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Diario de Sitges 2014, Día 4: Se desata la locura

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Cualquiera que haya pasado suficiente tiempo por la red habrá conocido a mucha gente por este medio. CINeol es un buen ejemplo: quien más quien menos, en nuestros foros hemos conocido y compartido opiniones con multitud de personas, algunos de ellos durante años. Pero por mucho que conozcas a una persona online, siempre es extraño el proceso de desvirtualizarle, de conocerle en persona. Imagino que en plan cita es todavía peor, pero obviamente no fue eso lo que tuvimos ayer Alberto (HackLechu en el foro), Alejandro (quber) y un servidor, que pudimos disfrutar de una comida juntos para debatir de todo: de cómo nos va la vida, de política (sí, de política, pero en confianza) y sobre todo de cine, de mucho cine. Compartir una pasión siempre facilita este proceso y no se me ocurre mejor entorno para una quedada cineoliana que un festival de cine.

Lástima que fuésemos tan mendrugos como para olvidarnos de dejar constancia del evento con una foto, pero sin duda durante la semana habrá más oportunidades para ello. Por supuesto, animo a todos los cineolianos y a todos los que lean estas líneas a que no tengan respeto o aprensión en acercarse y charlar. Bueno, un poco de respeto sí, que tampoco es plan de escupirse a la cara. Aquí estamos para compartir el cine. Y olé.



La jornada comenzó con homenajes a otras películas y géneros y, en un giro de guion tan conveniente que parecería escrito por un guionista televisivo si no fuese porque así es como se desarrolló en la realidad, fue girando hacia la comedia más salvaje hasta terminar en el delirio puro. Lástima que la parte de homenajes tenga que comenzar con el thriller británico MONTANA (), una especie de El Profesional (Léon) situado en los barrios marginales de Londres, con gangstas de los suburbios y mafias serbocroatas en lugar de Natalie Portman y Gary “TOOOOOOOODOELMUUUUNDO” Oldman.

Dirigida y coescrita por Mo Ali, que estaba en la sala presentando la cinta para (incomprensible) delirio de un público entregado, tiene todos los aciertos y defectos que suelen poblar las óperas primas, sobre todo si han crecido de las semillas plantadas por Quentin Tarantino y Guy Ritchie. El problema es que se trata de su segunda película, así que es más difícil disculparle. El filme parte de una buena idea, clásica pero efectiva: un justiciero que desea vengarse de la muerte de su familia, perpetrada por un exmilitar que controla ahora el tráfico de drogas en una ciudad inglesa, y que se hace amigo de un joven que trabajaba para el clan y ha caído en desgracia. Sin embargo, su fuerza se va apagando conforme avanzan los minutos. El primer tramo de la película es resultón, perfila bien los personajes y conflictos, deja detalles de estilo nada originales pero que al menos le dan cierta personalidad, y está montada con ritmo y fluidez. Promete ser por lo menos vistosa.

Sin embargo, el guion empieza a desvanecerse en la pose cool y la redundancia muy pronto. Aparecen las prisas por meter acción molona (aunque no tenga ninguna coherencia y la credibilidad de la historia desaparezca) y ali, lejos de percatarse de que se le está yendo su criatura de las manos, se mete de lleno en el fango. No solo no maneja bien la evolución de la historia (aunque sí muestre solvencia en las puntuales escenas que muestran el lado frágil de los personajes), sino que demuestra que carece de la versatilidad y garra tras la cámara como para mantener el nivel de entretenimiento. Todo se vuelve manido, repetitivo y lleno de referencias a películas mejores que solo subrayan que no está a la altura. Una pena, porque la gran interpretación de Lars Mikkelsen merece estar en un envoltorio más sólido.



Afortunadamente pasaba por ahí Adam Wingard para demostrar que los homenajes se pueden hacer con carisma y sentido lúdico, que pueden tener una personalidad propia más allá de referentes y que se pueden llenar más de 90 minutos con diversión y mala leche. El thriller THE GUEST () supone así un salto considerable en la trayectoria del realizador, que al menos esta vez ha conseguido superar las limitaciones que mostraba con su anterior filme, la correcta pero sobrevalorada Tú eres el siguiente.

