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Especial Óscar 2017: Disney vs Disney

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Corría el año 2009. Tres años después de que Robert Iger se diese cuenta de que la única salida posible para la división animada de Disney era adquirir Pixar, la compañía que les había dado todos sus éxitos durante una década y con la que tenían un acuerdo comercial antes de fusionarse, las cosas seguían sin pintar bien. En el contrato de compra, John Lasseter había incluido cláusulas para asegurar la independencia de ambas ramas: los animadores y creativos de cada compañía trabajarían por su cuenta y no habría traspaso ni mezcla entre ellos, asegurando que las películas de cada departamento mantuviesen su personalidad propia. La única diferencia operativa sería que el propio Lasseter y Ed Catmull, ambos de la compañía de Luxo Jr., serían los encargados de supervisar el trabajo de ambas entidades.

Pese a este nuevo impulso monetario y creativo, Disney seguía sin recuperar su lustre de los años 90 o de antes de los 60. Con apenas un par de modestos triunfos entre sus últimas 10 cintas, la arriesgada y costosa decisión de retomar la animación tradicional había sido recibida con indiferencia: Tiana y el sapo pasó por taquilla sin pena ni gloria. En cambio, tras muchos años coqueteando con la posibilidad de dar el salto a la liga de los mayores, Pixar conseguía al fin con Up la nominación al Óscar a mejor película, así, a secas. Una hazaña solo lograda antes por La Bella y la Bestia que se repetiría el año siguiente con Toy Story 3, también de la subsidiaria.

Más allá de las puertas del estudio, les crecían los enanos. Eran los años de auge de la animación de DreamWorks, aupada por la lucrativa saga Shrek, que además había encontrado en Madagascar y Kung Fu Panda otros dos filones en forma de franquicia (poco después llegaría otro, Cómo entrenar a tu dragón). Durante toda esta década, la carrera hacia el Óscar animado había sido una lucha de dos: Pixar y DreamWorks. La pelea por la taquilla también. Disney como tal ya no le importaba a nadie. Incluso estudios menores como Blue Sky/Fox o Sony Animation, productoras de autor como el Studio Ghibli, Aardman o Laika, o la distribuidora independiente GKIDS, estaban amenazando con arrebatarle no solo el favor del público, sino también el prestigio de los premios.



En el cine de acción real no les iba mucho mejor. Con las únicas excepciones de la saga Piratas del Caribe y el coitus interruptus de Las Crónicas de Narnia (la primera entrega barrió en taquilla, todavía a rebufo de la Tierra Media, pero las secuelas se estrellaron), el catálogo de Disney en esta época bien podría haber salido directamente a los estantes de un videoclub: medianías baratas de las que nadie se acuerda, como Sky High, Una Escuela de Altos Vuelos, Cariño, estoy hecho un perro o Invencible (o mi favorita gracias a los traductores de títulos: Soñando Soñando... Triunfé Patinando), se turnaban con éxitos modestos como La Búsqueda, Bajo Cero o G-Force y fracasos estrepitosos como La Vuelta al Mundo en 80 Días, Cuento de Navidad o La Mansión Encantada.

Frente a este panorama apocalíptico, demos un salto temporal a la actualidad. Son 7 años, ni siquiera una década: más de la mitad de las películas más taquilleras de 2016 pertenecen a Disney o a alguna de sus compañías subsidiarias. No solo eso: el estudio batió el pasado año el récord absoluto de recaudación en la taquilla mundial, acumulando casi 7.200 millones de dólares. Solo en Estados Unidos, las 14 películas estrenadas alcanzan los 3.000 millones, es decir, una cuarta parte de todo el pastel nacional. El siguiente estudio más lucrativo (Universal) apenas llega a la mitad de esa cifra, y eso con 20 films estrenados. ¿Y respecto a las críticas? Solo Alicia a través del espejo ha sido mal recibida. El resto, entre lo correcto (La hora decisiva, Mi amigo el gigante, La Luz entre los Océanos) y el aplauso unánime e incluso entusiasta (todas las demás).

