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Diario de Sitges 2019 (III): Cuando éramos niños

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Alguna vez he hablado en este espacio sobre la burbuja que se crea en un festival, que deforma nuestras percepciones de las películas. Por ejemplo, el otro día, repasando nuestros tops del certamen entre el grupillo de acreditados, nos asombrábamos de algunas de nuestras propias elecciones, y cómo dejamos fuera obras que nos habían marcado e incluido otras en las que nunca más habíamos vuelto a pensar.

Es un poco como cuando eres niño, que miras el cine con ojos que cambian al hacerse adultos. Así, películas que de crío te asombraban, hipnotizaban o deslumbraban se desvelan a veces como mediocridades absolutas, mientras que otras que de peque no podías soportar ahora te hacen llorar de emoción. Se puede dar el caso, por ejemplo, de niños que se descojonan de lo hilarante que es 1941 cuando de mayor es insufrible. O de chavales que tienen a E.T., el Extraterrestre como su película favorita.




Nada en contra de los que aún piensen que es una obra maestra, porque les tengo más respeto que a los que hayan cambiado su película de alienígenas favorita por BREVE HISTORIA DEL PLANETA VERDE (). Deben de ser personas que fuman en pipa de caoba, usan gafas sin cristal, ropa de viejo y pantalones pitillo remangados, se ponen moño para tapar una tonsura incipiente y, sobre todo, piensan que el cine se acabará cuando Godard y Weerasethakul se mueran. Vamos, los elitistas que necesitan encumbrar hasta las alegorías fallidas si vienen en envoltorio autoral, no vaya a ser que haya alguna metáfora compleja ahí y queden como tontos por no captarla.

A pesar de esta introducción y de su tedioso ritmo, no tengo nada en contra de lo que ha intentado el argentino Santiago Loza. De hecho, se le notan maneras en su construcción visual y atmosférica del film, logrando algunas escenas potentes. Pero el nivel de simbología que utiliza para indagar en sus personajes marcianos (literales y figurados) es bastante más básico de lo que seguramente se cree. Para hablar de intolerancia pone a gente con antorchas, para construir sus protagonistas se basa libremente en los tres componentes del yo freudiano, para hablar de los traumas de la homofobia pone al típico matón que se disculpa por hacer bullying de joven... En fin, nada que no hayamos visto ni que se combine de formas nuevas.

El mayor problema, en realidad, es que se toma muy en serio a sí misma hasta cuando introduce gags con el extraterrestre. No abraza el enorme camp que tiene su historia y sus personajes, quiere ser poética y trascendente cuando sus significados habrían aportado tanto o más al espectador si no quisiese huir de su naturaleza de serie B. Un poco como el espectador que reniega de Spielberg porque no es la Nouvelle Vague, sin darse cuenta de que el cine tiene cabida para todo eso y más.




Siguiendo con el leit motiv del artículo, la perspectiva del niño, LITTLE MONSTERS () construye toda su comedia en torno al mismo concepto con el que Roberto Benigni hizo La Vida es Bella. No la payasada, ni el exceso histriónico, sino el sacrificio de los adultos para proteger la inocencia de los menores hasta en las situaciones más destructivas y peligrosas.

Simpática y divertida durante casi todo su metraje, exceptuando un prólogo que rechina bastante por su construcción de un personaje masculino bastante gilipollas que nunca será tratado como tal a lo largo del film, ni la historia ni el estilo con el que está contada inventan nada. De hecho, se podrían ir desglosando escena a escena, personaje a personaje, gag a gag, las películas, series e incluso anuncios populares de donde saca cada idea. Lo que la diferencia de otros pastiches del estilo es que, aparte de copiar buenas ideas de buenos referentes, está realizada con solidez y un manejo impecable del tono, el ritmo y el mensaje subyacente. No hay nada original en ella, pero es casi imposible no pasárselo bien e incluso soltar alguna carcajada con mordiente cuando su humor se dirige hacia las élites, como los militares cuya moral les impide matar niños... otra vez.

Y por supuesto está Lupita Nyong'o, que desde que aparece se hace dueña de la cámara y del interés de la historia aunque sobre el papel su rol debía de ser una mera secundaria comparsa del hombre. Su carisma, su frescura y su versatilidad dejan en pañales al resto del reparto y consiguen sacar petróleo de cada escena que le permite lucirse, sea cantando una canción infantil o peleando contra zombis con palas y horquetas.




Siguiendo con los niños, no cometamos el error de pensar que todos los niños son inocentes. Desde luego, Severin Fiala y Veronika Franz no deben pensar así, porque su segunda película después de la perturbadora Goodnight Mommy también tiene una parejita que no son precisamente unos santos. Aparte de confirmar que estos dos deben de ser los peores padres del mundo, la espléndida THE LODGE () les confirma como dos realizadores con un dominio increíble de la tensión y la atmósfera.

