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Especial Óscar 2017: #OscarSoBlack

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Hace doce meses, en esta página analizábamos una de las mayores polémicas de los últimos años en los Óscar, designada con el hashtag #OscarSoWhite: la total ausencia de nominados de distintas etnias en las principales categorías de los premios de la Academia durante dos años seguidos. Cierto, había algún candidato de color entre los premios técnicos, pero los votantes habían ignorado por completo en los aspectos más mediáticos a todo lo que no fuese blanco puro. Algo que no sería tan grave si hablásemos de Suecia, pero que no representaba en absoluto la riqueza cultural y racial de Estados Unidos (mal que le pese a Donald Trump, el país se construyó gracias a la inmigración y la mezcla).

El resultado de este fenómeno fueron acusaciones de racismo encubierto en redes sociales y medios de comunicación, y la consecuencia más directa, una reforma del sistema de admisión de miembros para asegurar una mayor representatividad no solo de afroamericanos, asiáticos, hispanos y demás etnias, sino también de las mujeres. Un plan a medio plazo que comenzó a ejecutarse este año, pero cuyos efectos no pueden ser aún los culpables de que este año la situación sea totalmente opuesta. Hasta tres películas centradas en las experiencias de los afroamericanos han sido nominadas al máximo galardón. Siete actores y un director de color ocupan plazas en las categorías más importantes, y como mínimo dos de ellos son favoritos a la victoria. ¿Se puede decir que los Óscar de este año están teñidos de negro?



LA TERCERA LEY DE NEWTON

Como ocurre con las modas (y la comparación no es ociosa), los Óscar tienen un comportamiento cíclico. Hay temporadas en las que se premia a cine independiente, otras a películas de estudio; los dramas familiares tienen su época, el cine bélico también, etc. Los votantes han pasado por numerosas fases de opinión colectiva (si aceptamos que el conjunto de las nominadas es una especie de fotografía transversal de su mente) que, tan rápido como han llegado, se han esfumado. Cada temporada es una tormenta de relatos en favor o en contra de las competidoras, que definen sus opciones de nominación tanto o más que su calidad o su éxito. Hace tres años fue el momento de 12 Años de Esclavitud, igual que este año es el de La La Land. Fue una acumulación de factores: un director respetado, una película potente, un tema candente y un contexto social en el que la reivindicación histórica de los afroamericanos por sus derechos no solo estaba ampliamente aceptada, sino que estaba cobrando un nuevo sentido. Hacía falta una historia definitiva sobre la realidad de la esclavitud para cerrar ese capítulo, para llenar cinematográficamente un hueco imperdonable en la visión de Hollywood. Con Obama de presidente, el cuadro era tan perfecto como un buen guion clásico.

Pero, como bien dice la tercera ley de Newton, toda fuerza ejercida sobre un cuerpo se encuentra con una fuerza similar en sentido opuesto. Acción-reacción, todo lo que sube baja, etc. La sobredosis política de aquella temporada no ejerció un efecto llamada, sino un efecto complacencia (e incluso, entre los más conservadores, rechazo) hacia la perspectiva negra. Durante dos años, la Academia (y Hollywood) ignoró casi por completo el cine por, para o sobre afroamericanos (no hablemos de otras razas porque esas nunca tienen hueco). Decía un académico anónimo en The Daily Beast (en uno de los típicos artículos de usar y tirar de la temporada de premios: la opinión de uno o varios votantes no identificados como si fuesen representativos de lo que votarán los otros 6.000) que si en los dos años anteriores no había diversidad étnica y este año sí, es porque en esta ocasión “las películas son muy buenas”, mientras que el año pasado no había nada de calidad para nominar. Straight Outta Compton, Tangerine, Creed. La Leyenda de Rocky, Los odiosos ocho, Sicario o Beasts of no Nation pueden perfectamente diferir de esta impresión. Incluso Selma, una cinta que podría haberse inflado a estatuillas en cualquier otro momento de la historia (reciente), pasó de puntillas.