Seguimos para bingo: de las cintas animadas seleccionadas por la Academia, dos son de la división de animación de Disney y los otros puestos los ocupan los indies (Laika, Ghibli, GKIDS). Durante estos siete años, solo Rango (Nickelodeon/Paramount) ha roto la hegemonía en las estatuillas de Pixar y Disney. Y, de hecho, dos de las últimas tres ganadoras son del estudio del ratón, sin ayuda de la rama lasseteriana. Lo mismo que va a ocurrir este año: todo indica que Zootrópolis no va a tener ningún problema en llevarse a casa una estatuilla que prácticamente estaba concedida desde que el film se estrenó en abril. Una decisión incontestable.



¿Qué ha pasado en estos siete años para que cambie tanto el panorama? La respuesta es una mezcla entre agudeza empresarial y empuje creativo, y demuestra que un estudio manejado al estilo de la era clásica todavía tiene cabida en el mundo de los tiburones financieros y el cinismo corporativo. Ha sido un camino no exento de pasos en falso (en especial en su continuada relación con Jerry Bruckheimer, otrora Rey Midas del cine palomitero, hoy responsable de debacles como Prince of Persia: Las arenas del tiempo, El Aprendiz de Brujo o El Llanero Solitario), pero el estudio se las ha arreglado para caer de pie.

Saquémonos de encima primero la parte de los negocios: en 2010, Disney adquirió Marvel por lo que parecía una cantidad astronómica, aunque luego ha resultado ser una ganga. Dos años después hizo lo mismo con LucasFilm, con los mismos resultados. Los catálogos de personajes y franquicias de ambas marcas, unidos a los de su propia historia, han convertido al estudio en la empresa más lucrativa del cine mundial.

Visto desde hoy, ambas adquisiciones parecen jugadas obvias. Pero pensad una cosa: cuando Disney compró Marvel, su división cinematográfica solo había estrenado Iron Man y El Increíble Hulk. El universo de superhéroes que hoy conocemos y que por ahora abarca 14 películas era solo un embrión apuntado en un par de escenas post-créditos, que bien podría haberse quedado en un fuego fatuo. Pocos confiaban en que fuese viable por la envergadura de la empresa… excepto los nuevos dueños. Meses después de la fusión entró en escena la primera cinta que perfilaba por completo este universo: Iron Man 2. Sus evidentes costuras para darle mayor presencia a este aspecto expandido son resultado de la determinación de Disney por embarcarse en el plan a largo plazo esbozado por Kevin Feige, que aún hoy no ha tenido un solo tropezón (ni en la taquilla ni en la crítica, aunque algunas cintas hayan sido mejor recibidas que otras) y que cada vez es más complejo y se permite más matices de oscuridad.



Algo parecido sucedía con LucasFilm. La saga Star Wars estaba cerrada y las precuelas habían dilapidado buena parte del crédito de George Lucas, tanto con los fans acérrimos como con los casuales. Mientras en 1999 había una ansiedad absurda por ver la nueva entrega de una saga mítica que llevaba ausente demasiado tiempo, en 2012 hacía más de un lustro que nadie reclamaba nada más de ese universo (salvo algún nerd extasiado). Por mucho que el merchandising fuese suficiente para asegurar que la inversión era rentable, a nivel cinematográfico había que andar con pies de plomo si se quería restaurar el esplendor de la franquicia y darle recorrido. Un paso en falso y podían matarla definitivamente. En cambio, lo que han hecho es revivir todo un universo con el aplauso de crítica y público (y con el dinero entrando a toneladas por minuto), y comenzar a expandirlo en el cine con vistas a alcanzar aunque solo sea una décima parte del tamaño en la gran pantalla de lo que ha llegado a ser en otros medios (visuales, literarios, videojuegui... videojug... en los videojuegos).

Los intentos y fracasos de otros estudios a la hora de llevar a cabo proyectos parecidos, en ocasiones intentando imitar el ejemplo de Disney, dan buena cuenta de lo delicado del proceso y del acierto de la compañía. Compárese la fluidez con la que se ha construido el Universo Marvel con el caos improvisado de Warner-DC, que no solo no cuidan sus productos, sino que quieren llegar a la meta antes de pasar la primera etapa. O los intentos de Sony por levantar un reseteo inane de Spider-Man. O la decepción que supuso a todos los niveles la saga de El Hobbit.

