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Diario de Sitges 2017 (VIII): Idiomas extraños

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Por muy veterano que sea uno en esto de los festivales de cine (es mi quinto año en Sitges, más otros tres en la Seminci de Valladolid), siempre hay momentos en los que puede pecar de pardillo. O incluso, por qué no decirlo, de idiota. En mi supina estupidez, mi mente pensaba que cuando la organización decía que la prensa no necesitaba sacar entrada para entrar a la primera sesión del día, se refería solo al pase del Auditori. Y recordaba que en otras ediciones había ido a las 8.30 a otros cines, pero lo achacaba a que esas sesiones fueron antes de que cambiasen las normas el año pasado. Pues no. Al séptimo día de sacar entradas a las 7 de la mañana, me di cuenta de que se podía ir a cualquiera. Con los paseíllos que me habría ahorrado y las películas prescindibles de las que habría… eh… prescindido. En fin, al menos puedo gritar al viento, con la cabeza bien alta, en el pico más alto que encuentre, que yo he visto Annabelle: Creation en versión original. Asco de vida.



A veces, eso sí, hay películas que me habría saltado porque tenían una pinta terrible pero me han acabado sorprendiendo para bien. Es el caso de ERREMENTARI (), presentada a bombo y platillo como la última producción de Álex de la Iglesia y Carolina Bang. Aviso para navegantes: cuando una cinta se destaca más por los amigos que tiene el director que por su contenido, suele ser síntoma de basura. Preguntadle a cualquiera que haya visto (o incluso que haya participado en el rodaje de) Black Hollow Cage si el director se merecería estar en un festival. Lo que pasa es que algunos tienen conexiones con gente de bien.

Pues al contrario de lo que temía, el film de Paul Urkijo Alijo está bastante bien, siempre y cuando uno se lo tome como lo que es y no como lo que aspira a ser. Es decir, no es un cuento épico y emotivo que usa la mitología vasca para dar forma a algo más poético. En su lugar, es una entretenida cinta comercial con un atrezzo muy cuidado y un aspecto visual más que correcto, que destaca sobre todo cuando utiliza el humor para narrar. Su virtud de autoparodia, de no tomarse en serio lo más sagrado, le da un tono más humilde y juguetón a la cinta de lo que su inicio parecía prever. Y es que el film comienza casi como una mezcla de slasher y aventura histórica en donde se notan excesivamente las costuras. Menos mal que pronto enseña sus cartas y empieza a repartirlas, porque eso supone toda la diferencia entre un producto serio e infumable y una simpática chorrada.



También es un mero juguete comercial, pero de lo más digno, la última película de Doug Liman, el thriller bélico THE WALL (). En la línea de films como Última Llamada o 127 Horas, en donde un personaje se queda atrapado en una situación claustrofóbica de la que no puede escapar, aquí son dos soldados (o más bien uno) los que se ven acorralados por un francotirador iraquí, con solo un muro de precaria solidez para protegerles.

Liman maneja con soltura la tensión y la puesta en escena para que el relato no dé descanso y tampoco se haga estéticamente repetitivo. No consigue aumentar la adrenalina hasta el punto de pegarte a la butaca con uñas y dientes, pero sí hace que todo el periplo transcurra con una fluidez envidiable. Y encima sin salirse de esta situación, sin alejar la cámara de los soldados por un momento: ni flashbacks, ni conexiones con el alto mando, ni vistas de pájaro, ni nada. Respeta escrupulosamente el punto de vista para que en ningún momento te despegues de los personajes. En este sentido, el film sería redondo si su guion no diese un par de vueltas de tuerca de más a la situación, buscando aunque sea verbalmente esa historia ajena a la escena que nos ocupa, o plasmando algún giro en la acción que convierte al villano en una especie de ser todopoderoso más propio del cine fantástico que de una cinta bélica al uso.



También cumple con holgura la penúltima producción de Blumhouse, STEPHANIE (), lo cual tiene más mérito incluso porque iba con los cuchillos preparados para destriparla. Al fin y al cabo, la dirige uno de los guionistas más odiados y ridiculizados de Hollywood, Akiva Goldsman, cuyo anterior film es de infausto recuerdo entre los pocos afortunados que lo vieron. Aquí pasa de grandes estrellas y holgados presupuestos para narrar un cuento de terror sencillo y pequeño, que podría ser un episodio doble de La dimensión desconocida o series similares, giros de guion incluidos.