Ahora hemos entrado en el ciclo opuesto. Acción-reacción-acción, ad infinitum. El motivo no hay que buscarlo solo en la polémica de años anteriores, que en efecto pudo ejercer de acicate para que algunos productores se percatasen de que no estaban sabiendo explotar un sector de población, y comenzasen a buscar guiones, libros y obras en torno a los afroamericanos con las que pudiesen asaltar taquillas y/o premios. Pero, dejando esto de lado, también hay que mirar hacia el fin de ciclo del primer presidente negro en la historia de Estados Unidos. Durante más de un año hemos estado viendo cómo un puñado de hombres y mujeres blancos se peleaban por reclamar el trono que Obama abandonaba. Y por mucho que se puedan cuestionar sus legislaturas, lo que se anunciaba por venir parecía mucho peor tanto por un lado como por otro (aunque nadie se esperaba nada TAN malo). Aunque el balance de Barack (¿barack-ce?) salga negativo, las dudas y miedos sobre el futuro ayudan a restaurar la imagen dañada del pasado. Con la perspectiva del fin del mundo en formato naranja y los continuos coqueteos del actual mandatario con las posturas supremacistas (entre otras corrientes de basura ideológica), la reivindicación de la igualdad de derechos parece más necesaria si cabe que en años anteriores, cuando la figura presidencial ya bastaba para llenar el cupo de demostraciones de tolerancia racial.

La prueba más clara de que el cambio de mentalidad en torno a la raza todavía es demasiado superficial está en Figuras ocultas, una película perfectamente agradable y entretenida, puro cine comercial con mensaje inspirador del que Hollywood se ha nutrido durante décadas. Un film sobre mujeres negras dirigido por un hombre blanco, escrito por una mujer blanca y con cuatro de sus cinco productores blancos. Menciono esto porque es relevante, porque el film se ajusta con escuadra y cartabón a un modelo de película explotado hasta la saciedad en la industria, respetando a rajatabla todos y cada uno de los estereotipos y recursos argumentales del manual, siendo el más caduco de todos ellos el jefe blanco que actúa como salvador y paladín de los negros.



La idea de este personaje-tipo es mostrar que todas las razas pueden trabajar juntas, pero ese discurso se ha quedado muy atrasado a nivel sociopolítico, ya que las nuevas lecturas raciales identifican esta figura literaria tan habitual hace dos o tres décadas con el deseo del hombre blanco por atribuirse incluso las victorias luchadas por sus congéneres de otras razas a nivel de derechos civiles y humanos. Aunque la mayoría blanca haya sido la única culpable de la represión de las minorías, se ponen la medalla de haber avanzado en la inclusión. De hecho, todo lo conseguido por las mujeres negras en el film lo es gracias a lo que hace por ellas un blanco, el consejo de un blanco, la decisión de un blanco o la toma de conciencia de una blanca. O al menos, mediado por ellos, lo que limita la hazaña de estas 'figuras ocultas' a algo manejable por el espectador... blanco (al fin y al cabo, es la mayoría y la que más entradas compra).

Tampoco hay apenas cabida para ningún tipo de exploración de la cultura negra, unificada y licuada hasta ser indistinguible de cualquier otra. Las protagonistas se mueven en un entorno familiar y social cuyas características solo responden al mundo del cine, con rasgos comodín que podrían haberse empleado para cualquiera, y viviendo situaciones de discriminación dulcificadas que, en comparación con lo experimentado por otras personas de la época, se antojan anecdóticas. Es la forma que tiene Hollywood de lanzar mensajes: muy limados y rebajados para que entren bien. El síndrome Miss Daisy. No quiere decir que no sea efectiva en su propósito: el público al que se dirige no desea ver, incluso rechaza, las historias tremendistas y crueles, viendo exageración y morbo donde quizá solo se es fiel a una realidad así de despreciable. Ni se interesa por abrir una ventana a un mundo que no es el suyo, más allá de aquello que puedan tener en común.



LA EXPERIENCIA NEGRA

En el polo opuesto se encuentra Moonlight, una cinta cuya marciana presencia entre las nominadas se puede atribuir por completo a que los críticos se han volcado con ella y la han aupado al nivel de las imprescindibles, porque sobre el papel, está en las antípodas de lo que la Academia suele escoger. La película de Barry Jenkins se ha convertido en la representante más popular del cine afroamericano de autor, que suele ser de bajo presupuesto, espíritu indie, mucha presencia en festivales menores y poco impacto en salas comerciales, quedando reservado a unos pocos cines de grandes ciudades especializados en cine alternativo. Un mundillo de donde han salido directores como Ryan Coogler, Justin Simien o Lee Daniels, y directoras como Dee Rees, Ava DuVernay o Amma Asante. Algunos de esos nombres ya han sido fichados por los estudios; otros siguen trabajando en su esfera modesta.