Marvel y LucasFilm han sido dos de los pilares de esta resurrección. El otro ha sido el proyecto, aparentemente estéril, de coger los clásicos de la extensa colección Disney y crear versiones en imagen real que siempre añadían nuevos enfoques a las historias. Alicia en el País de las Maravillas y El libro de la selva son relatos alternativos que solo conservan los personajes de las cintas originales, cambiando la trama por algo totalmente distinto. Maléfica decide reformular por completo la historia de La bella durmiente, escribiendo un origen para la malvada bruja que da un sentido opuesto al cuento. Peter y el dragón es una visión bucólica y autoral de un sencillo y olvidable film infantil, dotando a la historia de un poderío poético inesperado. Solo Cenicienta (y posiblemente La Bella y la Bestia este año) se mantiene más o menos fiel a su material de partida. El resultado ha sido una victoria doble: casi todas han sido recibidas con un éxito enorme y han servido además para reeditar los clásicos de cara a una nueva generación de espectadores.



Uno de los mayores aciertos a la hora de poner en práctica estos tres enfoques ha sido el de reclutar a directores reconocidos (algunos artistas, otros artesanos) para que pusiesen en práctica con su talento la visión estratégica de estudio. Es decir, las directrices están claras y marcadas desde arriba, pero dentro de ese marco ideológico, se ha dado cierta libertad a la creación. Desde Tim Burton hasta Steven Spielberg, pasando por Sam Raimi, Jon Favreau, Kenneth Branagh, Brad Bird o David Lowery han sido fichados por el estudio. Y eso sin entrar en los nombres de los realizadores de Marvel y Star Wars, que reúnen a lo mejorcito de la nueva generación de cineastas, usualmente curtidos en cine de género o series B, y que ahora con Disney han tenido la oportunidad de desplegar sus recursos con grandes presupuestos. Un voto de confianza al que han respondido sin apenas titubeos (Edgar Wright sería el único que les salió rana).

Por lo que respecta al cine animado, que al fin y al cabo es el que nos ha dado la excusa perfecta para este artículo, lo fácil hubiese sido cerrar la animación de Disney y volcar todo el talento y los recursos en el caballo ganador, Pixar. Sin embargo, los prebostes decidieron conservar ambas ramas, quizá para incentivar la competición entre ellas y obtener mejores resultados. Y ocurrió lo que nadie podía prever. Como si de una película estilo Viceversa o Ponte en mi Lugar se tratase, Disney se ha convertido en Pixar y, lamentablemente, Pixar se ha convertido en Disney (el de la época de vacas flacas artísticas, se entiende).

La transición se dio entre 2009 y 2012. Entre medias, Pixar culminó su mayor racha de obras maestras con la indiscutible Toy Story 3, pero comenzó la nueva década con una estrategia que le pasaría factura: centrarse tanto en las secuelas de sus películas como en el material original. El resultado no fue una repetición de lo que nos había ofrecido con la saga de los juguetes, sino una sucesión de películas menores que evidenciaban una cierta sequía creativa. Dejando de lado que Cars nunca fue nada del otro mundo y que por tanto su secuela no tenía potencial de nada, ni Monstruos University ni Buscando a Dory aportan nada nuevo o especial a las originales, más allá de que sean buenas películas (un calificativo que se queda lejos de lo que uno podría esperar de la compañía en su auge). Respecto al contenido original, solo una obra maestra, Del revés. Tanto Brave (Indomable) como sobre todo El Viaje de Arlo se quedaron incluso por debajo de los saqueos a su filmografía.



Que en lo que llevamos de década solo hayamos visto el brillo de Pixar en un film resulta preocupante. Pero lo de los principales competidores ha sido más preocupante: tras el agotamiento de sus filones, DreamWorks se ha sumido en una crisis económica y creativa que no parece tener salida (solo dos de las últimas 25 nominadas a mejor película animada pertenecen al estudio); Blue Sky ha demostrado que no es nada fuera de la (agotada) saga Ice Age; Paramount y Sony nunca han sabido despegar en el terreno animado; Illumination/Universal tiene gancho en taquilla, pero con productos cuya calidad no puede competir al nivel de sus rivales; y los indies tienen su pequeña parcela de la que son incapaces de salir, aunque la caída de los gigantes les ha dado más cancha en los Óscar.