La historia encierra en una casa en medio del monte nevado a dos niños con la futura esposa de su padre, poco tiempo después del suicidio de su madre. La potencial madrastra (una escalofriante y vulnerable Riley Keough) tiene además un pasado: fue la única superviviente del suicidio ritual de una secta a la que pertenecía de niña. Todos esos factores (el aislamiento en un sitio desconocido, el pasado de fanatismo religioso, el espectro de la madre siempre presente) son empleados con mano maestra por Fiala y Franz para construir un film opresivo, claustrofóbico, densamente terrorífico, que desestabiliza su realidad narrativa en la misma medida que sus personajes van abandonándose a la locura.

Cargada de imágenes desasosegantes, lo que más destaca es sin embargo un diseño de sonido que asfixia, rasga, retuerce, oprime o perturba la atmósfera ominosa, según lo requieran sus elementos argumentales. En el lado opuesto hay un giro que, en lugar de reservarse para la sorpresa final, desencadena el tercer acto y que, si bien dota de enorme potencia y perversidad a la historia y le permite pasar a la siguiente fase de su discurso, provoca también cierta descompensación en el punto de vista que pasa factura por momentos a lo que hasta entonces era una cinta de terror ejemplar sobre el efecto devastador y traumático que tiene la religión sobre las personas, en especial sus ideas nocivas sobre el pecado y la redención.




El fanatismo religioso también planea sobre el drama victoriano CARMILLA (), aunque de una forma mucho menos epidérmica. De hecho, sobre la superficie parece un clásico cuento de visitantes fantasmales o demoníacos que contaminan una familia tradicional, con una muchacha inocente como víctima propicia de la seducción mefistofélica.

Por suerte, Emily Harris tiene algo más amplio que decir sobre este tema, una vuelta de tuerca que permite cambiar la perspectiva de una historia que, vista con ojos contemporáneos, podía resultar ya caduca por su asignación de roles y culpas. Su mirada, en cambio, juega con las expectativas del espectador a través de la ambigüedad formal, que subraya los elementos más extraños y misteriosos del relato, el suspense hipnótico y seductor, combinando la puesta en escena clásica con otros recursos de mayor expresividad en composición de planos y uso del sonido. Sin embargo, pese a crear esa sensación en el espectador, sus únicas incursiones en lo explícito son a través de sueños y deseos ocultos, lo que le permite dar un giro en el punto de vista que deje al descubierto el efecto destructivo que las ideas preconcebidas, en especial las imposiciones morales religiosas, tienen sobre las personas que sufren su censura, persecución o acoso.

Como punto negativo, señalar que su lentitud narrativa pueden provocar bostezos en más de uno, ya que su reinterpretación del género no es lo suficientemente radical como para agarrar el interés del espectador desde el primer momento.




La que sí que te agarra desde el primer momento y ya no te vuelve a soltar es VENTAJAS DE VIAJAR EN TREN (), una comedia negrísima que desde el primer momento lleva por bandera un universo propio donde la ficción puede ser todo aquello para lo que inventemos reglas. Así, lo que en un principio es un simple relato que un extraño le cuenta a otro en un tren se convierte en un juego de narradores poco fiables, estructura de muñecas rusas y ejemplos de comportamientos perturbados y paranoia imposible de prever.

Formalmente, la película está a otro nivel. No solo se trata de que la composición de plano y los recursos expresivos estén empleados con un dominio absoluto y una iconografía perfectamente delimitada, sino que el montaje maneja las distintas líneas narrativas con una soltura y complejidad que te mantiene pegado a la butaca desde el primer minuto sin soltarte. Cada nuevo relato es más salvaje que el anterior, cada vez que crees saber hacia dónde va a ir el guion da un quiebro y cambia de tono, registro y enfermedad mental de celuloide, cada frase y cada gag están medidos al milímetro para la carcajada y la ampliación de su universo marciano, y cada vez que se pone seria (como en el episodio de las cintas de vídeo) es perturbadora e inquietante.

Del reparto, cómplice en esta absoluta locura, es imposible quedarse con nadie. Todos hacen un trabajo tan impecable, tan implicado hasta en sus momentos más difíciles (sea comiendo carne de perro, revolcándose en montañas de basura, cambiándose de sexo o abriendo cabezas con un arco de sierra), que están de quitarse el sombrero. Pero es que todo en esta película es así de divertido, desquiciado y grotesco.


Mañana, entre otras películas, abordaré dos documentales muy distintos: uno sobre una de las obras maestras del cine y otro sobre el cine basura español. Y ya aviso que el bueno es el segundo. Mientras, voy a intentar sortear a zombis de andar por Sitges a ver si puedo seguir viendo cine.

@DamnedMartian

 

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