El film va claramente de más a menos, dividiéndose en tres actos donde el primero es sin lugar a dudas el mejor. De hecho, durante sus primeros 40 minutos resulta una cinta de terror y misterio ejemplar, jugando sabiamente con la soledad de una niña y el desconocimiento de lo que sucede a su alrededor (no solo por nuestra parte, sino también por la del personaje), y dosificando unas pocas piezas de información, a cada cual más sugerente. A partir de su primer gran giro en la historia, la trama comienza a desvelarse y, pese a que mantiene el interés, se convierte en una película mucho más pedestre y típica. El gran misterio se adivina antes de que nos lo cuenten, aunque en su favor hay que decir que tampoco intentan mantenerlo en secreto hasta el final, dando paso al último acto, sin duda el más flojo porque se siente como un clímax innecesariamente alargado. La historia no da más de sí, pero sigue dando vueltas sobre sí misma durante un rato.

Esta sensación final no empaña, sin embargo, que se trata de un film de género la mar de solvente y efectivo, con unos primeros 40 minutos realmente soberbios.



Pero dejémonos de cine comercial competente y pasemos a lo bueno, que es a lo que hemos venido. De un país tan desconocido como Estonia llega NOVEMBER (), una arrebatadora fábula en blanco y negro situada en un siglo pretérito surrealista donde los campesinos disponen de ‘kratts’, criaturas compuestas por todo tipo de herramientas a las que un demonio es capaz de insuflar alma para que obedezcan y trabajen. Es solo uno de los muchos elementos delirantes de un film que compone una crítica despiadada de la sociedad de clases y del egoísmo humano a través del romance poético, el terror costumbrista y el humor absurdo.

Bebiendo de fuentes estéticas tan diversas como Jan Svankmajer, Andrei Tarkovsky o Konstantin Lopushanskiy, Rainer Sarnet compone imágenes poderosas y estremecedoras que dejan sin aliento, que sugieren un mundo contenido en sí mismo del que es imposible salir, y cuya conexión con la magia y los otros planos de existencia es tan fuerte que lo extraño se asume como cotidiano y normal. Precisamente este tono socarrón con el que se ven las intrusiones fantásticas, compartido por unos personajes descreídos, es lo que la diferencia más de otras propuestas del estilo: el film nunca se toma demasiado en serio porque sabe que la sátira social entra mejor con perlas de humor que con melodrama pretencioso. Y esto abre una puerta totalmente inesperada a su creatividad, dado que el tono del relato tiene cierta ligereza y admite la farsa. De esta forma, y tomando buena nota de cómo componía el discurso de sus obras Luis Buñuel, Sarnet ataca sin clemencia la naturaleza corrupta del hombre, sus instintos más bajos, su avaricia sin sentido, a la vez que hace un comentario ácido sobre la convulsa historia de su país que no deja en buen lugar los sistemas socioeconómicos pasado o presente.

También tiene otra vertiente perfectamente engarzada con esta: el triángulo amoroso entre dos jóvenes campesinos y una baronesa. Es en este segmento donde el film se permite el lirismo, la observación poética pero también crítica de los sentimientos elevados (y la confusión entre amor y deseo), su absoluta incoherencia e inevitable infortunio en un mundo de lobos contra lobos, donde importa más el dinero que el corazón, y donde la posición social es un estigma contra el que no se puede luchar ni vendiendo tu alma. Como si de una obra de Shakespeare se tratase, los personajes están condenados a la tragedia porque son incapaces de renunciar a sus sentimientos.

En resumen, una obra estimulante cuyo único problema es su dispersión narrativa, y que anuncia a un gran director a tener en cuenta.



La otra película soberbia del día también viene del este de Europa, en concreto de Lituania. A GENTLE CREATURE () hace un recorrido desolador por la Rusia actual a través de una trama kafkiana donde una mujer intenta averiguar el paradero de su marido, encarcelado en una prisión por un crimen que no cometió, y del que ha dejado de recibir noticias sin saber por qué. En su odisea se cruzará con numerosos personajes y escenas costumbristas, cada una aportando un pedazo de realidad de ese país que Putin no desea que se conozca fuera de sus fronteras.

Con una puesta en escena que busca el naturalismo en las actuaciones y emplea tomas llenas de actividad, sin apenas cortes, Sergei Loznitsa plasma un mundo sin esperanza donde cada decisión conduce irremisiblemente a un destino aciago. Las canciones hablan de dolor, las vivencias narradas hablan de pérdida, los personajes se sumen en lo lúdico para no asumir la realidad exterior, e incluso las personas con ganas de ayudar tienen segundas intenciones o esconden una trampa. Así, la protagonista se ve metida en un torbellino sin salida, se mete de lleno en las entrañas de la bestia sin una luz para guiar su camino, y se ve bamboleada de un sitio a otro, de una persona a otra, sin mayor capacidad de respuesta que seguir hacia delante con la vana ilusión de que alguno de esos pasos sea el correcto, ya que atrás solo le espera el vacío y la falta de futuro.