Moonlight no es una excepción en este tipo de cine. Es pequeña, sincera, sin miedo de hurgar con delicadeza en terrenos pantanosos (la droga, la homosexualidad, el bullying, el abandono). Sus señas de identidad cultural son perfectamente visibles y la alejan por completo de lo que un realizador blanco plasmaría en pantalla contando la misma historia. Su cámara enfoca una realidad totalmente ajena a la del académico medio y carece de ninguna intención didáctica: no es una película para enseñarle a los blancos cómo viven los negros, ni para educarles en tolerancia. Es un film que existe con el objetivo de exorcizar demonios y volcar en formato digital los conflictos propios de un hombre frágil situado en medio de un torbellino social en el que no tiene cabida. Una pieza de cámara sobre la experiencia de crecer sin oportunidades, sin amor propio o ajeno, rechazado por todos en la sumisión y en la rebeldía. Una historia individual que sirve de metáfora de las vivencias de todo un pueblo y de su dificultad para ser aceptado y para aceptarse a sí mismo.


Su estilo visual y narrativo se concentra en retratar esta historia como un caleidoscopio de episodios críticos, imágenes llenas de plasticidad y rabia. Desde el primer fotograma hasta el último, es un film que persigue el calificativo de arte emocional, no de producto de consumo comercial. Aunque no llegue a las cotas abstractas de El Árbol de la Vida, sí que exige del espectador una implicación emocional e intelectual más profunda que en el cine convencional. Un poco de atención a la forma, al lenguaje expresivo, y no solo a la historia en sí. Porque la manera de iluminar los planos, de mover la cámara, de jugar con el sonido y la música, de realizar elipsis o alterar el montaje meramente expositivo, juega un papel imprescindible en su forma de acercarnos al protagonista. El resultado es una atmósfera distorsionada que deja a un lado el realismo social para subrayar la identificación con los sentimientos conflictivos del protagonista.

En un país donde a la mayoría blanca aún le cuesta relacionarse con personas de otras razas sin fijarse en el color de su piel, que una película como esta haya llegado a saltar al imaginario colectivo es una hazaña casi mayor que convertirse en responsable de ordenadores de la NASA. Porque se enfrenta a todos los rechazos posibles: a los negros, a los (hombres) homosexuales, a los drogadictos, a los marginales, a los violentos, a los presidiarios… Requiere de una apertura ideológica que, a la vista de las diferencias de pensamiento y cordura entre Trump y Obama, no parece ser el camino elegido por una mayoría de estadounidenses. Más bien al contrario: es un pez que nada contra corriente, un bebé foca entre orcas y tiburones, una pluma en un huracán de odio con bronceado falso, una tormenta que ha despertado a lo más rancio de la sociedad para darles el permiso e incluso animarles a ser racistas, homófobos, xenófobos, fascistas, antisemitas, intolerantes. Aunque en su modestia nunca haya perseguido ningún título ni etiqueta reivindicativa, Moonlight se ha convertido de alguna forma en una pieza fundamental en el acervo cultural de la ‘resistencia’.



LA HERENCIA RECIBIDA

Entre un extremo y otro se sitúa Fences, una obra de teatro cuya adaptación estuvo en el limbo durante 20 años hasta que alguna alineación estelar (o los factores mencionados antes) permitió a Denzel Washington convertirla en película. O, más bien, en obra de teatro capturada en celuloide. El film entraría de lleno dentro de esa amplia categoría llamada ‘Oscar bait’, es decir, cine serio, adulto, de prestigio (normalmente adaptado de una obra o libro ganador del Pulitzer, como de hecho es el caso), realizado con el único propósito de acumular premios. Pensemos en Cold Mountain, Las Horas, Tan fuerte, tan cerca, Casa de arena y niebla, Seabiscuit, etc. Esto la sitúa claramente dentro del cine convencional, y de hecho no hay nada en su estilo narrativo que lleve a pensar en un autor: Denzel coloca la cámara y basta, lo que hace que el film sea bastante estático e incluso agobiante.

