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Crítica - La Semilla del Diablo

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'Una película sin agujeros ni manchas'

09/12/2004 - Por Hollis Brown

(5/5)

La semilla del diablo es el mejor film de Polanski y una de las películas de terror más importantes de la historia.

Más o menos hasta principios de los 60 el panorama estaba invadido por los entrañables monstruos de la Universal, que habían conseguido asustar al público durante muchísimos años, pero se acercaba el momento en que las tendencias en el género se verían obligadas a cambiar… y en este cambio fue pionera Rosemary’s Baby.
El film ahondaba en temores mucho más terribles (temores que surgen directamente de nuestro propio interior) representados por unas fuerzas con las que el público nunca se había enfrentado hasta ese momento. Después de La semilla… comenzarían a surgir películas que, enmarcadas en su misma línea, apostaban por un miedo más profundo, maduro y aterrador (El exorcista, La profecía, El Resplandor…) y que forman en mi opinión, lo mejor que ha dado el género, al menos en Hollywood.

La película nos cuenta la historia del Guy y Rosemary Woodhouse, un joven matrimonio neoyorquino que se muda a un edificio de apartamentos sobre el que pesa un fama terrible. Allí comienzan a relacionarse con los Castevet, unos ancianos y aparentemente adorables vecinos, que poco a poco los introducirán en su círculo de amistades. El círculo se cerrará claustrofóbicamente en torno a Rosemary a partir del momento en que descubre que está embarazada. Su marido comienza a pasar cada vez más tiempo con los Castevet, cuyo afán por cuidar a Rosemary (que ve cómo salud empeora por momentos) se vuelve más y más obsesivo. Poco a poco y de manera inevitable, Rosemary comenzará a sospechar que una terrible conspiración se está tejiendo contra ella y contra su hijo.

Esta es la premisa argumental de la que Roman Polanski parte para trasladarnos de nuevo, y no por última vez, a su particular visión del mundo y del cine. La semilla del diablo es una película curiosa, en la medida en que es, simultáneamente, un producto de los grandes estudios de Hollywood y una película de autor (por más que me repatee el apelativo). Sin perder ni un ápice de su validez como producto comercial (fue un éxito de taquilla) se presenta como el vehículo perfecto para analizar la personalidad cinematográfica de su director.
Una vez más, Polanski decide tomar el camino del medio, y sustenta toda la película sobre la ambigüedad. En ningún momento a lo largo del metraje se nos presenta la certeza de que realmente la conspiración existe, y no es un simple producto de la imaginación de Rosemary (el título en castellano, sencillamente infame, elimina por completo esta ambigüedad). No obstante, la cámara la persigue obsesivamente y observa la acción siempre desde su perspectiva, de forma que recibimos la misma información que recibe Rosemary, sabemos sólo lo que ella sabe y sus sospechas siempre son las nuestras… Es en este hecho donde radica el potencial “aterrador” de la película, pues esta incertidumbre (mucho peor que la certeza de saber) convierte cada gesto, cada frase de cada personaje en algo sospechoso, sucio, turbio y acabamos sintiéndonos tan solos y tan desvalidos como la propia Rosemary.
Como en muchos otros de sus films (El cuchillo en el agua, La muerte y la doncella…) el hecho de que la acción transcurra prácticamente en un escenario único, y acompañándose en este caso de la deprimente fotografía de William Fraker, acrecienta la sensación de claustrofobia y agobio. Parece en ocasiones que no hay nada más detrás de los muro de ese edificio, que el pequeño microcosmos de los Castevet es lo único que existe en el universo (la muerte del personaje interpretado por Maurice Evans, el único refugio de la protagonista es terriblemente dolorosa al comprender que desde ese momento ya no hay salida, todo se reduce a ELLOS).

Pero sin duda alguna, el mayor logro del director polaco es realizar un trabajo con la cámara de una perfección y una inteligencia que apabullan. Polanski maneja con maestría los encuadres abiertos y la acción fuera de campo; muchas veces perdemos de vista las cosas que realmente queremos ver y la cámara, casi dotada de vida propia parece negarse a complacernos. Es evidente que esto incomoda en cierta manera al espectador, que está acostumbrado a adelantarse a la acción y a adoptar una posición de dominio de la narración y ahora se ve obligado a construir y reproducir por sí mismo la información que no está recibiendo. Eso es asustar de manera sutil e inteligente. Sin monstruos ni sangre. Sólo el espectador, Rosemary y la imaginación de ambos.

Por último, sería injusto no destacar también la ¿partitura? de Christopher Kameda, que sin contar con ninguna melodía reconocible o mínimamente silbable (con excepción de la nana, tan ambigua como el propio film e interpretada por la misma Mia Farow que abre y cierra la cinta) enfatiza a la perfección los momentos requeridos y es capaz de reforzar la acción con su ausencia (lo más difícil de todo).

En definitiva, una obra imprescindible de un cineasta imprescindible. Sencillamente (que diría Hitchcock) “Una película sin agujeros ni manchas”. Ahí es nada.

 

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7.58

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