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Diario de Sitges 2018 (IV): Pasión por el cine

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Cualquier cinéfilo sabe la diferencia entre ver una película solo en casa o verla en una sala repleta de gente. Esa sensación de experiencia compartida y cómplice, esa voluntad común de abandonarse a una historia y un mundo ajenos a nosotros, esa reverberación de emociones en una caja de resonancia oscura y anónima que nunca te va a juzgar ni te va a pedir nada a cambio, es algo especial que no ocurre en un salón. Ese es otro tipo de visionado con su valor particular, más íntimo, más cercano, un diálogo de tú a tú entre el autor y el espectador. Pero hay otro tipo de experiencia: la del festival, que es una amplificación de la sala de cine hasta abarcar toda la vida de una persona durante un efímero periodo de tiempo. Es la emoción de respirar séptimo arte hasta cuando andas por la calle, de saber que ese lugar en el que estás sentado ha reunido a miles de personas de todas partes del mundo con un interés común. Es saberte acompañado aunque estés solo, es continuar con las emociones que la gran pantalla te ha proporcionado sin necesidad de salir de esa burbuja artística para volver al quehacer mundano de la vida cotidiana.



Se me ocurren pocas películas que sepan transmitir mejor estas emociones compartidas que DESENTERRANDO SAD HILL (), maravilloso documental que sigue a un grupo de burgaleses que trabajan para desenterrar y reconstruir el cementerio creado en su pueblo para rodar la icónica escena final de El Bueno, el Feo y el Malo. Se trata del hilo conductor de una obra que abarca mucho más que eso, pero que tiene en la historia de esta banda de quijotes el auténtico corazón que ha movido a toda la sala del Prado a darles una ovación de cinco minutos en pie, sin tiempo para secarse los lagrimones de emoción.

Pero, ¿esto da para un largometraje? ¿Qué historia se puede contar aquí? Pues nuestra historia, la de todos nosotros. La de cualquiera que ame el cine. La de aquellos que alguna vez se han emocionado con una obra de arte. La de quienes vuelvan a sentirse jóvenes al escuchar esa canción, quienes abran su corazón al ver ese cuadro o al leer ese poema, quienes sonrían al ver cómo otras personas han descubierto y amado también el mismo libro que tanto les ha marcado o la misma película que ha ocupado sus sueños y que cada vez que aparece por televisión despierta tantos recuerdos felices. El film es un homenaje a todas esas personas que hacen posible que todos nosotros nos juntemos en una experiencia común, en una emoción compartida, en una identidad social que trasciende credos, generaciones y fronteras. A esas personas que, con esfuerzo, voluntad y una pasión irrefrenable, conservan el legado que nos dejaron nuestros abuelos. A quienes ayudan a que preservar esa gema indescriptible que atenaza nuestros corazones, sacrificando un pedacito de su vida por una locura sin sentido, con la esperanza de que alguien más comparta su sueño.

Esta complejidad temática está tratada desde la humildad absoluta, desde un cariño que no empaña con falsa sensiblería una narración estructurada con solidez y seriedad, alternando el progreso en los trabajos de reconstrucción y las entrevistas con los responsables de llevarla a cabo, con las anécdotas del rodaje del film, el análisis de la obra de Sergio Leone como ejemplo de las cualidades expresivas del séptimo arte, el retrato de lo que supuso este evento para la zona y para el país, y las aportaciones de todo tipo de personalidades de la cultura. Cada una de estas partes suman, aportan algo adicional para acabar creando ese magnífico cuadro que culmina en un final entrañable que es imposible ver con los ojos secos.



Es más o menos lo mismo que persigue hacer con ahínco LIFE AFTER FLASH (), pero en este caso el resultado está muy lejos de las intenciones. Todo lo que aporta Sad Hill está mayormente ausente aquí: visualmente está al nivel de un extra de DVD, narrativamente es impreciso y caótico, su ritmo es atropellado hasta el punto de que los cortes de entrevistas se pisan entre sí, y la sensación final es que realmente ha evitado contarnos lo que supuestamente era la sinopsis del film, la vida de Sam J. Jones después de protagonizar Flash Gordon y caer automáticamente en el olvido tras el fracaso de la película.

La realizadora dedica un tiempo considerable a convencernos de que Flash Gordon es un clásico del cine, algo cuando menos dudoso. Para ello recluta a un camión tráiler de expertos de Comic Con que repiten lo mismo entre ellos, o hacen comentarios de foro de fans sobre determinadas escenas al tiempo que se van repasando en un larguísimo segmento de making off que solo aborda la figura de Jones de forma tangencial, casi de casualidad. Si sumamos lo que cuentan sobre el film, que es con diferencia lo más interesante, parecería que el actor apenas se pasó por el rodaje. Quizá no querían empañar su imagen, pero entre eso y que el hueco de 25 años hasta que empezó a trabajar como guardaespaldas se pasa de puntillas, con meras referencias a matrimonios fracasados que ni siquiera están situadas temporalmente, convierte el supuesto viaje en algo anecdótico y sin interés. Y que quiera plasmar sus cameos en Ted y Ted 2 como el resurgir de su fama resulta risible. Al final solo queda un grupo de amigos y familiares tachándolo de superhéroe real, al propio Jones hablando de su renacimiento espiritual de libro de autoayuda, y un puñado de profesionales que no tienen claro si hicieron una buena película o se lo pasaron bien. Un batiburrillo que no cuenta nada especial.



