Estupenda película de Peter Weir, con un inicio realmente arrollador (magnífica la secuencia, sin diálogo, en que Samuel identifica al asesino). Lástima que los subsiguientes desarrollo y desenlace no estén a la altura.
Se trata de la típica historia en la que un inspector duro y honrado ha de proteger al testigo de un asesinato. La cosa se complica cuando el caso salpica de corrupción a las altas esferas de la policía, y entonces nuestro protagonista (estupendamente interpretado por Harrison Ford, que obtuvo la única nominación al Oscar de toda su carrera), el pequeño testigo y su madre, se ven obligados a huir, ocultándose en la comunidad Amish de la que proceden.
A partir de ese momento, comienza la mejor parte de la película, en la que Weir despliega todo su talento: la descripción, absolutamente pormenorizada, del modo de vida Amish, el día a día de sus pacíficos miembros y la convivencia con sus ancestrales costumbres. Ford, elemento extraño en una comunidad que ha renunciado por completo a la violencia, va integrándose poco a poco y, de paso, se enamora de la madre del chico, viuda reciente interpretada por Kelly McGillis.
Precisamente, de ahí el problema del film: la historia de amor es tan bonita (en el buen sentido) y está tan bien insinuada y contada, a base de miradas cómplices y silencios culpables, que la trama policíaca va perdiendo interés progresivamente. El final, aunque bien rodado al más puro estilo
Salvaje Oeste, resulta un tanto apresurado y metido con calzador. Quizás con un poco más de desarrollo en el suspense y en algunos personajes, estaríamos hablando de un peliculón, pero se queda en cinta de notable alto.
Por cierto, atentos a la escena...
...en que Harrison Ford le rompe la nariz a un capullo que se burla de los amish.
No sé por qué, pero me impactó mucho; el meter esa brutalidad en un mundo tan idílico. Tremenda escena. Posiblemente, una de las mejores secuencias desmitificadoras de la violencia que jamás he visto.
Nota: 7.5/10