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Diario de Sitges 2016. Día 2: Brujas, kaijus y comanches

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Hoy ha sido el día de reencontrarse con gente (a veces inesperadamente, siempre de forma grata), comer de plato por una vez y escribir pocas líneas, así que disculpadme si lleno los huecos del artículo con films vistos antes del festival, y que se proyectarán durante los próximos días. Al fin y al cabo, hay un número limitado de horas para escribir entre película y película, y es muy difícil aprovechar los ratos entre pases cuando se tiene que hacer cola (es el sábado grande, con la Zombie Walk, y Sitges está hasta arriba de visitantes y cinéfilos). Y es una pena poder escribir poco, porque ha sido una jornada realmente satisfactoria. De hecho, posiblemente se haya proyectado ya la mejor película que veremos en este festival.



Pero antes de entrar en ella, vamos con lo prometido ayer: la nueva película de Nacho Vigalondo, cuya carrera hasta el momento ha prometido más de lo que ha dado, salvedad hecha de Los Cronocrímenes. Esa imagen no va a cambiar demasiado con COLOSSAL (), una divertida pero irregular dramedia con alma de crítica social, disfrazada de cine de monstruos gigantes que destrozan Seúl (conocidos como kaijus por sus hermanos japoneses).

El film se centra en una joven cuya vida es un desastre (Anne Hathaway, siempre carismática): sin trabajo, sin novio, sin casa, alcohólica, regresa a su pueblo natal para intentar recomponer su vida pero su encuentro con un amigo de la infancia (Jason Sudeikis, en un papel difícil que resuelve con nota) solo hace que se mantenga en sus momentos más bajos, uno de los cuales es provocar la aparición de los mentados monstruos en la otra punta del mundo. Es un punto de partida brillante y original que a la media hora ya desvela todas sus cartas y no se explora en mucha más profundidad, porque en realidad se trata solo de un macguffin de género para retratar la relación entre los dos personajes principales. Es decir, lo mismo que hizo con Extraterrestre (donde una invasión alienígena era la excusa para una sitcom romántica), pero en esta ocasión resuelta de forma más sólida.

Vigalondo maneja muy bien el ritmo y la puesta en escena, y salta entre los momentos cómicos y los más dramáticos (e incluso de thriller) con una mano firme, logrando una mejor conjunción de sus elementos que en films anteriores. Incluso logra cimentar la parte fantástica en un análisis casi freudiano de la realidad que triunfa tanto en el humor como en la tragedia. Sin embargo, su visión cáustica de las relaciones personales se le acaba yendo un tanto de las manos y tornando en algo demasiado grotesco. Una vez rebasa la línea de la psicopatía, y por mucho que sus actores no le fallen, su discurso se resiente y se hace excesivamente forzado, con lo cual la parte final no llega a ser catártica, sino más bien caricaturesca.



Si el film de Vigalondo tiene una clara vertiente de análisis de los roles y expectativas de género, la deliciosamente kitsch THE LOVE WITCH () gira exclusivamente en torno a ello, normalmente para subvertirlo. Rodada como si se tratase de una película o serie de ambiente pop-naive de los años 60, lo que abarca desde Embrujada hasta My Fair Lady, narra la historia de una bruja (la espectacular Samantha Robinson, cuya actuación está tan irremediablemente ligada a su erotismo y belleza que es difícil de calificar objetivamente a este lado de los cromosomas XY) cuya única obsesión es encontrar el amor cueste lo que cueste, encontrando por el camino .

Esta búsqueda, cómica y delirante, con un puntito trágico y un enorme subrayado paródico, es la base sobre la que se sostiene su discurso feminista. Aunque no faltará quien diga que cae en el machismo, sin tomar en cuenta la enorme distancia irónica que supone su estilo recargado, de colorido saturado y puesta en escena voluntariamente artificial. La dirección de Anna Biller busca forzar la ambientación de época para situarnos en unos valores y pensamientos caducos y machistas, que convierten a la mujer en un mero objeto (sexual o doméstico), un capricho del hombre cuyos deseos no deben ser tenidos en cuenta y cuya felicidad se debe solo a hacer feliz al macho. Y sin embargo, en los márgenes de la acción (y en ocasiones puntuales y rupturistas, en primer plano) sitúa elementos actuales como móviles, ordenadores o pruebas de ADN que sitúan claramente la acción en nuestros días, denunciando que eso que tan rancio nos parece y de lo que tanto se ríe sigue estando presente hoy en día.