La película comienza como el típico relato de persona encantadora que resulta ser un psicópata y atormenta a una familia, al estilo De repente, un extraño o La mano que mece la cuna, con un soldado que visita a una familia diciendo que era compañero de su hijo caído en Irak. Sin embargo, pronto revela un tono mucho más cáustico y juguetón, unos personajes con más aristas y sorpresas y un humor muchísimo más negro y abundante, que se burla de la hipocresía de la sociedad conservadora al tiempo que hace equilibrios en la cuerda de la violencia y el sexo contenidos, intuidos, creando una gran complicidad con el espectador que sabe que algo se cuece por detrás aunque todo se pueda interpretar como perfectamente normal. Pero hay más, porque el guion esconde giros que amplían la escala y las implicaciones de la trama, sitúan la historia en un nuevo contexto y derivan en una especie de homenaje al primer Terminator, Sarah Connor incluida.

La labor de Wingard manejando todos estos elementos es ejemplar. Los malabarismos que tiene que hacer para mantener las bolas en el aire no son ostentosos, no busca una autoría reconocida con truquitos visuales, sino que son la prueba de la labor de un gran artesano de género, de esos que florecían en el cine de los 80. Y precisamente a este cine es al que homenajea por todos sus poros la película, desde la banda sonora de sintetizador hasta multitud de elementos argumentales e ideológicos, pasando por su espíritu de serie B con la mirada puesta en personajes anónimos de pueblos pequeños, que pueden ser héroes o víctimas, pero siempre a escala doméstica y humilde, aunque la historia tenga implicaciones mayores. Es sin duda una de las películas del festival por todo lo que aporta al género, por su veneración de las constantes que lo han hecho grande y por la enorme diversión que proporciona.



Otra película que funcionó como un huracán entre el público es la hilarante HOUSEBOUND (), comedia de terror neozelandesa con una criminal juvenil en arresto domiciliario en una casa poseída por fantasmas. Como buena película de género de las islas oceánicas, de ese cine heredero del primer Peter Jackson, las carencias de presupuesto se suplen con una absoluta falta de complejos y unas ganas enormes de llevar al espectador por un tren de la bruja donde no tenga un momento de respiro, bien por las risas, bien por los sustos.

Hay que decir que como comedia funciona mejor que como cine de terror, aspecto este en el que pronto se desinfla pero que aun así deja momentos memorables (sobre todo con un oso de peluche que se resiste a desaparecer). También es cierto que, conforme avanza la película y se van descubriendo los distintos giros de la trama, que los tiene en abundancia, la tensión se deja de lado para ir explorando el territorio de la intriga y el misterio, y en este sentido funciona bastante bien pese a las trampas argumentales inevitables en todo whodunit. Pero su verdadera fortaleza, lo que más diversión proporciona, es su parte cómica.

A medio camino entre la parodia del cine de terror y la sitcom familiar, el filme hace gala de un gran sentido del humor que se refleja tanto en diálogos como en gags visuales, algunos muy brutos, otros tantos muy estúpidos (de la estupidez que sí hace gracia, los mejores tiempos de los ZAZ pero sin llegar a ese nivel de absurdo). En muchos sentidos tiene lazos con el Sam Raimi delirante de Terroríficamente muertos, pero también con el mejor Álex de la Iglesia de películas como La Comunidad o El Día de la Bestia, finales excesivos y salvajes en las alturas incluidos. Sin duda ha sido hasta el momento el filme que más risas sanas y malsanas ha provocado en el festival.



En lo de malsano sin duda le podría hacer competencia la nueva película de Marjane Satrapi, que parece mentira que sea la misma de Persépolis viendo lo gore y negrísimo que le ha salido su tercer filme, THE VOICES (). De hecho, no parecen ni por asomo estar realizadas por la misma persona. El filme gira en torno a un tipo normal que habla con sus mascotas, pero no en plan Doctor Dolittle, sino en plan “no me tomo la medicación y vivo en una fantasía flower power, con el inconveniente de que mi gato me dice que no pasa nada por querer matar a alguien si eso es lo que necesito”.

