Como siempre John Ford dirige con mano maestra a su actor fetiche, acompañado por un elenco de actores capaces de hacer creíble una historia intimista. Una historia que habla del peculiar carácter del pueblo irlandés, orgulloso y testarudo.

Para mí, ver al eterno protagonista de algunos de los mejores westerns enfundado en la piel de un boxeador que después de una brillante carrera vuelve a su pueblo natal, me hizo cambiar la concepción que tenía de el.

Crea un personaje vigoroso y tenaz, que sabe lo que quiere y como lo quiere, sin dejarse llevar por la gente. Junto a él una esplendida Maureen O'Hara en un papel hecho a su medida, la pelirroja indomable criada en el seno de una familia de hombres rudos de los que ha absorbido un carácter felino.

A su alrededor Ford tejió una telaraña de personajes secundarios entre los que sobresalen Victor McLaglen en el papel de hermano de Maureen y el gran Barry Fitzgerald, casamentero oficial del pueblo, ladrón de escenas que da un contrapunto cómico a la historia.

Delante nuestro desfila un pueblo con sus historias cotidianas, los dos curas, el tren que nunca llega y cuando lo hace nunca se va, el pub siempre a rebosar, la eterna viuda y las apuestas.

Otro gran protagonista es la inclemente climatologia de la isla, presente en escenas culminantes de la película, como el sombrero que se lleva el viento o el encuentro en la iglesia en ruinas.

Una combinación perfecta, ensamblada con mano maestra por uno de los directores que más han aportado al séptimo arte, un Sean Aloysius O'Fearna deseoso de volver a su Irlanda natal para rendir un homenaje a su gente de la mejor manera posible.

Un film considerado menor dentro de su filmografía pero que ha resistido el paso del tiempo como los buenos vinos.