Así, entre la futilidad de su búsqueda del amor de cuento de hadas, los subtextos sobre la violación física o psicológica, o los juegos con la sexualidad como arma o condena, la película funciona como crítica de la estructura social de género, como deconstrucción de un estilo cinematográfico, y como desmitificación inclemente de la figura del macho. Y sin embargo, algo muy importante falla: su duración. 120 minutos son a todas luces excesivos para contar lo que cuenta (80-90 hubiese sido ideal), teniendo en cuenta además que hay escenas superfluas y que el ritmo es muy lento. Biller parece incapaz de acelerar el tiempo cinematográfico cortando momentos puramente de transición. Hablo, por ejemplo, de que no hace falta que veamos a la protagonista salir de una tienda y recorrer toooodo el camino hasta un banco en el parque, pudiendo dar dos tijeretazos bien dados. Como eso, toda la película. Y claro, llega un punto en el que cansa.



Pero pasemos ya a hablar del plato fuerte y dejémonos de aperitivos. Porque si os soy sincero, dudo mucho que vaya a haber una película en este festival que desbanque de mi número uno al peliculón que es HELL OR HIGH WATER (), cuyo título en España será el espantoso 'Comanchería' (que, no obstante, tiene sentido). No solo es lo mejor del festival hasta ahora, sino que es lo mejor que llevamos visto en cine de la cosecha de 2016, punto final. Y si pensáis que esto es subirla por las nubes excesivamente, y que luego os va a decepcionar, tened en cuenta que yo ya iba pensando que si no era una obra maestra es que me habían vendido un timo. Pues no. Quizá hasta se habían quedado cortos.

El argumento es sencillo: dos hermanos se dedican a robar bancos mientras dos policías les intentan atrapar. Una trama clásica del cine policíaco, pero decir que no inventa nada es no hacer justicia a las múltiples facetas sociales y humanas que añade a esta historia. Porque el Oeste actual que retrata David Mackenzie, con mirada certera para el detalle significativo y para el matiz pintoresco que dotan de mayor complejidad a su discurso, es el Oeste de la decadencia, de un mundo no moribundo, sino muerto y en descomposición por la llegada de la modernidad y de la crisis económica. Una crisis que se ha visto acompañada de una pérdida de valores humanos y una resignación absoluta a la extinción de un modo de vida, al colapso de toda una civilización por culpa de entes completamente ajenos al control de un arma de fuego. Se trata de un universo donde la debacle económica ha acabado con las esperanzas de toda una sociedad, donde términos ajenos y casi marcianos como hipoteca, fideicomiso, intereses de demora o revalorización de activos pueden suponer la vida o la muerte, la riqueza y la pobreza, y donde los forajidos y los marshalls son meros peones sin importancia cuyo romanticismo quedó en el olvido.

Podríais pensar que con esta definición de su discurso subyacente se trata de un film denso, oscuro, lento, aburrido: todo lo contrario. El guion de Taylor Sheridan es vibrante y energético, y Mackenzie lo traslada con un pulso firme y sin ángulos muertos. Tiene algunos de los mejores diálogos que se han oído en años; una definición de personajes cristalina que te permite conectar al instante con todos ellos, subrayando la humanidad detrás de sus actos y el poso de tristeza y pérdida con el que cargan (y con unos actores, todos ellos, que están para inundarles a premios); una galería de secundarios y extras brutal; unos golpes de humor negro y surrealista que bien quisieran los hermanos Coen para todas sus películas; y una emotividad tranquila pero llena de vida, de lágrimas secas por el viento árido del desierto. Únase a eso algunas de las escenas de acción y tensión mejor rodadas de los últimos años, y una puesta en escena a medio camino entre John Ford y Sam Peckinpah. Es una obra de orfebrería donde todo, absolutamente todo, funciona a pleno pulmón.

Y eso sin contar con que tiene un duelo final sin una sola bala donde la tensión se puede cortar con un cuchillo, y que pone la rúbrica de oro a uno de los mayores tesoros que nos ha dado en esta década el cine americano.



