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Zinemaldia 2016. Día 3 (Parte II). Gigantes, tortugas y poetas

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Tras el impacto causado por Nocturama, relatado en el primer artículo sobre el tercer día, la siguiente película a concurso tenía la difícil papeleta de conseguir hacerse un hueco en la memoria de los espectadores para no quedar eclipsada en los resúmenes diarios que realizamos durante el festival.


The Giant tenía todos los elementos para acabar dejando huella. En ella Rikard, un autista con deformidades graves separado de su madre antes de nacer, desea volver a reencontrarse con ella 30 años después, lo que le llevará a intentar ganar el campeonato de petanca escandinava haciendo frente a su delicado estado de salud y a un entorno hostil. Por suerte cuenta con la ayuda de un gigante de 60 metros para conseguir su objetivo. Con todo ese arsenal era imposible no sentirse atraído y entusiasmado por lo que íbamos a ver. Poco a poco, a medida que la cinta avanzaba, esas ganas y entusiasmo fueron diluyéndose.

En el primer artículo de este Zinemaldia hablábamos de la gran cantidad de óperas primas que competirían este año por la Concha de Oro. The Giant, de Johannes Nyholm, ha sido la primera de ellas en entrar en competición. La película combina el drama propio del enfrentamiento del personaje principal frente a la sociedad con momentos cómicos brillantes, como el surrealista torneo de petanca, y elementos fantásticos que afectan en su mayoría a la relación materno-filial y que funcionan como metáfora de la situación emocional del protagonista.

Estamos ante un film entrañable, que en determinados tramos recuerda a las típicas películas americanas de superación personal a través del deporte (si decidimos considerar la petanca como tal), de los que se disfrutan mientras se ve pero que se olvida rápidamente; y eso para una historia con personajes deformes, petanca y un gigante es la peor crítica que se le puede hacer.


De las que es imposible olvidarse, a pesar de haberlas visto en el primer día del festival, es de dos de las películas que más han impresionado a un servidor en mucho tiempo. Y ambas con un denominador común: la capacidad de enganchar, por su poderío visual, a los pocos minutos de haber empezado, y de mantener al espectador pegado a la butaca y casi sin parpadear a través de la historia, para soltarlo al aparecer los títulos de crédito con la sensación de que durante ese espacio de tiempo, éste se había detenido.

Con The Red Turtle, el estudio Ghibli se lanza a la coproducción en una arriesgada película muda que habla sobre la vida y la muerte, sobre la familia, sobre la relación entre el ser humano y la naturaleza. Es muy emocionante ver la figura de Totoro aparecer en pantalla grande acompañando al nombre del estudio y que los espectadores aplaudan como si no hubiese un mañana (sí, algún día hablaremos sobre las filias y fobias de prensa y público en el festival, y cómo esto te afecta o te posiciona a ver una película). Ante una reacción así sabes que se necesita muy poco para contentar al respetable, pero Michael Dudok de Wit no se conforma con eso y arriesga prescindiendo de los diálogos, sabiendo de la potencia del dibujo y de las metáforas visuales que hacen avanzar la historia. Metáforas que han generado corrillos al terminar la proyección para poner en común las opiniones de cada uno.

Con un claro mensaje ecologista, Dudok de Wit crea una serie de imágenes con las que construir un arco argumental que podría dividirse en dos partes, según los temas principales en los que se centra: por un lado, la relación de los humanos con la naturaleza; y por el otro, la figura de la familia. Todo empieza cuando un hombre llega a una isla desierta, donde se enfrentará a la naturaleza y la utilizará para intentar escapar, sin importar cuánto tenga que destruirla o aprovecharse de ella para su fin último. Con el tiempo, y tras descubrir que es imposible luchar contra la naturaleza (representada con la imagen de una gran tortuga roja) y salir victorioso, el protagonista asumirá su derrota y ésta le recompensará. Si en este primer tramo nos encontramos con un discurso más reivindicativo (pero siempre en el tono poético que tiene el film), la segunda parte deriva a un terreno más emocional que ha provocado que más de uno hayamos terminado sacando los kleenex antes de aparecer los títulos de crédito.


Al Festival de San Sebastián tengo que agradecerle que me haya ‘descubierto’ unos cuantos directores a los que ahora sigo fielmente hagan lo que hagan. Todo empezó con Hirokazu Koreeda, luego llegaría François Ozon, más tarde Mia Hansen-Løve y recientemente Alejandro Fernández Almendras. Uno de esos descubrimientos fue una relación difícil en sus inicios, con dos películas que me horrorizaron y que critiqué sin piedad; primero fue Tony Manero y dos años más tarde Post Mortem, y cuando parecía que esa relación estaba condenada a no existir, aparecieron No y El Club. Desde entonces, cualquier fecha de estreno de una película de Pablo Larraín está marcada en rojo en el calendario. Así que, tras la buena recepción critica en el pasado festival de Cannes, Neruda era una de las fijas en mi planning horario de este Zinemaldia.

Conociendo de antemano los trabajos de Larraín uno se hace a la idea de que una película sobre Pablo Neruda, poeta y político chileno, no va a ser un biopic al uso, y tras verla se confirman estas sospechas. El film se sitúa en los años finales de la década de los 40, cuando Neruda (magistral la interpretación de Luis Gnecco) acusa al Gobierno del presidente Gabriel González Videla de traicionar al partido comunista. Acusación por la que será perseguido y deberá exiliarse. Este acercamiento a una parte de la vida del poeta es llevado a cabo por el director en dos actos bien diferenciados. En una primera parte tendríamos una película política con ciertos toques de cine negro y una ambientación cuidadísima y espectacular. Con la aparición del personaje de Óscar Peluchonneau, interpretado de manera excelente por Gael García Bernal, encargado de la búsqueda y captura de Neruda, la película deriva en una especie de western nevado donde además aparecen ciertos elementos poéticos que elevan el relato a un nivel por encima del visto durante la primera hora de película.

Además de la ambientación y de los actores hay que destacar el trabajo de Pablo Larraín tras las cámaras, consiguiendo el que seguramente es su mejor trabajo a nivel de dirección, aunque la película se quede un puntito por debajo de la maravillosa e impactante El Club. Podéis apuntar el 30 de septiembre en vuestras agendas, pues es el día que Neruda llegará a los cines españoles, y así no tendréis excusa para perderos una de las mejores películas que se van a ver este 2016.

En el siguiente articulo repasaremos dos nuevas cintas a competición que han dejado muy buen sabor de boca, Que Dios nos perdone y Lady Macbeth. Hasta entonces nos vemos en los cines.

(más fotos en la galería de fotos del Festival de San Sebastián 2016)



@charlyr2d2

 

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