La cinta es un tanto irregular, con algún bajón de ritmo en la trama hacia la mitad del filme y algunas incoherencias en el comportamiento de los personajes (o de las voces que oye el protagonista) que evitan que uno se implique del todo en este carnaval de los horrores con el psychokiller más entrañable y adoptable de la historia. Por otro lado, Satrapi sí que acierta a la hora de manejar el complicado tono del filme, que cabalga entre la inocencia Disney, la violencia de cómic, el slapstick, la turbiedad de un Hannibal Lecter y el romance retorcido. Adoptando casi siempre el punto de vista del protagonista (desde su cabeza donde todo sucede de otra forma), la iraní dota al acabado visual de un ambiente kitsch en colores pastel que subraya los aspectos más ilusorios de la perturbación del personaje (antológica la interpretación llena de matices de Ryan Reynolds, su mejor trabajo hasta la fecha, que logra que le temas y le quieras al mismo tiempo), lo que unido a su humor inocentón y carácter amable, hace que los estallidos gore sean más impactantes e hilarantes.

Tampoco hay que desdeñar la segunda lectura que tiene la película cuando uno piensa en que la directora es mujer (y además muy concienciada en temas de igualdad). De esta forma, se convierte en una obra que retrata de forma mordaz la esquizofrenia e hipocresía del género masculino, su negación de la naturaleza violenta de sus impulsos y su ilusión irreal de respetar a las mujeres, hasta el punto de dañarlas por acción u omisión, por accidente o necesidad, sea lo que sea lo que sienta por ellas. Sus dardos afilados abarcan incluso el prototipo de mujer ideal visto por el hombre, que no es más que una expresión de sus propios deseos y nada que tenga que ver con la verdadera individualidad de la persona. Desde este punto de vista, es un filme brillante. Desde un nivel más superficial, funciona razonablemente bien aunque no acaba de cuajar como peliculón.



Y llegamos a la obra más radical y enloquecida del festival, que por supuesto tiene la firma del canadiense Quentin Dupieux, autor de películas como Wrong Cops y Rubber. Su nuevo experimento de humor absurdo se llama RÉALITÉ () y es su mejor película hasta la fecha, la más valiente y arriesgada, la que tiene mayor complejidad tanto temática como estilística. Y eso, teniendo en cuenta que Wrong ya era un análisis sobre la existencia individual y el sentido del mundo, ya es decir mucho.

Es un poco inútil definir el argumento, porque la progresión narrativa clásica pronto se tira por la ventana, pero digamos que se centra en un cámara de televisión que aspira a dirigir su primera película, un proyecto de terror trash con televisores que matan a gente. Convence a un amigo productor para que se la financie, pero este solo le exige una cosa: que encuentre el mejor grito posible para las víctimas. Este evento es el catalizador para que la trama comience a desmoronarse en un conjunto de cajas chinas cada vez más complicado de descifrar, lleno de bucles infinitos, cambios de universo, planos matrioshka, agujeros de gusano narrativos, atajos autorreferenciales, sueños, películas, cintas de VHS y madrigueras que conducen a ninguna parte. Es imposible que la película se pueda disfrutar si uno intenta poner orden en ella: hay que aceptar su voluntad anárquica, su juego de realidades paralelas y complementarias, como nos dejamos llevar por un cuadro de Escher que desafía toda lógica o por un laberinto retroalimentado sin salida. Intentar domesticar una película tan salvaje es condenarse al fracaso y la frustración.

Todo este artefacto de personajes múltiples, cambios de personalidad y de entorno, repeticiones y alteraciones de los mismos eventos, intrusiones de unas líneas temporales en otras, sirve para componer un discurso sobre los límites (o no límites) del lenguaje cinematográfico para definir la realidad que vivimos, para influir en nuestra percepción de los eventos en un sentido espacial, temporal y personal. Con su característico humor disonante y sus personajes desquiciados, además de una refrescante dosis de autocrítica, Dupieux rompe la barrera que separa al director del espectador y le hable cómplice de las manipulaciones que se llevan a cabo para encontrar un sentido a la obra artística, para ordenar o desordenar la realidad, para introducir elementos imposibles (una cinta de vídeo intacta en el interior de un jabalí) y percepciones erróneas (un hombre que tiene un eccema cutáneo pero nosotros le vemos sin marca alguna) para obligarnos a cuestionar los fundamentos sobre los que construimos historias... como nuestras propias vidas.

Además, en pocas películas que no sean de Dupieux se puede ver a una rata piojosa presentando un programa de cocina.


Eso es todo por hoy. Mañana una nueva entrega con vampiros árabes, delincuentes británicos, asesinos chinos y quién sabe cuántas cosas más.


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