Sin embargo, hay una personalidad cultural inconfundiblemente afroamericana en el material de partida, algo que la diferencia por completo del subgénero ‘whitewash’ al que pertenece Figuras ocultas. Para empezar, la historia se centra exclusivamente en una familia negra que vive en una casa de un suburbio negro, y el 95% de la acción se sitúa en ese lugar y con las personas de su círculo inmediato. No hay lugar aquí para el punto de vista blanco. Apenas sale algún extra que no sea de color. Este microcosmos ayuda a enmarcar el relato en un contexto social muy determinado en el que el cine de los estudios solo ha entrado de forma puntual, complementaria o anecdótica. Y permite establecer paralelismos entre su discurso y una visión más global de la historia negra y las relaciones que se establecen tanto en la dinámica de poder de la sociedad, como entre el pasado y el presente de una cultura construida sobre la base del dolor heredado.



Factores como el maltrato paterno-filial, la presencia habitual de la muerte, los orígenes humildes (o directamente en la miseria y la marginalidad), la desestructuración familiar, la falta de futuro derivada de la escasez y la discriminación, o la desconfianza del sueño americano (en una época, finales de los años 50 y principios de los 60, en donde la sociedad blanca vivía hipnotizada por esta promesa tanto en el cine como en el mundo real), se convierten así en una parte ineludible de la experiencia de esta familia y, por extensión, de toda la minoría afroamericana. La necesidad de una vida mejor y la imposibilidad de lograrla en un mundo que está en su contra se convierten en motor de frustraciones, que derivan en traumas y conflictos. Las carencias educativas y formativas condenan a la pobreza endémica, asociada sin remisión a la criminalidad y la cárcel. La única salida, en una época en la que el deporte aún no solía aceptar a los negros, es el ejército. Precaria solución cuando Corea y Vietnam se cobran vidas a miles o dejan cientos de discapacitados físicos o mentales por las heridas recibidas. Como carne de cañón, nadie se preocupa por los negros que vuelven a casa destrozados.

Todos estos elementos sirven no solo para presentar una historia doméstica, sino también un cuadro generacional. De esta forma, August Wilson aborda la experiencia negra desde el punto de vista histórico; pero no la historia que consiste en una serie de eventos señalados, sino aquella que intenta explicar cómo se transmite dentro de un núcleo social una determinada forma de ver el mundo y de relacionarse con sus semejantes. La rabia contenida hacia el hombre blanco y sus obstáculos, la impotencia de los sueños rotos, el sentimiento de inferioridad social, la paternidad dictatorial como única vía para alcanzar algún poder o autoridad, el recuerdo de horrores y penurias que crean un resentimiento injustificado hacia los hijos que no las han tenido que pasar… Todo eso va construyendo un modelo educativo familiar que perpetúa el trauma colectivo de toda una raza.

Si viajamos suficientes generaciones hacia el pasado, podemos encontrar las raíces en la esclavitud. Esa infección de dolor y miedo ha ido contagiando a todos los que han venido detrás, y solo mediante la ruptura de la cadena por la que se transmiten estas emociones (es decir, mediante el rechazo o alejamiento del núcleo familiar) se puede alcanzar un cambio. Paulatinamente, quizá las nuevas generaciones puedan aprender a discernir entre lo que deben conservar y lo que deben rechazar, de forma que se suelten los lastres que aún hoy atenazan a la cultura afroamericana.



POSIBILIDADES DE ÓSCAR

Figuras ocultas: si no existiese La La Land, quizá estaríamos hablando de un film con 10 nominaciones que lucha por la victoria. Pero este año se va a casa sin nada, salvo sorpresa en guion adaptado.

Moonlight: el cambio de categoría en guion (la Academia decidió que era adaptado) prácticamente le garantiza llevarse la estatuilla a casa. Dado que lo ha ganado casi todo en la temporada, sería muy extraño que Mahershala Ali no consiguiese también el Óscar (tampoco parece tener un competidor claro). Podría dar la sorpresa en fotografía, pero es muy remota.

Fences: Viola Davis no tiene competencia alguna para reclamar el Óscar que le debían por Criadas y señoras. Si el film tiene fuerza suficiente, Denzel podría incluso llevarse su tercero (el SAG le apoya, pero son los únicos que no han preferido a Casey Affleck en toda la temporada).

 

Fuente: CINeol | Visitada: 1447 veces