Si no fuera porque a partir de
Cariño, cariño mío,
ramito de mejorana,
espuma que lleva el río,
lucero de la mañana...
se hace más cansina que ver entero el debate sobre el estado de la nación, le hubiera puesto una notaza, pero la media hora final, además de aportar poco al sentido y a la esencia artística del documental, rompe con la trayectoria ascendente y se va por otros derroteros, perdiéndose en la nada, alejándose de ese minimalismo tan suculento que se mostraba en la primera hora y dejando de ser un alegato del arte para terminar siendo corrompida por ese exceso lirismo y poesía; el membrillo antes esplendoroso que termina podrido y estéticamente feo. Encima de todo, la posible sorpresa que puede tener el final ya te lo joden en la portada de la película.
Es el único lunar de un gran documental, cuyos dos primeros tercios, sin mostrar nada especialmente atrayente, despliegan ese magnetismo causado por el enfoque de Erice para dar total libertad al artista, tan cercano a él como el propio artista lo está del membrillero en todo momento y que, cada acción suya y cada pincelada se convierta en algo de sumo interés. No deslumbra por su contenido, si no por su propio concepto y por la forma tan natural de abordar todo lo concerniente a ese lienzo, especialmente en dos momentos específicos, los dos diálogos entre Antonio y su compañero Enrique Gran (que por cierto, acabo de leer que falleció en 1999 en un incendio de su casa): el de sus juventudes como estudiantes de bellas artes y el de la pintura de Miguel Ángel.
Enorme la versión de Antonio López por Joaquín Reyes con la película como trasfondo