Cambiando de tercio hacia otra disciplina que podría considerarse un género propio, tampoco mejoramos mucho al hablar de MAQUIA: UNA HISTORIA DE AMOR INMORTAL (). Habría que sentarse seriamente a hablar con la industria del anime japonés para decirles que se tomaran una tilita y se relajaran un poco, porque como sigan el camino que llevan con sus melodramas trmebundos intensitos, para 2020 van a llevar a los antidisturbios a las salas a lanzar gases lacrimógenos mientras una orquesta de 8.000 violinistas toca música de entierro a todo lo que da un amplificador del tamaño de un estadio de fútbol, y en la pantalla aparecen solo flores de colorines, niñas llorando abrazadas porque se ha muerto alguien y están enamoradas pero él no lo sabe, luz del atarceder colándose por rendijas y nubes rosas flotando sobre castillos atravesadas por dragones de colores. Por favor, basta ya.

Por separado, cada una de las escenas que componen este film es hermosa. Es una bonita historia sobre lo que significa la maternidad, sobre el concepto de familia y los sacrificios personales que conlleva, sobre el sentimiento de alienación del refugiado o expatriado (tanto en su lugar de destino como, una vez la separación ha sido longeva, con su propio pueblo), y sobre la pérdida como una emoción necesaria y no siempre negativa. Y está plasmada en un mundo con mucho potencial mitológico. El problema es cuando todas las escenas se juntan, porque entonces nos encontramos con una absoluta falta de sutileza. La machaconería con la que el mensaje está tratado una y otra vez de forma obvia y subrayada, la necesidad de que cada una de las escenas sea un clímax de sacar el pañuelo, la saturación de imágenes preciosistas y banda sonora llorona, acaban hundiendo el film. No hay valles y cumbres, es la monotonía enervante de una soprano que quiere mantener la nota más alta durante todo el concierto. Y eso no es música, es cansancio.



Otra que no llega a encontrar su tono para aportar algo significativo al género, en este caso el neonoir, es GALVESTON (), cuarta película tras la cámara de la actriz francesa Mélanie Laurent, que tiene rasgos de personalidad pero en su mayor parte se dedica a aplicar lecciones aprendidas de otros artesanos. Como ya ocurría al año pasado con Sweet Virginia, hay pocos peros que ponerle al film, que está escrito, rodado e interpretado con suma corrección y solidez. Pero todo suena a ya visto, no hay ninguna escena ni ningún aspecto de la historia que consigan trascender. Está todo tan medido y equilibrado que la rabia, la tristeza o la empatía no llegan a explotar hacia la platea.

El tramo final es donde más cerca que está de saltar la banca esta típica historia del criminal que huye de su antiguo jefe acompañado por una mujer y su hija que estaban en el momento y lugar equivocados. En una elipsis temporal considerable, el guion añade varias capas de remordimiento, culpa, tristeza y desencanto que fructifican el pesimismo noir que ha impregnado toda la historia y le dan el halo romántico y épico que no ha conseguido alcanzar anteriormente. Buena parte de la responsabilidad de que este epílogo funcione tan bien es de Ben Foster, que durante toda la cinta confirma que es uno de los actores más infravalorados de la industria americana, pero que en esta escena hace un trabajo inconmensurable.



Para finalizar el artículo, una grata sorpresa que corría grave peligro de no estar presente en ningún artículo, porque la sesión era a las 23 horas y se retrasó 45 minutos (cosas de la Zombie Walk y los sábados de aglomeración). De hecho, si ZOO () hubiese sido simplemente normalita, habría preferido irme a dormir que terminarla. Y lo cierto es que en su tramo final flojea el ritmo y se hace bastante más convencional, porque su camino le lleva hacia un romanticismo algo manido y menos cínico que el resto de la historia, pero la hora anterior había sido tan divertida y brillante que para entonces ya me tenía ganado.

Se trata de una película de zombis reducida a su mínima expresión: una pareja en crisis en un piso mientras en la calle hay un apocalipsis de muertos vivientes, lo que les impide alejarse el uno de la otra. La cámara nunca abandona el apartamento: las escasas incursiones a por suministros suceden fuera de plano y son irrelevantes, lo que importa es la dinámica relacional entre ambos personajes. Lejos de buscar el típico mensaje de 'el hombre es un lobo para el hombre', la cinta opta por una rom-com en toda regla, con marido y mujer redescubriendo puntos comunes y desvelando secretos gracias a la necesidad de sobrevivir. Además, subvierte las reglas del género en más de una ocasión, en especial en lo que atañe a las reglas sociales de comportamiento: mientras en otras cintas son lo primero que se pierde para lograr la supervivencia, en esta se mantienen más firmes si cabe gracias a la tendencia humana a la hipocresía y el narcisismo. Esto provoca secuencias tan descacharrantes como la visita de los vecinos, que serían expulsados sin contemplaciones en cualquier otro film, pero que en esta cinta se quedan como garrapatas por el qué dirá la gente si se entera de que les abandonamos a su suerte. Un enfoque cargado de crítica social que, sin embargo, no consigue mantener durante 90 minutos para convertirse en el clásico instantáneo que llevaba camino de ser.


@DamnedMartian

 

Fuente: CINeol | Visitada: 1453 veces