La hoguera de las vanidades

[Staff CINeol]

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[el predicador]

Ladies and gentlemen! Con ustedes, la impensable segunda parte de Scarface que nunca existió; el reverso aristocrático y respetable del mismísimo Tony Montana; las miserias, las vergüenzas, el clasismo más rancio de la sociedad occidental en toda su crudeza. Cierto, El precio del poder y La hoguera de las vanidades no se parecen ni en argumento ni en personajes. Pero el espíritu que mueve ambas obras, dos caras de una misma moneda, es idéntico. Si esta última resultó un fiasco total se debe, creo, a que la gente no la entendió, no supo apreciar el tono satírico que inunda la pantalla de vitriolo, como yo mismo no supe aprehender en su momento la sátira sutil con que Scarface desmitifica las películas de mafiosos. No escarmiento; aún hoy sigo sin poder tomarme en serio las movidas del amigo Pacino.

Ya desde el principio, De Palma salta de cabeza a la piscina de los estereotipos, llevándolos a sus máximas consecuencias: el inteligente plano-secuencia que abre la película y en que Bruce Willis escenifica toda clase de comportamientos decadentes, que el resto de los mortales consideramos propios de un exitoso escritor alcohólico, constituye una declaración contundente de por donde van a ir los tiros. De ahí, la narración salta al verdadero protagonista de la historia (por llamarla de alguna forma) en el broker de Wall Street, el amo del universo en la era Reagan, al que Tom Hanks aporta una inmejorable imagen de pelele multimillonario e ingenuo. Todo lo que atañe a este personaje y a la troupe que le rodea está sacado de quicio hasta el delirio, hiperbolizado, vitaminado y mineralizado, dejando por el camino unas cuantas secuencias impagables. Destacar al predicador arropado constantemente por su coro gospel (tan tronchante que es para imaginárselas cantando mientras su pastor echa un meo); el momento Franz Kafka en que Sherman busca un amigo, sólo un miserable amigo en sus tres pisos de casa y termina liándose a escopetazos contra las paredes; o el discurso final, solemne y ridículo a la vez, con que Morgan Freeman despacha al salón de justicia. Estas dos últimas remiten, inconfundibles, a sendas escenas de Scarface, os dejo adivinar cuáles. ¿Mera coincidencia? Ni de coña. Un díptico en toda regla como hay Dios, hecho con plena consciencia.

Bueno, la verdad es que sí se diferencian en algo; ésta resulta mucho más entretenida que su antecesora, aunque en último término tanto una como la otra pequen de convertir la actitud destroyer y/o la ironía en fin, que no en medio, sin que exista verdadero afán de trascendencia. Conclusión: tan simpática como olvidable.