Durante esas primeras dos horas, la película es un magistral puñetazo en las entrañas que deja exhausto, una pesadilla cruda de la que solo hay ganas de salir. Y entonces llega su tramo final, y ahí el film da un triple salto mortal para romper radicalmente con todo lo mostrado hasta entonces, pasando del drama social a la farsa paródica en una secuencia absolutamente excesiva y grotesca, encuadrada de forma onírica, pero cuyo tono y escenografía se aleja a mil millones de kilómetros de lo mostrado hasta entonces. Es una ruptura llamada a sacar del film a buena parte del público, pero quien entre en su juego se encontrará con una jugada maestra que complementa el discurso anterior. Porque si su odisea destapa las vergüenzas sociales, lo que hace este último tramo es burlarse del mensaje oficial del régimen plasmándolo como si de una verbena de payasos se tratase, exponiendo a flor de piel el esperpento absurdo que quieren hacer pasar como la Rusia real. Arriesgado, radical, pero brillante.



Y me dejo lo mejor para el final. El único documental que he visto este año va a tener el honor, crucemos los dedos, de convertirse en la película que encabece con honores el top de LO PEOR de este festival. CANIBA () es una tomadura de pelo en toda regla, un film pedante y pretencioso que quiere romper todas las reglas del cine y se puede decir que lo consigue, pero para entregar un excremento fílmico inservible, tan agotadoramente vacío como estilísticamente deleznable.

El sujeto del documental es un caníbal japonés que, ya viejo, vive con su hermano. Su objetivo es acercarnos a esta figura hasta provocar incomodidad. Y el método es, oh la lá, acercando físicamente la cámara para que veamos durante 90 interminables minutos una serie de planos detalle escogidos sin ningún criterio estético o narrativo (puede ser una oreja, la cara entera, un ojo, otra persona, un objeto, una pared…), rodados con la cámara siempre desenfocada, y procurando ocultar en numerosas ocasiones a los sujetos. Es decir, ni nos hace mirar de frente el horror ni nos acerca a la carne que obsesiona al protagonista. No hace nada, son solo planos recurso descartados por un montador profesional que los realizadores han adquirido a céntimo la tonelada. Y están alargados hasta la extenuación, hasta evidenciar que ahí solo hay un vacío absoluto para rellenar minutos, sobre todo porque los personajes apenas se mueven o hablan: dicen unas 30 frases en todo el documental, de las cuales solo 6 tienen contenido relevante para el tema. Porque, ojo, a lo mejor manejando una cámara son incompetentes, pero como entrevistadores también, que no se diga. Es decir, si su capacidad expresiva es la de un zurullo humeante, su profundidad temática y capacidad analítica es la de las moscas que rondan el cagarro.

Y vosotros diréis que no todo será así, que habrá algo más. Pues tenéis razón. Hay un tramo con escenas porno niponas (o sea, pixeladas) y otro con vídeos caseros de la infancia de protagonista. Y de esos 15 minutos, no hay un solo segundo que aporte nada enriquecedor. Ni provocan, ni incomodan, ni dan que pensar, ni estimulan los sentidos, ni matizan el acto que cometió. Son inertes. Lo que los emparenta con el cadáver pútrido que es el resto del film, cuyos únicos tramos mínimamente interesantes corresponden a un cómic donde el caníbal narró su experiencia (cuyo valor hay que dárselo a la obra original, ya que los realizadores hacen lo posible para que apenas veamos una mierda de ella) y el descubrimiento de que el hermano del protagonista es masoquista extremo (lo que no aporta nada al retrato psicológico del caníbal). O sea, pipas en un vertedero.

Ah, y termina con un karaoke de una canción francesa. Y no estoy hablando de que el caníbal se vaya a un local y se ponga a cantar, sino de que literalmente la pantalla funde a negro y comienza a salir la letra de la canción en amarillo, cambiando a rosa para que vayamos cantando a la par. El único detalle que hubiese sido más vergonzoso que esta puta mierda sería que le hubiesen añadido la bolita saltarina de sílaba a sílaba. Ni para hacer el ridículo son competentes esta pareja de gilipollas.


Y como la bilis es una buena forma de poner punto y final a un artículo, lo dejo por ahora y os emplazo a la siguiente jornada, donde espero que pueda usar más epítetos positivos que negativos.

@DamnedMartian

 

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