Miremos ahora hacia Disney: en 2010, el estudio abrió la puerta a una nueva época de calidad con Enredados, un film que en sí mismo no suponía ninguna ruptura con lo que podíamos esperar de ellos, pero que estaba a un nivel de calidad muy por encima de cualquier otra obra que hubiesen ofrecido en el siglo. Dos años después, estas buenas sensaciones se confirmaron con ¡Rompe Ralph!, la película que confirmó que algo se estaba moviendo en el estudio. Era el film más Pixar de Disney. Su estructura, su entorno y sus personajes se alejaban totalmente de la narrativa habitual del estudio, entrando en el análisis de la cultura popular y reinterpretando con soltura unos estereotipos y tópicos que se antojaban ajenos a una filmografía que hasta entonces parecía anclada en los años 60, tanto ideológica como narrativamente.



Fue un aluvión de frescura que se vio sobrepasado al año siguiente por el aluvión Frozen. El Reino del Hielo, uno de los mayores éxitos animados de la historia. Si hay un film que puede definir a la perfección esta nueva fase del estudio, es este. Frozen es la mezcla perfecta de todos los elementos narrativos que conocemos y amamos del Disney clásico (las princesas, los amores, las canciones, el ensalzamiento de la amistad, los personajes, los secundarios cómicos, etc.), y la subversión posmoderna de esos mismos principios. Es una película que aboga por rechazar las relaciones a primera vista sobre las que se ha construido el cine romántico e infantil; que defiende el amor fraternal como algo más poderoso y necesario que cualquier príncipe azul; que presenta a las mujeres como personajes que cogen las riendas de sus vidas y no precisan de hombres que las salven. Una cinta donde la presunta villana no es tal, solo es una víctima del rechazo y el miedo por dañar a alguien, y donde el clímax final no se alcanza a través de la muerte del factor malvado, sino del amor y el sacrificio altruista. Un film cuyo lenguaje narrativo permite interpretaciones feministas y LGTB, hasta el punto de que muchos colectivos ven en Elsa a la primera princesa lesbiana en la historia del estudio. Bajo esa carcasa clásica, se esconde una sutil revolución conceptual.

Después de esta cima creativa llegaron Big Hero 6, cinta de superhéroes cuyo mayor hallazgo era situar la historia en un contexto social totalmente ajeno a la tradición Disney, con enormes influencias tanto del anime japonés como del cómic anglosajón (aparte de tener a uno de los personajes más entrañables de su extensa galería de monerías achuchables: el androide Baymax); y Vaiana, que de nuevo viaja a otras latitudes y culturas para narrar una aventura exótica con un estilo clásico en la casa del ratón, pero que al mismo tiempo supone una reafirmación de la renovación del estudio: el film navega en los relatos y mitos maoríes sin intentar deformarlos hacia los constructos occidentales. Más bien al contrario, se zambulle en ellos con alegría para obtener metáforas y simbolismos frescos que añadir a su catálogo.



Y luego está nuestra futura ganadora del Óscar, Zootrópolis, que epitomiza hasta dónde ha llegado Disney en tan corto periodo de tiempo. Lo que podría haberse quedado en una mera comedieta al estilo Illumination con animales antropomorfos y chistes fáciles al respecto, en realidad es cine noir de pata negra, aunque con etiqueta para todos los públicos. Su mensaje sociopolítico no solo está años luz por encima de lo que cualquier otro gran estudio se atreve hoy en día a ofrecer en el terreno familiar, sino que también es infinitamente más complejo y matizado de lo que Disney nunca ha querido ofrecer. De hecho, es la primera obra abiertamente política del estudio en toda su historia. No solo es un canto a la tolerancia racial y a la igualdad entre sexos: también es una fábula que alerta sobre los peligros de la manipulación de las masas desde las altas esferas gubernamentales, que son capaces de instaurar una oligarquía y de recortar los derechos de un sector de la población (una etnia, una raza) bajo la falsa excusa (fabricada intencionadamente, publicitada mediante la propaganda goebbelsiana) de la protección de la seguridad del contribuyente ante una amenaza inexistente. Lobos con piel de cordero que, a día de hoy, bien podrían tener el pelo cardado y pajizo.

La conclusión es la que ya anunciaba desde el título del artículo: hoy en día, la única rival que tiene Disney es ella misma. Nadie se acerca ni a un kilómetro de distancia. Quién nos iba a decir que iba a llegar a este punto cuando estrenó Zafarrancho en el Rancho el mismo año que Shrek 2 y Los Increíbles.

 

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