Cuando los mayores alicientes de un CLASICO son Marilyn Monroe embutida en una toalla y Jean Peters en pantalones cortos, hay algo que falla. En primer lugar, Henry Hathaway se muestra incapaz de otorgar un mínimo de personalidad a la cinta, que en el mejor de los casos no pasa de mala imitación de los suspenses hitchcockianos. Más allá de la sugerente ubicación (a la que el título hace referencia), Niágara resulta un producto vacío, rutinario y, lo peor de todo al tratarse de intriga, aburrido. Aquí se dan cita, a un tiempo, casualidades extremadamente forzadas...
si Cotten no hubiera seguido a su mujer hasta las cascadas, el plan supuestamente perfecto se habría ido al garete.
O golpes de efecto tan eficaces como carentes de lógica...
si Cotten se deshace del fulano que iba a matarle, ¿quién hace tocar las campanas por primera vez, cuando Marilyn se pone tan contenta? ¿De mil millones de posibles canciones, los del campanario tocan precisamente esa por puro azar?
Aunque lo más molesto sea ese final con reminiscencias evangelistas, sin atisbo de doblez moral que pueda considerarse subversiva:
Por supuesto el asesino, aunque se trate de un enfermo mental sin maldad intrínseca y haya salvado en el último momento la vida de Jean Peters, recibe la muerte como recompensa. Lo mismo que el putón verbenero de su mujer, donde vamos a parar. No se puede estar tan buena y tentar las carnes de los pobres hombres casados.
En otro orden de cosas, reconozco que subjetivamente Joseph Cotten no me convence. Nunca me ha gustado, con esa cara de pedernal a lo Steven Seagal. Y Max Showalter, cuarto en discordia, tiene el mismo carisma que el palo de una fregona. Además de idéntica capacidad interpretativa. Conclusión: Fiasco de los gordos. No pierdan su tiempo.