De postre para completar esta crónica, y como no me ha dado tiempo a escribir más, un par de films vistos previamente y de los que ya había escrito. Sigamos con el género policíaco. Está muy claro lo que quieren contar Jevons Au, Frank Hui y Vicky Wong, los tres directores de TRIVISA (). O mejor dicho, está muy claro cuál es el potencial al contar una historia sobre criminales situada en el periodo en el que Hong Kong cambió de manos, de control británico a control chino. Porque es una historia apasionante: los detalles políticos filtrándose hacia la sociedad, el cambio de paradigma en todos los aspectos de la vida cotidiana (incluido el crimen), las nuevas dinámicas de poder, las nuevas oportunidades, los viejos trucos obsoletos…

Prácticamente nada de todo eso se cuenta en esta película, que aunque sitúe su marco temporal en esa situación y haga referencia pasajera a la transferencia de soberanía unas cuantas veces, no explora en absoluto las consecuencias. De hecho, no cuenta prácticamente nada: no tiene drama, no tiene acción, no tiene arcos argumentales ni personajes reseñables, ni tampoco tiene una mirada ni política, ni social, ni crítica, ni complaciente. Es un film de puesta en escena correcta pero discurso inexistente, dividido en tres líneas argumentales que nunca se cruzan realmente: un ladrón y asesino que ha cambiado de identidad y planea un golpe; un ladrón de guante blanco que se ha pasado al contrabando con fachada de negocio real; y un capo mafioso con mal pronto que grita mucho y hace tonterías. La primera de estas historias es tan insustancial que no merece la pena entrar en ella, mientras que la última es un auténtico desperdicio de celuloide que va dando tumbos sin rumbo y no aporta nada más que histrionismo.

En realidad, la única historia que tiene algo de chicha que cortar es la segunda, tanto por ser la única donde se muestra algún cambio en la dinámica de los personajes para adaptarse a la nueva situación, como por ser la única que se preocupa en desarrollar algún conflicto para los personajes. La lucha del protagonista entre su vieja gloria de forajido y la necesidad actual de supeditarse a los deseos, caprichos y humillaciones de las autoridades a las que soborna para seguir haciendo sus tejemanejes, crea una cierta escalada de tensión interna que va alcanzando una inevitable ebullición. Sin embargo, la potencia que pueda tener su desarrollo se ve lastrada por las continuas interrupciones para contar las otras dos historias. Lo que queda apenas sirve para pasar el rato.



Cambiemos de tercio hacia el fantástico. Oculus. El Espejo del mal puso en el mapa a Mike Flanagan como posible talento a seguir dentro del género. Aunque no era una obra maestra, sí que anunciaba un director con poderío visual e ideas narrativas frescas, que podían darles una vuelta de tuerca a las convenciones del terror. Con SOMNIA. DENTRO DE TUS SUEÑOS (), una historia sobre una pareja que adopta a un niño capaz de crear físicamente todo aquello que sueña (incluidas sus pesadillas), todavía no consigue realizar ese peliculón que anunciaba, pero se sigue quedando muy cerca. Quizá los problemas de producción que ha tenido el film hayan influido algo en los puntos flojos que lastran su desarrollo.

Sería un error considerar a la película como una cinta de terror, porque aunque maneja elementos y secuencias del género, en realidad se trata de una fábula dramática más cercana al cine de Guillermo del Toro que al de James Wan. Es decir, el uso de elementos fantásticos y terroríficos está empleado al servicio de una historia (muy emotiva) sobre el dolor de la pérdida y la dificultad de pasar página, aceptando que existe un futuro más allá de la persona amada. Una vez más, Flanagan demuestra una gran pericia para insuflar de imaginería a su universo sin perder de vista su pertinencia temática. Como si de un test de Rorschach se tratase, cada elemento imaginado por el protagonista, sea bello o terrorífico, nos habla sobre un futuro desarrollo de la trama o sobre la capacidad de la psique de un niño para entender el mundo que le rodea. Esto enriquece una historia que, puntuada por momentos de terror eficazmente resueltos, se centra más en el drama familiar que en la tensión atmosférica.

Sin embargo, hay aspectos del guion que deslucen el resultado global. Por ejemplo, una investigación por parte de la madre que resulta demasiado sencilla y conveniente (¿desde cuándo una trabajadora social no se da cuenta de que le han robado el archivo que acaba de dejar sobre su mesa para estudiarlo?); o el escaso impacto emocional que provoca la desaparición y posible muerte de uno de los personajes principales; o el cambio radical de la madre, que pasa bruscamente de una obsesión malsana por su hijo fallecido a un amor incondicional por el niño adoptado (ambas posturas son válidas para desarrollar el film, pero chocan entre sí porque la progresión de una a otra no existe). Así, la cinta se queda a un paso de resultar la obra maestra que, por su carga emocional y su significado, podría haber llegado a ser.


Eso es todo por hoy, a estas horas que se han hecho. Queda hablar de una de zombis distinta de cualquier otra, un delirio lovecraftiano, un misterio con resolución dudosa y una scifi que va de más (mucho más) a menos (mucho menos).

@DamnedMartian

 

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