico procedente de una familia burguesa judía, un aristócrata, etc.




Uno de los detalles más interesantes del film es constatar que el aristócrata francés parece entenderse mejor con el jefe del campo de prisioneros alemán que con sus compañeros, al pertenecer éste también a la nobleza. Han frecuentado los mismos locales, tienen gustos parecidos, hablan la lengua del otro e incluso a veces se comunican en inglés para distanciarse del resto. Esa relación entre ambos es una de las mejores subtramas de la película, mostrando esa extraña convivencia entre el aprecio mutuo y el deber. Ambos son conscientes de que pertenecen a un estrato social en decadencia, y de hecho el desenlace que les aguarda muestra muy claramente esa idea. La última escena que comparten juntos es sin duda una de las más emotivas del film, mostrando esa conmovedora amistad entre dos oficiales de bandos contrarios.

El otro momento del film a destacar por su componente emocional llega cuando Maréchal y Marcel se refugian en la casa de una alemana que vive sola con su hija después de haber perdido en la guerra a su marido y sus hermanos. La relación que se establece entre ella y Maréchal de nuevo vuelve a poner en duda las fronteras que se abren entre países supuestamente enemigos. De hecho, así como entre los prisioneros franceses existe una clara camaradería, las dos relaciones que nos resultan más profundas son las que tienen lugar entre personas de países diferentes.




Se trata por tanto de una obra de espacios cerrados, en la que los prisioneros y los alemanes conviven comportándose más como niños intentando adaptarse a ese nuevo entorno que como soldados. Uno de los prisioneros, por ejemplo, es un profesor obsesionado con la traducción de un libro, hasta el punto de que se mantiene por completo al margen de las tentativas de evasión de sus compañeros. Otro es un negro que intenta integrarse en vano enseñando por ejemplo unos bocetos que ha hecho. Cuando Maréchal se "porta mal", es encerrado en una celda de castigo, pero incluso el carcelero se apiada de él e intenta consolarlo.

Una de las instantáneas realmente mágicas de la película tiene lugar cuando van a preparar la representación teatral y miran entre la ropa que tienen a su disposición. Todos bromean divertidos ante la idea de disfrazarse hasta que de repente quedan mudos cuando uno de ellos sale travestido, ya que esa extravagante estampa les recuerda que, al fin y al cabo, llevan meses o quizá años sin ver a una mujer. Es una escena cómica pero no exenta de cierto patetismo.




Uno de los aspectos que contribuyó al éxito del film, sobre todo en Francia, fue un solvente reparto con rostros habituales del cine de francés, y más concretamente de la obra del propio Renoir, como Marcel Dalio, Julien Carette, Gaston Modot y, por supuesto, el inmortal Jean Gabin.

No obstante, quien destaca con luz propia pese a tener un papel secundario es Erich von Stroheim como el capitán Von Rauffenstein. Por entonces, la carrera de Stroheim como director se había hundido por completo a causa de su poco apropiada costumbre de gastar en sus películas más del doble del presupuesto asignado y enfrentarse despóticamente a sus productores. Arruinado, Stroheim sobrevivió como pudo en los años 30 retocando guiones y haciendo algunas apariciones como actor en films de poco prestigio en Hollywood. Cuando fue llamado a Francia para actuar en una película, descubrió que ahí tenía mucho más caché y permaneció unos años trabajando en cintas francesas y británicas. De todas las actuaciones que llevó a cabo fuera de sus propias obras, La Gran Ilusión sería la más memorable de todas, con permiso de El Crepúsculo de los Dioses (1950).




Renoir era un ferviente admirador del cine de Stroheim, en especial de Avaricia (1923), y por ello consideró todo un honor trabajar con el que era uno de sus maestros. La colaboración no obstante empezó de forma poco armoniosa, ya que Stroheim seguía siendo una persona muy difícil de tratar. De entrada, Renoir le dejó que diseñara su opulento vestuario, que no tenía nada que ver con los uniformes reales de los oficiales alemanes, pero que daba una presencia inolvidable a su personaje. Suya fue la idea de añadir al personaje ese collarín que remarcara el estado de inutilidad en que se encontraba tras haber sufrido un accidente. Era un accesorio perfecto, porque mostraba esa fragilidad pero al mismo tiempo mantenía su porte distinguido y marcial.

Los problemas empezaron cuando Stroheim insistió en mostrar a los oficiales alemanes junto a un séquito de prostitutas que visitaba el campo de prisioneros. De poco sirvió que Renoir le remarcara que esas cosas jamás sucedieron en la I Guerra Mundial y que él lo sabía mejor que Stroheim por haberlo vivido en sus carnes. Finalmente, Renoir, afligido al ver que su héroe no cedía en un capricho estúpido que perjudicaría a la película, se echó a llorar. Fue así como solucionaron su conflicto, ya que bajo su expresión glacial Stroheim albergaba a un artista muy sensible que se conmovió profundamente y le prometió que no volvería a interferir más en su trabajo. Cumplió su palabra ofreciendo además una de las mejores interpretaciones de su carrera.




Si el propósito de Renoir era crear una obra que apelara a la humanidad en general sin entender de naciones ni fronteras, consiguió su propósito, ya que la película fue un éxito internacional, triunfando en el Festival de Venecia y logrando una nominación al Oscar a la mejor película (hazaña nunca antes lograda por un film extranjero y que raras veces se repetiría). En el contexto de los años 30, el mensaje de esperanza que el cineasta francés proponía al mundo fue recibido con los brazos abiertos.

Durante la II Guerra Mundial, la película fue comprensiblemente prohibida en Francia, puesto que su mensaje ya no casaba con los tiempos que se estaban viviendo. Cuando acabó el conflicto bélico, el público no pudo afrontarla con los mismos ojos. El mensaje humanista de Renoir difícilmente tenía cabida en un mundo que acababa de presenciar barbaries como los campos de exterminio o la guerra nuclear. Vista hoy en día, La Gran Ilusión no es solo una obra maestra, sino un testimonio de unos tiempos en los que aún era posible creer -aunque fuera mínimamente- en ese humanismo esperanzador.

 

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